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Ignacio Domínguez
«Filius meus es tu: ego hodie genui te» (II) Nuestra filiación divina
¡Qué dos palabras tan distintas en el Salmo 2!:
Dominus loquetur ad eos in ira: El Señor les hablará increpándoles con ira;
Dominus dixit ad me: Filius: El señor me habló llamándome: Hijo.
Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad (1 Tim 2, 4): la verdad de que Cristo se entregó a la muerte de Cruz, nada más por nuestro bien.
Pero los hombres no sintonizan con los deseos de Dios: tienen oídos, pero no oyen (Sal 134, 17), símiles sunt pecudibus quae pereunt (Sal 48, 13): viven como animales y sólo atienden las insinuaciones de la soberbia que —sinuosa y solapada como una serpiente— les dice: Si desobedecéis, si coméis del árbol prohibido, si planeáis bien el intento... eritis sicut dii: seréis como Dios.
Y Dios entonces —óiganlo bien— tiene que gritarles con ira: Apartaos de mí, malditos; id al fuego del infierno (Mt 26, 41).
El Señor me llamó hijo
Hay tres momentos fundamentales en nuestra filiación divina, que se corresponden —lo hemos visto en la meditación anterior— con los tres momentos de la filiación de Jesucristo:
Praedestinavit nos in adoptionem filiorum (Efes 1, 5): Nos predestinó como hijos adoptivos.
Desde toda la eternidad, Dios Padre nos pre¬destinó a la filiación en Cristo, para que fuésemos santos e inmaculados en su presencia, por el amor.
Qicumque baptizatis estis in Christo, Christum induistis (Gal 3, 27): todos los que habéis sido bautizados en Cristo, os habéis revestido de Cristo.
Es la filiación adoptiva recibida, de hecho, en las aguas bautismales: el hombre se reviste de Cristo hasta poder decir: Ya no vivo yo: es Cristo quien vive en mí (Gál 2, 20).
Iusti fulgebunt sicut sol in regno Patris eorum (Mt 13, 43): todos los justos brillarán como el sol.
Ahora ya somos hijos de Dios, y lo somos de verdad. Pero aún no se ha manifestado todo lo que llegaremos a ser en el cielo: símiles ei erimus (1 Jn 3, 2): seremos semejantes a Jesús. Y con El y como El, todos los justos brillarán como el sol en el Reino de su Padre.
Durante nuestro peregrinar por los caminos de la vida, Dios cuida amorosamente de nosotros: Ni un cabello de vuestra cabeza perecerá sin que lo disponga vuestro Padre del cielo (Lc 21, 18). No hay lugar para dudas o temores: Si cuida con tanto mimo de las aves del cielo y los lirios del campo... ¡cuánto más de nosotros! Por eso, «aprendamos de Jesús. Su actitud, al oponerse a toda gloria humana está en perfecta correlación con la grandeza de una misión única: la del Hijo amadísimo de Dios, que se encarna para salvar a los hombres. Una misión que el cariño del Padre ha rodeado de una solicitud colmada de ternura: Filius meus es tu, ego hodie genui te. Postula a me et dabo tibí gentes hereditatem tuam (Sal 2,7): Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy. Pide, y te daré las gentes como heredad. El cristiano que —siguiendo a Cristo— vive en esa actitud de completa adoración del Padre, recibe también del Señor palabras de amorosa solicitud: Porque espera en rní, lo libraré; lo protegeré porque conoce mi nombre (Sal 90, 14)» (Es Cristo que pasa, nº 62).
Dominus dixit ad me: Filius!
¿Quién lo dijo?: Dominus: El Señor.
¿A quién?: ad me: a mí me lo dijo, a mí personalmente.
¿Qué me dijo?: Filius meus: Hijo, hijo mío.
Dios me llamó hijo suyo: Filius meus es tu.
Esta es la mejor de las palabras de Dios; no podía decirme cosa mejor. Y su palabra es creadora: ¡Qué amor tan grande nos ha tenido el Padre, para que no sólo nos llamemos hijos de Dios, sino que lo seamos de verdad!: nominemur et simus (1 Jn 3, 1).
El optimismo más estupendo, la confianza más profunda, inundan y desbordan el corazón del hombre que medita con fe las palabras del Salmo 2: Filius meus es tu: tú eres Cristo. Efectivamente «somos otros Cristos, el mismo Cristo, llamados también a servir a todos los hombres» (Es Cristo que pasa, nº 45).
Que bramen las gentes como fieras, que los pueblos tracen planes insidiosos, que se alcen a una las potencias del mal... ¡nada importa! ¿Quién podrá apartarnos del amor de Cristo?: ¿el hambre?, ¿el peligro?, ¿la tribulación?, ¿la espada?, ¿la persecución? (Rom 8, 35). Nada ni nadie podrá seducirnos, nada ni nadie podrá arrastrarnos. No hay palabra que pueda igualarse en atractivo o en fuerza a esta palabra del Padre: «Tú eres hijo mío, tú eres Cristo».
«Las palabras no pueden seguir al corazón, que se emociona ante la bondad de Dios. Nos dice: Tú eres mi hijo. No un extraño, no un siervo benévolamente tratado, no un amigo, que ya sería mucho. ¡Hijo! Nos concede vía libre para que vivamos con El la piedad del hijo y, me atrevería a afirmar, también la desvergüenza del hijo de un Padre, que es incapaz de negarle nada» (Es Cristo que pasa, nº 185).
Audi, fili, inclina aurem tuam (Sal 44, 1): Escucha, hijo, inclina tu oído: así le canta Dios al alma.
Escucha... inclina el oído... Dios te quiere, te quiere tanto que está prendado de ti, te quiere para El: concupiscit Deus pulchritudinem tuam.
Audi, fili: la fe entra por el oído;
— audi... oye: la vocación: «Tú eres hijo mío»;
audi... escucha: promesas grandes de fecundidad: «te daré en herencia todas las gentes hasta los confines del orbe»;
audi... atiende: llamada honda a la perseverancia: «dichosos los que se entregan a Dios».
El existencialismo ha puesto el dedo en la llaga al resaltar el aspecto de derelicción en que se siente hundido el hombre de hoy: la sensación de ser simple pieza de una máquina, la progresiva masificación, el anonimato...
Y entonces se produce la rebelión: fremuerunt, meditati sunt inania...
Como el siervo perezoso del Evangelio, el hombre, tras enterrar su sentido de filiación divina, se atreve a decirle a Dios: Señor, sé que eres duro y exigente; que cosechas donde no sembraste, y recoges donde no esparciste. Por eso... (Mt 25, 25).
Pero el hombre está equivocado: Pater amat vos (Jn 16, 27): Dios ama al hombre, y es este amor precisamente el único que puede coadunar a todos en verdadera fraternidad universal.
«El espíritu de avaricia y el espíritu de impureza —pues uno y otro disipan— están divididos contra sí mismos, y ambos pertenecen al reino del diablo; entre los idólatras, el espíritu de Juno y el espíritu de Hércules están divididos contra sí mismos, y ambos pertenecen al reino del diablo; el arriano y el fotiniano ambos a dos son herejes y están divididos contra sí mismos; todos los vicios y todos los errores de los mortales, contrarios entre sí, están divididos contra sí mismos y pertenecen al reino del diablo: su reino, por ello, no podrá quedar en pie» (San Agustín, Sermo 71, 4); los pueblos y las gentes, los príncipes y los reyes de la tierra que convenerunt in unum adversus Dominum et adversus Christum eius, se pusieron de acuerdo en su lucha contra Dios, pertenecen al reino del diablo: y no pueden quedar en pie. «Sólo Dios —como afirma san Agustín— es Autor de la convivencia y de la concordia».
«Abba!» - ¡Padre!
Si Dios nos llamó hijos, la respuesta adecuada por nuestra parte es llamarle Padre. «Ante un Dios que corre hacia nosotros, no podemos callarnos, y le diremos con san Pablo: Abba, Pater! (Rom 8, 15), Padre, ¡Padre mío!, porque, siendo el Creador del Universo, no le importa que no utilicemos títulos altisonantes, ni echa de menos la debida confesión de señorío. Quiere que le llamemos Padre, que saboreemos esa palabra, llenándonos el alma de gozo» (Es Cristo que pasa, nº 64).
Cierto que podemos decir, abrumados por nuestra miseria: No soy digno de que entres en mi casa (22); le podemos decir incluso: Apártate de mí, Señor, que soy hombre pecador (Lc 5, 8).
Pero ese sentimiento no puede alejarnos de Dios, sino acercarnos más a El: Me levantaré e iré a mi Padre y le diré: Padre mío, no merezco llamarme hijo tuyo, pero acógeme al menos como a uno de tus servidores (Lc 15, 19). Y luego, vivir una profunda fidelidad en la casa de Dios;
y rezar cada día diciendo: Padre, santificado sea tu nombre;
y morir —como Cristo— con esta plegaria en los labios: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu.
Junto con la filiación divina, pasa por el corazón del cristiano la filiación mariana: La Virgen es Madre de Dios y Madre nuestra. Por eso, vienen bien, para terminar, unas magníficas palabras de Orígenes: «Nos atrevemos a decir que la flor de las Escrituras son los Evangelios; y la flor de los Evangelios, el de san Juan. Pero nadie sabrá comprender su sentido si no ha reposado en el pecho de Jesús, y recibido de Jesús a María, convertida así en su Madre.
»Ahora bien, para ser otro Juan es preciso poder —como él— ser mostrado por Jesús en calidad de Jesús.
»En efecto, si María no ha tenido otro hijo que Jesús —tal como lo afirman quienes piensan rectamente— y Jesús, señalando a Juan no le dice «ahí tienes otro hijo», sino «ahí tienes a tu hijo», esto equivale a decirle: «Ahí tienes a Jesús a quien tú has dado la vida».
»En consecuencia, todo aquel que se ha consumado en la entrega, ya no vive él sino Cristo en él, y puesto que en él vive Cristo, de él dice Jesús a María: "Ahí tienes a tu hijo: Cristo"» (Orígenes). ».