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15 julio 2026

JOSE. Presentación del Niño y Purificación de la Virgen

Presentación del Niño y Purificación de la Virgen

En la gran explanada de delante del Templo había mucha gente. No era época de fiestas, no se veían viajeros de tierras lejanas, pero la misma Jerusalén, aunque no era una ciudad grande, acogía dentro de sus murallas un número ingente de habitantes. Estos solían pasar todos los ratos libres en el atrio del Templo.
Bajo los pórticos, y especialmente bajo el Pórtico Real, colgado sobre la escarpada como sobre un precipicio, había una multitud escuchando las disputas de los sabios escribas, que deliberaban en voz alta sobre los asuntos que se les proponían. En otros sitios rodeaba a los portadores callejeros de noticias y de chismorreos. Al lado de los judíos paseaban en grupitos los extranjeros: griegos, sirios, idumeos: cualquiera podía entrar en el atrio exterior.
El pórtico que daba a la ciudad, menos suntuoso que el de Salomón y el Real, estaba ocupado por puestos de vendedores. Esta parte del atrio era un enorme mercado. En los días festivos, cuando había mucho movimiento y llegaban los peregrinos, aumentaba el número de puestos. Los había por todas partes, incluso en las escaleras que llevaban al Santuario, detrás del murete que no podía traspasar un no-judío, advertencia que recordaban unos paneles escritos en varios idiomas. En aquel momento, el movimiento era escaso y por esta razón funcionaban únicamente los puestos situados bajo el pórtico. Cerca de la entrada al atrio más concurrida, que por el puente llevaba al Xystos, estaban dispuestas las mesitas de los banqueros y cambistas de monedas. Por este excelente puesto, los banqueros abonaban al gran sacerdote Simón una enorme cantidad de dinero, que constituía la base de la riqueza del suegro de Herodes.
José, que llevaba al Niño en sus brazos, y Miriam, que caminaba a su lado, entraron humildemente por la Puerta del Angulo, a la que había que subir desde la ciudad inferior por unas largas escaleras. Al encontrarse en el atrio repleto de personas y de ruido, se detuvieron aturdidos, sin saber muy bien a dónde ir. El bullicio y el desorden reinan¬te les mareaba. Se sintieron aún más perdidos cuando les rodeó una nube chillona de muchachos con los peisá en las orejas, que empezaron a tirar a José por el abrigo cada cual en dirección opuesta. Eran «ganchos» que mandaban los dueños de los puestos para atraer compradores. Estaban al acecho de las personas que por su comportamiento daban a entender que venían a hacer una ofrenda. Los chicos daban saltos sacudiendo los rizos de su pelo, chillaban de modo en¬sordecedor tratando de hacerse oír sobre los demás; al mismo tiempo que tiraban de José se daban patadas y puñetazos. Los ojos del Niño Jesús, que miraba todo aquello, se abrieron desmesuradamente. Apareció en ellos una especie de expresión de espanto. La boquita del Niño empezó a «hacer pucheros». El llanto del Hijo espantaba siempre a Miriam. Agarró a José por la mano diciendo:
— ¡Vámonos de aquí, que va a llorar!
José trataba de desasirse de los importunos y para conseguirlo se acercó presuroso al puesto más cercano. Allí se vendían pájaros en jaulas pequeñas. Sin regatear, compró un par de tórtolas grises. Miriam cogió la jaulita y la levantó mostrándole los pájaros a Jesús. Los pájaros atrajeron la atención del Niño con su aleteo. El Pequeño, agitando las manos, se reía y trataba de meter los dedos entre los barrotes de la jaula.
—Mira cómo le gustan —dijo Miriam—. Seguramente le daría más alegría verlos volar muy alto —suspiró— Los soltaría con gusto.
—¿Y qué darías entonces para ¡a ofrenda?
No le contestó, sino que volvió a suspirar y apretó los labios. José sabía de su amor hacia todos los seres creados... No permitía que se le hiciera daño a ninguno, defendía a cada uno y lo protegía. No quería matar ni siquiera a las moscas más obstinadas. El asno, el perro, los pájaros, parecían percibir su bondad.
Cruzaron el atrio, y se dirigieron hacia la mesa de los cambistas. Durante todo el tiempo ella llevaba la jaula levantada, para que Jesús pudiera ver las tórtolas. El Niño agitaba las manos hacia los pájaros:
Se pararon ante el primer puesto de banquero. Detrás de la mesa había un hombre delgado, sentado, con una nariz ganchuda y una barba rala de color indefinido. Sus ojos de párpados rojizos y legañosos miraban sin ningún interés a la pareja vestida humildemente. Tuvo que haber notado su timidez, porque preguntó:
—Bueno, qué quieres. ¿Por qué estás ahí parado? ¿Qué quieres? ¿Cambiar?
José metió la mano en la pechera. Sacó la sortija del trapo y, poniéndola en la palma de la mano, se la presentó al banquero sin decir palabra.
El otro cogió el anillo entre sus dedos. Lo miró desde todos los ángulos. Frotaba con el dedo el dibujo desgastado. Tenía los labios torcidos con una sonrisa de desprecio, pero los ojos le brillaban con interés.
—¿De dónde lo tienes? —preguntó—. ¿Es tuyo?
—Es mío. Lo heredé de mi padre.
—¿Quieres venderlo?
—Tengo que rescatar a mi hijo.
El banquero volvió de nuevo a mirar el anillo.
—Es viejo —murmuraba— desgastado...—. Con gesto despreciativo lanzó el anillo sobre la balanza de la mesa—.
Para el rescate necesitas cinco siclos —le dijo—; te daré ocho... Bueno, eres pobre, te daré diez...
José se echó atrás maquinalmente. No tenía la menor idea del valor del anillo. Pero recordó que tenían deudas. También, si tuviera que quedarse, tendría que comprar madera para el taller y unas cuantas herramientas.
Extendió la mano para coger el anillo de la mesa, pero el banquero con un movimiento mucho más rápido lo cubrió con la mano.
—¿No te basta? Por mi conciencia, quiero ayudarte. Por la frente de Moisés, este anillo no tiene este precio. Pero yo te daré quince; no, te daré veinte siclos... ¡Veinte siclos! ¿Te das cuenta del dinero que es esto? ¿Cuántas cosas se pueden comprar con ellos? ¡Por veinte siclos puedes rescatar a tu hijo y comprarte además un burro!
José no sabía regatear. Cuando vendía sus trabajos y alguien intentaba rebajar el precio que había dado, abría las manos desconsolado y hacía el cálculo: «la madera me costó tanto..., por el trabajo quisiera cobrar tanto...». Era un cálculo tan modesto que el comprador dejaba inmediatamente de regatear. Veinte siclos le parecían mucho dinero. Empezó a hacer cálculos en voz baja de lo que podría adquirir por este dinero. Bastará para el rescate, para pagar las deudas, para herramientas... Para la madera con que fabricar los objetos, sin necesidad de pedir un adelanto, no bastará probablemente...
El banquero, viendo que José estaba pensando, exclamó:
—¡Que el eterno Adonai me castigue, si no quiero ayudar a un necesitado! Escucha, hombre, ¡te doy treinta siclos! ¡Treinta siclos de plata! Es una cantidad tremenda, mucho, mucho más de lo que vale este viejo anillo desgastado. ¡Saldré perdiendo! Tienes esposa y un hijo primogénito... Quiero ayudarte, ¡Coge el dinero! ¡Cógelo, ya que te doy tanto...! Tanta prisa se daba, que hasta le temblaban las manos. Agarró el anillo con la velocidad de una urraca cogiendo un objeto brillante y lo escondió en su pecho. Abrió una cajita que estaba a su lado. Ahora, con gesto más pausado, con parsimonia, sacaba las monedas una a una. Algunas las escondía rápidamente después de sacarlas, y ponía otras en su lugar con los bordes recortados. Le dio sólo cinco siclos en monedas asmoneas, abonando lo demás en estáteres de Herodes.
—Ves, yo soy así —dijo torciendo los labios en una sonrisa—. Me caes bien. Quiero ayudarte. Ninguno de estos tramposos —con un gesto de la mano apuntó a las otras mesas— te daría tanto. Recoge el dinero y escóndelo bien, porque aquí en el atrio no faltan ladrones. Bueno, vete en paz. Mira cuánto he hecho por ti, cuánto se puede comprar con semejante montaña de dinero. Puedes comprar dos burros y luego alquilarlos y ganar con ellos. Bah, con tanto dinero puedes incluso comprar un esclavo, que trabajará por ti. Vete ya, vete. Has hecho un buen negocio y puedes estar satisfecho...
Moviendo la mano con sus largos dedos hacía gestos de despedir a José hacia el Santurario. José echó el dinero en un saquito, le saludó con una inclinación de cabeza, diciéndole:
—Que el Altísimo esté contigo.
El otro le contestó con una sonrisa. Se alejaron despacio de la mesita.
—Nos dio muchísimo dinero por el anillo —le dijo José a Miriam—. Supongo que habrá salido perjudicado.
—Lo hizo probablemente por su buen corazón. Compartió su riqueza con nosotros y nosotros deberíamos compartirla con los necesitados. ¿No te importará que le demos algo a Ata? ¡Es tan pobre!
—Me dará alegría poder ayudarle.
— ¡Qué alegría poder ayudar a los demás! ¿Sabes?, con los pastores venía una muchacha. Es muy pobre... Va a tener un niño. Me gustaría ayudarle también...
—Darás a quien quieras. Si yo fuera rico, te daría siempre, para que lo repartieras entre la gente. Tú ves siempre al que necesita. Y das de manera que la gente se alegra... Sabes dar.
Ella le miró, sacudió la cabeza y le sonrió sin decir palabra.
Ahora se dirigieron hacia el Santuario. Tenían que abrirse de nuevo paso entre la multitud. Cogieron las escaleras hasta la primera rampa luego hasta la segunda. Había muchas puertas que llevaban al Atrio de las Mujeres, pero las mujeres que venían para ofrecer la ofrenda de purificación podían utilizar una sola de ellas. La cruzaron.
El Atrio de las Mujeres era muy amplio. Servía al mismo tiempo de vestíbulo al verdadero Atrio de los Fieles, al que solo podían acceder los hombres. Delante de las puertas había colocadas unas grandes urnas en las que los que entraban podían echar ofrendas. Al lado había unas mesitas en las que los levitas percibían el diezmo del Templo. En uno de los rincones del Atrio se llevaba a cabo el voto de los nazarenos. En otro de los rincones se reunían las mujeres, para entregar al sacerdote la ofrenda de la purificación.
Después de pagar el rescate de Jesús, se acercaron al lugar de las purificaciones. El sacerdote recogió la jaula de las manos de Miriam. José la vio cerrar los ojos y morderse los labios cuando el sacerdote sacaba cada pájaro y le cortaba el cuello. Los cuerpecitos gris amarillento yacían ahora en un charco de sangre sobre el ara. El sacerdote hizo caer una gota de sangre sobre la cabeza de Miriam arrodillada y después, levantando las manos encima de ella recitó una oración. La despachaba deprisa, de cualquier forma, con voz que mostraba su aburrimiento por el continuo repetir la ceremonia. Ni siquiera miró a la mujer postrada a sus pies. Miriam rezaba profundamente inclinada. José, observando la escena, pensó qué diferente era su oración de la del sacerdote. Miriam recitaba su beraká recogida, como si hablara con alguien que escuchaba con atención cada una de sus palabras.
El sacerdote terminó, Miriam se levantó, hizo una profunda inclinación delante del sacerdote y, acercándose a José, le tomó de las manos a Jesús. Ya iban hacia la salida del Atrio, cuando vieron de repente a dos personas ancianas que se dirigían hacia ellos.
El hombre iba delante. Trataba de ir aprisa, aunque le costaba mucho. Golpeaba fuerte, con el bastón, impaciente, las losas del atrio. Llevaba una luenga barba blanca que le caía ampliamente sobre el pecho. La mujer era bajita, diminuta, reseca. No podía seguir al hombre, aunque ella también parecía darse prisa. Caminaba a pasos cortitos. Sus ojos grises parecían llenos de un resplandor febril.
El hombre fue el primero en cortarle el camino a Miriam, quien, al verlo delante de sí, se detuvo. Él se le acercó, arrimó su cara a la de ella, como si quisiera convencerse de que era realmente la que veían sus viejos ojos.
—¿Eres tú? —preguntó—. ¿Eres tú? ¿Es a ti a quien encontré aquella vez en Jericó? Tú me llevaste hasta Betania, me cuidaste, casi me llevaste en brazos. No me abandonaste, aunque te faltaban las fuerzas. ¿Eres tú? —preguntaba con tanto ímpetu que se sofocaba.
—Soy yo, padre —le dijo ella—. No hice nada más, que lo que habría hecho cualquiera...
—No —negó él rotundamente. Extendió sus manos de anciano deformadas sobre los hombros de Miriam. Sus ojos no dejaban de mirar el rostro de Miriam—. Mi corazón latía ya en aquel tiempo y parecía presentir algo —le dijo—. Entonces, pasada la noche, entendí... Pero ya te habías ido...
—Tenía prisa, padre. Y los dueños de la casa me prometieron que iban a cuidarte...
—Me cuidaron. Después de lo ocurrido, hicieron mucho por mí. Pero tú desapareciste. No sabía dónde buscarte. Pero tenía que verte por fuerza. Y hoy el Altísimo me permitió encontrarte de nuevo. ¡Este es el día más feliz que me ha tocado vivir!
Extendió sus brazos temblorosos preguntando:
—¿Me permites coger en mis brazos a tu Hijo?
—Cógelo, padre —contestó ella sin vacilar, aunque se estremeció ante el pensamiento de que el anciano pudiera dejar caer al Niño.
Simeón cogió a Jesús, lo levantó en vilo, le apretó contra su corazón. Inclinó sobre la carita pequeña su cara arrugada. Los ojos gastados del anciano se fijaban con detenimiento en los ojos del Niño, como si quisiera encontrar algo en ellos. Jesús no se asustó, no lloró. Su mirada respondía con tranquila curiosidad a la contemplación ardiente del hombre. Este intercambio de miradas fue muy largo, como si no fuera a acabar nunca.
Finalmente Simeón alzó la cabeza. Apretó de nuevo al Niño contra su pecho. Luego levantó la mirada hacia lo alto. Mirando el recuadro del cielo extendido sobre el atrio, murmuró:
—Te doy gracias, Señor, por haber querido cumplir con tu promesa. Ahora puedo irme tranquilo a la sombra de la muerte, porque he visto... Porque vi a Aquel que nació para gloria del pueblo de Israel y para ser Luz de todos los que permanecen en tinieblas... Te doy gracias, Señor, por cumplir con tu promesa.
José miraba a Simeón estupefacto. Cuando él no conseguía descubrir ninguna señal de nada extraordinario, había gente que encontraba en el Hijo de Miriam lo milagroso bajo la apariencia de lo cotidiano. Cómo les envidiaba. Este anciano miró y vio enseguida. El miraba todos los días y no conseguía ver lo que buscaba.
Simeón terminó su beraká y se volvió hacia Miriam. Le entregó al Niño y ella le cogió presurosa, con alivio cuidadosamente disimulado. El anciano extendió sus manos sobre la cabeza inclinada de la muchacha.
—Te bendigo, hija mía —le dijo con voz temblorosa—. Que el Altísimo os envíe a ti y a tu esposo todo el bien necesario al hombre en su paso por la tierra. El bien que desconocemos, que no somos capaces de conocer con nuestras propias fuerzas y que es el bien verdadero. Este bien que nace de la obediencia del espíritu y del alma... Que no os falte nunca la fuerza para servir al Altísimo y nunca pierda ardor vuestro amor.
Bajó las manos, aunque siguió mirando a Miriam.
—El —empezó solemne, y su voz le temblaba más que antes, como abrumado por el peso del significado de las palabras expresadas— ha nacido para que muchos en Israel vean y conozcan Su luz. ¡Mas cuántos se rebelarán y se encontrarán en tinieblas! ¡Cuántos cerrarán los ojos y quedarán cegados! Muchos irán tras la voz de la contradicción —dijo en voz cada vez más baja, como si empezaran a faltarle las fuerzas—. Y una espada traspasará tu alma...
Miriam se estremeció. Quiso preguntar: por qué, pero no pudo abrir la boca. Allí, en una ladera encima de Nazaret se le pidió su consentimiento y en aquella pregunta había un preanuncio de sufrimientos. Pero un estremecimiento gozoso había acallado cualquier pensamiento de dolor.
Incluso los mayores sufrimientos no eran nada comparados con la gracia de haber sido escogida. Además, si pensó en los sufrimientos, había pensado en los que iban a preceder el nacimiento. ¿Qué importan los sufrimientos, cuando se van a cumplir los sueños de innumerables generaciones? Y, sin embargo, este anciano hablaba de una espada que le traspasaría el alma ahora, cuando su Hijo ya estaba en el mundo...
Pero no había rebelión en ella. Estaba de pie con la cabeza humildemente inclinada y el Niño en brazos. Vio que la anciana que vino acompañando a Simeón, se acercaba. Al llegar a ella, la anciana se detuvo y se postró penosamente. Se inclinó tan profundamente que tocó con la frente las losas coloreadas que cubrían el Atrio de las Mujeres.
—También te doy gracias, Señor, Señor mío —decía con la cara pegada al suelo—. He aquí que me has dado después de tantos años de soledad y de vejez ver Al que has mandado para la salvación de todos. Mientras me quede vida, anunciaré Su gloria. Oh Señor, eres bueno y misericordioso por bajar hasta nosotros, al polvo de la tierra, y entregar Tu santidad en nuestras manos indignas... Oh Señor, podías haber caído como un rayo que sacudiese al mundo. Podías abatirnos y cegarnos. Sabes que somos polvo, y Tú a este polvo has entregado la custodia del mayor tesoro...
JAN DOBRACZYNSKI