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17 junio 2026

JOSÉ. Llegan a Belén (2 de 2)

Llegan a Belén (2 de 2)

La posada surgió ante ellos. Estaba situada en la vera misma del camino. Tenía la forma de un anillo grande. En el medio había sitio por los camellos y los asnos. Alrededor corrían unos nichos cubiertos en parte por un tejadillo de juncos trenzados.
Entraron en el portal y se detuvieron. La posada estaba llena de gente y de caballerías. Por encima del patio repleto se elevaba la humareda de las hogueras y resonaba un ruido sordo de voces. Vieron al posadero que corría hacia ellos, haciéndoles ya desde lejos señas con las manos para que no entraran.
—¡No hay sitio! —gritaba—. ¡No hay ni un resquicio!
—Quizás puedas encontrar algo —rogaba José—. Pagaré.
El posadero movió las manos con más energía.
—¿Qué me dices de pagar? Todos tienen que pagar. Pero no hay sitio. Tú mismo lo ves.
—Escucha —José cogió al posadero por la manga. Bajó la voz—. Comprende, yo tengo que tener algún rincón... Te pagaré lo que pidas. Mi esposa...
—¡Ya lo veo, no estoy ciego! —El hombre liberó su manga de la mano de José—. Yo no puedo hacer nada, ¿dónde os voy a meter ? ¿Ves tú algún sitio libre? Ha venido más gente que nunca. ¡Yo mismo he tenido que abandonar con mi familia la estancia y dejarla a los huéspedes!.
—Pero comprende... ¡Ten compasión!
—Te comprendo, hombre, y lo siento por ti. Pero no me ruegues más, porque no puedo hacer nada por ti. Ya es de noche, y siguen llegando algunos...
En el portal de la posada hacía su entrada una caravana compuesta de varios camellos. La primera de las monturas estaba cabalgada por un hombre cubierto por rico manto. El posadero abandonó a José y se dirigió presuroso hacia los otros. Desde lejos les hacía unas profundas reverencias.
—Encontrará sitio para ellos —dijo José observando su conversación—. ¡No aguanto! Iré a decirle....
—Eso no servirá de nada. A nosotros no nos cogerá.
—¿Qué vamos a hacer?
—Vámonos de aquí.
—¿A dónde?
—Hacia adelante. El Altísimo no nos dejará sin ayuda.
Se volvió hacia la salida. José se sentía tan abatido que se dejó guiar pasivamente por ella. El asno se paró un momento indeciso. Sus dueños se alejaban y él sentía aquí a otros animales, olía a heno y desde los pórticos se desprendía calor. Pero la fidelidad pudo más. Con el rabo encogido siguió a Miriam y a José.
¿Y adonde iremos así? —le pasaba por la cabeza a José—. Cruzaron por la calle del pueblo. Conocía cada casa que pasaba. Esta pertenecía a su hermano, ésta a su tío, ésta al hijo de su hermana... No se detuvo ante ninguna puerta. No llamó. Seguía recordando las palabras de Seba: juntos hemos decidido... suponían que vendría, le esperaban y le cerraron las puertas en las narices. ¡Le echaron como a un pordiosero!
Tenía la sensación de unos ojos vigilantes detrás de las puertas cerradas. Ellos debían estar observándole a escondidas.
Un perro famélico salió del zaguán de la casa. Levantó una oreja y se quedó un rato mirando detenidamente a los caminantes. Se paró expectante. Luego salió disparado, dio un ladrido y meneando animadamente el rabo se lanzó a los pies de José. Chillaba de alegría. Quizás había reconocido a José o tal vez estuviera sencillamente necesitado de afecto humano. Cuando José se inclinó casi maquinalmente y pasó la mano sobre el pelo áspero del perro, éste fue presa de una excitación todavía mayor. Daba saltos y como loco corría alrededor de ellos.
Prosiguieron su caminar. La oscuridad se hacía más intensa. El viento desperdigó las nubes y en el cielo descubierto iban asomando las primeras estrellas. El frío aumentaba a cada paso.
Llegaron al final de la travesía del pueblo. No se abrió ninguna puerta y ellos tampoco llamaron a ninguna. Dejaron atrás la última casa. Más lejos empezaban los campos y los prados. El campo de David que su padre le había dejado en herencia estaba en algún sitio por allí.
De repente se acordó... Allí, en su campo, había antes una casita pequeña, pobre. La gente que la edificó y la ocupó no pertenecía a la estirpe. No eran siquiera judíos . Este Uza llegó al pueblo desde lejos, con su mujer y un hijo. Era mísero, pobre, su fe era distinta. Lo despreciaban todos. Nadie quiso recibirlo. Únicamente Jacob se apiadó de él. Consintió en que el hombre edificara su casa sobre la vieja tierra familiar y le dejó un trozo de terreno para cultivar. A cambio de eso Uza trabajaba para él en su hacienda. José lo ocupaba también a menudo en su taller para que pudiera ganar algún dinero, ya que la familia de Uza se hizo muy numerosa. La relación de los demás habitantes del pueblo para con Uza siguió siendo de desprecio. Incluso los niños se apartaban de sus hijos.
—Sigamos un poco más —le dijo a Miriam—. Aquí intentaremos...
La casita seguía en su sitio. Una barraca pequeña, oscura, hecha con ramas recubiertas de arcilla y lodo. La puerta de una valla que tenía delante estaba abierta. José dijo:
—Espera un momento...
Miriam se quedó. Tenía que estar muy agotada, ya que se apoyó contra la estaca que sujetaba el portillo. El perro y el asno se quedaron con ella. Los animales se olfateaban recíprocamente.
Con paso rápido cruzó el patio, llamó con los nudillos a la puerta. Nadie le contestó. Volvió a llamar impaciente. Ahora oyó unos pasos de pies desnudos.
—¿Quién es? —preguntó una voz femenina.
—Soy yo, José el hijo de Jacob.
—La paz sea contigo, José —la mujer emergió de detrás de la cortina—. Soy Ata, la esposa de Uza. ¿Me recuerdas?
—Me acuerdo de ti, Ata. ¿Está tu marido en casa?
—Has tenido que estar mucho tiempo fuera del pueblo, ya que no sabes que Uza ha muerto.
—Sí, hace mucho que estoy fuera y no sabía nada de su muerte. Pero escucha, Ata. He llegado a Belén hoy. Con mi esposa... Hemos andado mucho, estamos cansados y mi mujer está para dar a luz en cualquier momento. No nos han recibido en ninguna parte...
—Ya lo sé —dijo la mujer—. Me he enterado de que no te quieren...
—No tenemos donde cobijarnos...
—Esta casa es tu casa...
—¿Puedes recibirnos?
—¿Y cómo podría hacer yo otra cosa? Siempre has sido comprensivo y bueno con nosotros. Todo lo que tenemos, te lo debemos a ti. Todo lo que hay aquí es tuyo... Pero la casa es pequeña y sucia. Incluso, mira, se cae la pared. Haría falta un hombre para levantarla. ¿Quieres introducir a tu mujer en semejante miseria?
—Mejor la miseria que pasar la noche fuera.
—Es cierto. Me marcharé con toda la familia y te dejaré la casa. Pero quizás encontremos una solución mejor. Te acordarás seguramente de que allí, detrás de la casa, hay una peña con una gruta. Es grande y está seca. Uza quería montar la casa en esta gruta, pero tú te marchaste y él no quería hacer nada en tu tierra sin tu permiso. Tenemos nuestro buey en la gruta. Si quieres, iré con vosotros, llevaré fuego. Mi Aziz traerá leña. Una vez encendida la hoguera, la gruta estará caliente. Más arriba en la roca hay un manantial. Calentaremos agua, traeré comida. Os ayudaré en todo. Y si me lo permites, ayudaré a tu mujer. Yo misma he dado a luz muchas veces...
—Te lo ruego, por favor, Ata.
—No pidas nada, tú eres el dueño aquí. Y yo me alegro de que puedo demostrarte mi agradecimiento. ¿Dónde está tu esposa?
—Se ha quedado en la puerta.
Ata salió corriendo. Después de un momento oyó a las dos mujeres hablando. Respiró aliviado. Recitó rápidamente una beraká de acción de gracias. El les había socorrido en el último momento... Cuando ya le parecía que se encontraban en el umbral del desamparo. Y qué curioso: la gruta se encontrara sobre su tierra, y la mujer que se disponía a ayudarles con tanto entusiasmo era esposa del único forastero en su pueblo...
Las nubes habían desaparecido por completo y se ocul¬taban detrás del horizonte. El cielo parecía altísimo. Las estrellas brillaban cada vez más numerosas. Una parte parecía haberse caído al suelo: debían de ser las fogatas de los pastores, que cuidaban los rebaños allí abajo en los prados.
La mujer corrió a su casa y volvió enseguida con una linterna. La débil llama palpitaba entre sus dedos curvados como un pájaro capturado. Tras la mujer, salió el hijo, de unos diez años, con una brazada de leña sobre el hombro.
—Venid, os lo ruego, venid —les invitaba Ata—. Os serviré en todo. Todo lo que hay en mi casa será vuestro...
Oyó que Miriam le decía:
—Eres buena, hermana...
—No me llames así. No puedo ser tu hermana.
—Lo eres...
Caminaban juntas una al lado de otra, cruzaron el campo hacia las rocas que se veían con más nitidez en la creciente claridad, José iba detrás, el perro no se separaba de él. El asno caminaba, como antes, rezagado.
JAN DOBRACZYNSKI