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6 mayo 2026

JOSÉ. Intrigas en la corte de Herodes

Intrigas en la corte de Herodes

Ya era muy de noche y el palacio real en Sebaste estaba inmerso en el silencio. Pero en una de las salas laterales, un grupito de personas banqueteaban suntuosamente. Había tres hombres recostados ante una mesa repleta de deliciosos manjares. El vino estaba en unos jarrones de cuello alargado.
La servidumbre había preparado la mesa y había sido despedida. En la sala había dos mujeres, pero ellas no pertenecían al servicio. Las dos iban vestidas ricamente. Se sentaron en los lechos al lado de los comensales. Llenaban las copas con vino, acercaban los platos y escuchaban lo que decían los varones. Al principio no hablaban, mas luego la más joven de las mujeres empezó a meter baza. Sus palabras apasionadas y ardientes eran como el aceite echado sobre el fuego. Una túnica fina dejaba transparentar su hermoso cuerpo esbelto. Sus dientes blancos se veían entre los labios carnosos. Cuando movía la cabeza con gesto vivaz, resonaban sus pendientes de oro, y las tiras de perlas coloreadas de la diadema colocada en la cabeza le caían sobre la cara. La mirada de la mujer brillaba detrás de las perlas como los ojos de un felino detrás de las rejas de la jaula que le tiene aprisionado. Los hombres prestaban cada vez más atención a lo que decía.
La segunda mujer, más vieja, seguía en silencio. Tenía la cara triste y la mirada temerosa. Doris, la primera esposa de Herodes, apartada cuando el rey se casó con la representante de la estirpe de los Asmoneos, volvió a la corte del rey en cuanto Herodes, después de ordenar el asesinato de los hijos de Mariamme, nombró sucesor suyo a su hijo primogénito Antípatro. Doris, una beduina sencilla, era consciente de que no volvería nunca a alcanzar la posición privilegiada de esposa real. Además Herodes tenía otras esposas y varias concubinas más jóvenes que Doris. Por esta razón se pegó a su hijo y le atendía. Ahora estaba sentada a los pies de su lecho. Sobre su cara caían también tiras de perlas que le cubrían los ojos. Pero cuando las separaba un momento, se leía en su mirada un temor agazapado.
Ahora hablaba Antípatro, gesticulando con viveza. Estaba enfadado y excitado. Las ventanas de la nariz le temblaban como las de un caballo antes del comienzo de una carrera en el estadio. El hecho de haber sido nombrado sucesor no lo había reconciliado con su padre. Tenía el recuerdo muy vivo de haber sido apartado del trono durante largos años. No confiaba en la volubilidad de Herodes. Los soberanos idumeos le habían legado su violencia y el amor al desenfreno: dos tendencias que sofocaban con extrema facilidad la ponderación.
—Sabéis que se ha hecho cargo con extremada solicitud de los hijos de Alejandro y Aristóbulo —decía—. ¿Qué significa eso? Es fácil de suponer. Mató a sus padres, pero cuida de los hijos. Me escribieron de Roma que tuviera cuidado. Parece ser que el césar comentó, al enterarse de la muerte de los hijos de Mariamme, que con Herodes más vale ser cerdo que hijo...
—Y tenía razón —se rio Ferorás—. No prueba la carne de cerdo para congraciarse con los judíos.
—Probablemente también para congraciarse con ellos cría a esos cachorros. ¡Y eres tú —el dedo de Antípatro apuntaba hacia su tío— quien se ha hecho cargo de ellos!
La voz de Antípatro se convirtió en grito. Pero el rey de Perea permaneció tranquilo. Mientras el otro se desgañifaba, él dejaba caer las palabras con lentitud, acariciándose al mismo tiempo la barba teñida con henné. Aunque mucho más joven que Herodes, ya no era un hombre joven. Ocultaba su edad tiñéndose y rizándose el pelo. A los pies de su lecho estaba sentada su mujer Roxana. Ella era la mujer que se entrometía en la conversación con sus palabras apasionadas. Antes había sido una simple esclava, pero Ferorás se había enamorado tan locamente de ella que la había convertido en su mujer legítima. Por ella había rechazado el matrimonio propuesto por Herodes con Quipros, la hija del rey. Esto había dado lugar a una explosión de furor de Herodes. Pese a las exigencias de su hermano, Ferorás no apartó a Roxana. En la corte se decía que el viejo rey trataba de conquistar a Roxana, pero ella se había resistido a su galanteo. Las relaciones entre los hermanos empezaron a deteriorarse. Ferorás se dejaba influir cada vez más por su mujer, su suegra y su cuñada. Las tres mujeres llegaron a formar a su lado un verdadero consejo del reino, sin cuyo acuerdo no podía emprender nada... Reñían con Salomé, con sus hijas y con las hijas de Herodes. Sin embargo, consideraron oportuno el entendimiento con Doris. Ella no importaba. Se trataba de acercar a Ferorás y a Antípatro.
—Es como has dicho —dijo Ferorás.
— ¡Crías unas víboras! —chilló Antípatro.
—Tranquilo, tranquilo —le acallaba Ferorás—. Y más vale que no grites tanto. Una cosa es lo que quiero y otra lo que tengo que hacer. Herodes me los ha mandado para que cuide de ellos. Detrás de esto hay una trampa. Herodes no quiere enemistarse con los judíos asesinando a los nietos de Mariamme. Preferiría matarlos cuando estén bajo mi protección. Pero yo los voy a cuidar muy mucho.
—¡Cuando crezcan y tengan fuerzas nos arreglarán las cuentas!
—Los dientes de estos cachorros no crecerán tan deprisa. ¡Hasta entonces tiene que haber muchos cambios y habrá cambios!
—¿De qué estás hablando?
Ferorás se acomodó en su lecho y miró con ternura a la mujer sentada a sus pies. Roxana le contestó con una sonrisa zalamera, pero en cuanto el rey hubo vuelto la cabeza, miró a Antípatro. Una chispa de entendimiento apareció en los ojos del sucesor de Herodes y de la hermosa beduina. Ferorás no pudo notarlo. Sin embargo, el intercambio de miradas no pasó inadvertido a los ojos de Doris. La mujer bajó rápidamente la cabeza. No quería que supieran que sus maquinaciones habían sido descubiertas. Doris conocía a Roxana y la temía.
—Tu padre —Ferorás hablaba despacio, acariciándose la barba— decidió que todos en el reino prestaran juramento al césar... Me estoy preguntando con qué fin lo está haciendo.
—¿Temes que te quite la Perea?
—Me preocupo por diversos asuntos que deberían interesarnos a los dos. Por eso estamos hablando. Herodes está envejeciendo. Finge que todavía tiene fuerzas, yo sé sin embargo que le corroe una enfermedad mortal. Te nombró a ti sucesor suyo. Pero sabes qué poco dura su gracia. Te preocupas con la suerte de los nietos de Mariamme. Dejámelo a mí. Tú piensa que tienes hermanos y que cada uno sueña con el poder...
—Ferorás te tiene aprecio, Antípatro —dijo Roxana.
—Ha dicho la verdad —el rey se sonrió—. Te tengo aprecio. Yo tengo en mis manos a los nietos de Mariamme, tú tienes que vigilar a tus hermanos... A mí me parece que Herodes, con su nuevo decreto, se enemistará otra vez con los Judíos. ¿Qué te parece a ti Boarges?
El tercero de los comensales hablaba poco. Tenía el cuerpo blanco y grasiento. Los pequeños ojos entreabiertos surgían apenas visibles de sus mejillas regordetas. El pelo rizado, recogido por una cinta dorada, le caía sobre los hombros redondeados como los de una mujer. Una cadena gorda de la que pendía una placa preciosa se balanceaba sobre su pecho lampiño.
—Tienes razón rey —dijo con voz fina, chillona—. Eso no les va a gustar a los Judíos. La noticia del decreto ya es de dominio público y el descontento va en aumento. Los fariseos soliviantan al pueblo.
—¿Para qué lo habrá mandado? —preguntó Antípatro.
—Ferorás está preocupado también —interpuso Roxana.
—Esperamos que tú, Boarges, nos lo expliques —Ferorás dirigió sus palabras al eunuco.
—El rey —dijo— quiere arreglarles las cuentas a los fariseos...
—¿Qué quieres decir con eso? —le preguntó Ferorás.
— El rey —Boarges hablaba despacio, como reflexionando— hace mucho por los Judíos. Construye un templo para ellos... Y tiene entre los Judíos muchos amigos sinceros...
—Entre los sacerdotes, los saduceos, los comerciantes ricos, los cortesanos... —empezó a desglosar Roxana.
—La reina está en lo cierto —reconoció Boarges—. Pero los fariseos no son amigos del rey. Antes se rebelaron y fueron castigados cruelmente...
—Sin embargo —dijo Antípatro—, últimamente el rey habla también amistosamente con los fariseos...
—¡Con algunos! —interrumpió Roxana.
—Sí, con algunos —dijo Boarges—. A los demás los odia como antes. Si se rebelan, hay madera preparada para mil cruces...
Al pronunciar las últimas palabras, Boarges lanzó una carcajada y su risa sonó como un graznido.
Roxana, recostada al lado de su marido, apoyó los codos en la mesa del banquete. Sus dedos, con las uñas pintadas de rojo como mojadas en sangre, estaban doblados igual que garras.
—¿Me supongo que no nos vamos a preocupar por los fariseos? —lanzó Antípatro.
—No se trata de preocuparnos por ellos —dijo Roxana—. Pero tenemos que recordar que tienen influencia sobre la masa de los am-ha'arez. En el fondo son gente inteligente. Y no son en absoluto enemigos tuyos Antípatro, ni de Ferorás...
—¿Y tú qué sabes? —preguntó Antípatro mirando sorprendido a la mujer.
—Lo sé —dijo ella con aire misterioso—. He hablado con ellos.
—He oído decir que ellos no hablan con mujeres.
—Tal vez no hablen con otras. Conmigo hablan.
—¿Y qué te han dicho?
—Muchas cosas. Que odian a Herodes. Que esperan a un mesías.
—¿Qué es un mesías? —preguntaron los tres a una.
Se echó a reír con risa burlona.
—¡Queréis mandar en los Judíos y no lo sabéis! —se inclinó con todo el cuerpo sobre la mesa—. Yo os lo diré. En los libros hebreos hay escrito que nacerá un mesías. Va a ser un gran jefe, el rey de los Judíos, que llevará a los Judíos a la lucha contra los demás. Vencerá siempre y hará de Israel la nación más poderosa del mundo...
—Divaga —Antípatro se encogió de hombros—. ¿Israel la nación más poderosa del mundo? Sabemos lo que ocurre con las predicciones. Unas se realizan y otras no. Esta no se realizará en absoluto...
—Pero ellos creen en su mesías —dijo Roxana—. Parece ser que lo están esperando hace cientos de años. Dicen que su advenimiento está cercano. Algunos dicen que ya ha nacido...
Pronunció estas palabras recalcándolas especialmente.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Antípatró—. ¿Crees que alguno de los nietos de Mariamme podría ser ese mesías?
Sacudió la cabeza sonriendo misteriosamente.
—Tú no haces más que hablar de esos chicos. Ninguno de los escribas y fariseos aseguran que el mesías nacerá de la estirpe de los Asmoneos. Hay algo en la profecía que hace referencia a la estirpe de David...
—La estirpe de David ha caído muy bajo —hizo notar Boarges—. El rey ha hecho sus investigaciones. Pero son unos simples am-ha'arez.
—Los fariseos consideran que las palabras sobre la estirpe de David no significan nada. Aseguran que podría ser un hombre de una estirpe totalmente desconocida. E incluso de una estirpe extranjera...
Volvió a recalcar la última palabra.
—¿Extranjero? —exclamaron al unísono Antípatró y Ferorás.
—Extranjero— repitió ella triunfalmente. Bajó la voz: —El soberano que asegure la grandeza de los Judíos podría ser reconocido como mesías...
—Si Herodes se entera... —dijo Ferorás.
—Incluso si se entera, no le servirá de nada —lanzó ella—. Ofende la religión judía. Robó el oro de la tumba de su rey. Los fariseos echaron una maldición contra él. Pero uno de vosotros... Tú, Ferorás, o tú, Antípatró...
No llegó a terminar sus palabras, sino que señaló con el dedo terminado con una mancha sangrienta, a su marido y a su primo. Se hizo el silencio. Los dos hombres se miraron mutuamente y bajaron inmediatamente la vista. El silencio se prolongaba. Ferorás fue el que lo rompió.
—Uno de los dos... —empezó.
—Es lo que decían —empezó ella rápidamente—. Ellos no van a defender el derecho de los nietos de Mariamme...
—Pero ¿cuál de los dos? —lanzó duramente Antípatro, como si arrojara una piedra.
—Ferorás es mayor... —dijo Roxana.
El rey de Perea se enderezó. Con gesto solemne se acarició la barba. Por encima de su cabeza la mirada de Roxana volvió a encontrarse con la mirada de Antípatro. La mujer miró con intención. Doris lo notó también esta vez, pero como antes bajó inmediatamente la vista.
—Es cierto, Ferorás, eres mayor... —Antípatro hablaba despacio. Estaba dominando su violencia como si estuviera reteniendo la salida de una cuadriga enganchada a un carro triunfal.
—No lamentarás esta aceptación —en la cara de Ferorás se dibujó una expresión de satisfacción—. No tengo hijo. Si reconoces mi mejor derecho ahora, serás el primero después de mí. Pero —se volvió hacia Roxana— ¿me apoyarán de verdad? -
—Lo han prometido. Dijeron que iban a rezar para obtener una bendición para ti.
Volvió a hacerse el silencio. Ambos poderosos se sumergieron en sus pensamientos. Boarges se acercó a Roxana; le preguntó en un susurro:
—¿Les has hablado de mí, reina?
Movió afirmativamente la cabeza.
—Prometieron obtener una bendición para ti también. Te será devuelto milagrosamente el poder de tener hijos. Pero tienes que estar con nosotros... —lanzó en un tono de admonición.
Antípatro levantó la cabeza.
—¿Y qué tenemos que hacer si Herodes elimina a los fariseos?— preguntó.
—¡Primero tiene que desaparecer él! —silbó la mujer.
* * *
Las lámparas a las que no se había añadido aceite iban disminuyendo su luz. Los hombres bebieron algo más de vino y se pusieron de pie con dificultad. Ferorás fue el primero en dejar la sala apoyado en Roxana. Luego se alejó Antípatro, y detrás de él, como una sombra, iba Doris. Boarges fue el último en salir. En su rostro abotargado había una expresión de arrobamiento.
Las lámparas se apagaban una tras otra. A medida que desaparecía su luz, entraba en la sala el reflejo de la luna.
Cuando se hubo disipado el último eco de los pasos de los que se alejaban, entonces, de un escondite secreto situado bajo una mesita lateral empezó a salir un hombre pequeño. Estuvo haciendo rotar sus hombros que debían de habérsele dormido en el estrecho escondrijo. También se frotó los muslos e hizo varias flexiones. Luego se acercó a la mesa. Comió rápida y glotonamente lo que pudo encontrar en las fuentes. Se sirvió una copa de vino. Se la bebió, se secó los labios con el dorso de la mano. De puntillas se acercó silenciosamente a la puerta. La entreabrió. Se quedó un momento escuchando. Ningún sonido perturbaba el silencio del palacio profundamente dormido. Entonces corrió raudo hacia el ala ocupada por los aposentos de Salomé.
JAN DOBRACZYNSKI