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UN BESO EN LAS LLAGAS DE CRISTO
Nos resta todavía una curiosidad: ¿Cómo serían los besos de la Virgen Madre a su Hijo Dios? Emocionan los de Belén y Nazaret, pero los del Gólgota, cuando Jesús yacía entre sus brazos, ésos impresionan y estremecen indeciblemente.
Todos podemos revivir la escena en nuestra mente y ver las lágrimas de la Madre bañando el rostro del Hijo, y la Sangre de Jesús tiñendo de oscura púrpura el rostro de la Madre.
Aquella Santa Faz exangüe, sin alma, pero unida a la Divinidad, conservaba —a pesar de los golpes, de los salivazos de los soldados y de las espinas clavadas— una serena y sobrecogedora majestad; imponía un respeto, una admiración y un amor enormes.
Muchos y grandes sentimientos se agolpaban en el Corazón traspasado de María, que lloraba en silencio, sin otro consuelo que su fe y su esperanza sin límites. No era poco; no era poco, pero no bastaba para impedir el dolor más intenso.
Si Jesús lloró por Lázaro, sabiendo que le resucitaría luego —¡qué humano es nuestro Dios!—, ¿cómo no lloraría —y de qué modo— la Madre de Dios, ahora, con su Hijo muerto sobre el regazo, aunque esperara con absoluta certeza la próxima resurrección?
Lo peor no era la muerte, era el modo de aquella muerte: un patíbulo hecho de una cruz y cuatro clavos, precedido de un cruel y humillante tormento.
Como Ella, la Virgen, también nosotros «al admirar y al amar de veras la Humanidad San¬tísima de Jesús, descubriremos una a una sus Llagas». Y, como Ella, pondremos en cada una un beso.
La Madre de Dios, que había ponderado bien —seriamente, profundamente— todos los instantes de la vida de Jesús, no olvidaba el tiempo aquel en que —contemplativa y gozosa— ponía su índice entre las pequeñas manos de Jesús, cuando eran aún tiernas, calentitas, recién hechas. Y el Niño las cerraba entonces con todas sus fuerzas, arrancando la risa y la sonrisa de José. Ella recordaba aquellas manos todavía menudas que se alejaban en un primer instinto de las barbas del Patriarca, porque se cumplía seguramente el villancico:
San José al Niño Jesús, un beso le dio en la cara. Y el Niño Jesús le dijo: ¡que me pinchas con las barbas!
Ella había visto crecer aquellas manos perfectas del Verbo hecho Hombre, enreciándose con el trabajo duro del taller, y ahora las besaba ensangrentadas y frías, llagadas, con amor jamás visto en el universo.
Besaría la Madre la llaga de la mano derecha: la que bendijo el pan, la tierra y sus frutos, y a cuantos se le acercaron a lo largo de su vida; la que despeinaba cariñosamente a los niños —sus grandes amigos— y les acariciaba con inmensa ternura; la que tocó los ojos del ciego, llenándolos de luz, y que abrió los oídos del sordo, devolviéndoles la alegría; la misma que multiplicó el pan para saciar el hambre de miles de hombres y mujeres; la que acompañaba con un gesto lleno de sencilla majestad su palabra divina, prestándole aún mayor fuerza expresiva; la misma mano que se extendió tantas veces —apretando fuerte, porque era mucho su vigor y total la entrega a los amigos—, en señal de amistad leal y afanes de servicio. Esa mano, como «premio» a todas las gracias que había dispensado, recibió un clavo que, a golpes, la cosió al madero de la cruz. Una mano con una llaga que ahora besaba la Virgen con piedad inaudita, y esto sí que comenzaba a ser un verdadero premio.
La Virgen Madre mira ahora la llaga de la mano izquierda. Dejó dicho el Señor que la mano izquierda no ha de saber lo que hace la derecha88. Quería enseñar a los discípulos —a ti, a mí— la generosidad. La mano izquierda de Cristo, que ahora María Santísima tiene en las suyas, es una mano generosa, una mano humilde, que ha servido al trabajo de la derecha y ha ayudado a abrazar a todos contra un mismo pecho. Cristo ha muerto por todos: por los de la «derecha», por los de la «izquierda», por los de arriba, por los de abajo y por los de en medio. Para que todos hallemos el mismo calor y dejemos los odios y las luchas y nos sintamos hijos de un mismo Padre, hermanos de un mismo Hermano, llamados a trabajar codo con codo en beneficio de una sociedad compuesta de hombres con un fin que trasciende las inquietudes temporales, para saltar a la eternidad, a la vida definitiva en Dios.
La mano izquierda de Cristo, repleta de humildad y amor, recibió también, como «recompensa», un clavo largo y cuadrado que penetró en su carne rompiendo venas, fibras y nervios, y un trozo más del Corazón de María. Ahora ponía Ella sus besos, y nosotros pone¬mos los nuestros con contrición más honda y sentida que nunca.
Las llagas de los pies: los pies que conocieron el polvo de todos los caminos de Palestina y, bien pudiera decirse, de todos los caminos de la tierra, que se han hecho divinos a su paso. Llevaron el Corazón y el Alma de Cristo a tantos lugares, a tantas gentes, para darles salud, consuelo, esperanza, alegría. Y se olvidaban de sí mismos hasta que ya no podían más, hasta que ya no podían sostener el Cuerpo santo del Salvador. Salieron al encuentro del hijo pródigo y en busca de la oveja perdida. Por ello fueron clavados en la cruz. Por ti, por mí. Por eso cuando, llagados, los besa María, de algún modo nos besa también a ti y a mí. ¿No vas a besar también tú esos pies, esas llagas, como lo hace la Madre de Dios?
Queremos permanecer junto a los pies de Cristo, como María, la hermana de Lázaro, en la casa de Betania. Queremos ser contemplativos en medio del mundo, pero también caminantes, en busca de almas que salvar, para ayudarles a escalar las sendas empinadas del Amor.
¿Qué grande eres, Señor, que te dejas crucificar, que admites como condecoraciones esos hierros que te hacen sangrar y morir! La Virgen Bella besa los pies hermosos, destrozados, de su Hijo. ¿Quién no lo haría en su lugar?
« ¡Verdaderamente es amable la Santa Humanidad de nuestro Dios! Te 'metiste' en la Llaga santísima de la mano derecha de tu Señor, y me preguntaste: 'Si una Herida de Cristo limpia, sana, aquieta, fortalece y enciende y ena¬mora, ¿qué no harán las cinco, abiertas en el madero?'».
Pero sobre todo nos conmueve, como es lógico, esa llaga del costado, junto a su Corazón amabilísimo. El corazón, sede del amor. Toda la vida de Jesucristo, desde su Encarnación hasta su Muerte, es un puro acto de amor humano y divino: un Amor que llega hasta el extremo y que hace que en la cruz estalle el corazón y brote sangre y agua. Hasta la última gota quiso dar el Señor.
Se nos dio enteramente. ¿Tendremos valor todavía para quejarnos cuando los clavos que nos atan a la Cruz de Jesús, sangren?
Parece que la Virgen nos mira, y nos dice con palabras del Espíritu Santo: « ¡Oh! vosotros los que pasáis por el camino, mirad y ved si hay dolor semejante al que me hiere».
Oh, Madre, Madre, ¿podrás disculparme? Tanto tiempo junto a ti y no me había detenido a considerar tu dolor. Te hallaba siempre con el Niño en brazos, contenta, sonriente, y no imaginaba tu dolor inmenso, y —claro es— no te lo agradecía. Te imaginaba siempre feliz, caminando por un camino de rosas, y no advertía la medida del dolor que albergó en la tierra tu Corazón.
Ahora quisiera desagraviarte y no darte más que alegrías: «Madre mía (...), que tu amor me ate a la Cruz de tu Hijo». Que yo sepa hacer míos los sentimientos tuyos para alcanzar la meta que propone el Apóstol: Hoc autem sentite in vobis quod et in Christo Iesu, habéis de tener en vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús. Para ello acogemos «la experiencia de un sacerdote que no pretende hablar más que de Dios»: «os aconsejaré —nos dice— que cuando la carne intente recobrar sus fueros perdidos o la soberbia —que es peor— se rebele y se encabrite, os precipitéis a cobijaros en esas divinas hendiduras que, en el Cuerpo de Cristo, abrieron los clavos que le sujetaron a la Cruz, y la lanza que atravesó su pecho. Id como más os conmueva: descargad en las Llagas del Señor todo ese amor humano... y ese amor divino. Que esto es apetecer la unión, sentirse hermano de Cristo, consanguíneo suyo, hijo de la misma Madre, porque es Ella la que nos ha llevado hasta Jesús» «Y en esos tiempos de purgación pasiva, penosos, fuertes, de lágrimas dulces y amargas que procuramos esconder, necesitaremos meternos dentro de cada una de aquellas Santísimas Heridas: para purificarnos, para gozarnos de esa Sangre redentora, para fortalecernos. Acudiremos como las palomas que, al decir de la Escritura, se cobijan en los agujeros de las rocas a la hora de la tempestad. Nos ocultamos en ese refugio, para hallar la intimidad de Cristo: y veremos que su modo de conversar es apacible y su rostro hermoso (...)».
¿No ves cómo la Virgen nos lleva a amar con locura a Jesucristo? Sigamos adelante.
ANTONIO OROZCO