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30 mayo 2026

MARÍA. LA LOCURA DE LA CRUZ

LA LOCURA DE LA CRUZ

La cruz puede parecer algo irracional, una locura. Ya lo decía el Apóstol: «los judíos exigen milagros, los griegos buscan sabiduría. Nosotros, en cambio, predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos y locura para los gentiles». La cruz, sí, puede parecer algo irracional. Pero sucede que la vida humana ha dejado de ser estrictamente racional desde que el pecado —lo más cercano a la irracionalidad, al absurdo— se ha injertado en la raíz de esa vida humana. Las locuras que se cometen a diario, las que cometen hombres clínicamente sanos, son palmarias y buena muestra de lo que digo. Y Dios, que en su amor incomprensible —por infinito— está empeñado en salvar al hombre de su locura, ha querido cometer una «locura» mayor aún que la del hombre: una locura divina. Dios se ha hecho Hombre y se ha clavado en la Cruz. Para redimirnos de este modo magnífico, pero también, sin duda, para llamarnos la atención (para redimirnos bastaba un suspiro de su Humanidad Santísima). Dios quiso hacer algo llamativo, que fuera como un grito cuyo eco pudiera resonar en todo el mundo hasta el fin de los siglos. Dios pensó, seguramente, que cometiendo esa locura los hombres trataríamos de escrutar su sentido y que, al fin, reaccionaríamos, reconoceríamos el inmenso amor de Dios y caeríamos en la cuenta de la tremenda gravedad de nuestra propia locura, el pecado.
La Cruz es un grito, una llamada formidable, divina, a la cordura, a la sensatez. ¡Y cómo se intenta acallar ese grito, cómo se trivializa, cómo se silencia! Los hombres se tapan los oídos y se niegan a razonar. Prefieren ser unos locos a lo bruto y correr tras aquellas cosas que pueden excitar sus concupiscencias, sus soberbias, sus egoísmos, sus estupideces.
¡Hay que decir que no! ¡Hay que rebelarse contra quienes pretenden que vivamos como animales irracionales, sin inteligencia y sin Dios! ¡Hay que meterse por caminos de cordura y de sensatez! Esos caminos —lo sabemos ya— pasan por la Cruz, «porque el lenguaje de la cruz es locura para los que perecen; mas para nosotros que nos salvamos es poder de Dios. Pues está escrito: Inutilizaré la sabiduría de los sabios y anularé la inteligencia de los inteligentes. ¿Dónde está el sabio? ¿Dónde el investigador de este mundo? ¿No entonteció Dios la sabiduría del mundo? Ya que el mundo, por la propia sabiduría, no reconoció a Dios en la sabiduría divina, quiso Dios salvar a los creyentes por la locura de la predicación (...).
Dios eligió lo necio del mundo para confundir a los sabios, lo débil para confundir a los fuertes; lo vil, lo despreciable, lo que es nada, para anular lo que es, para que nadie se gloríe —se envanezca— delante de Dios» Palabras maravillosas, confortantes, de San Pablo, para los que somos poca cosa.
Es posible que hayamos entendido ya que sólo hay dos caminos abiertos para el hombre sobre la tierra: ser loco a lo divino, o ser loco a lo bruto. Ambos géneros de locura raramente se alcanzan de súbito.
El loco a lo bruto comienza poco a poco a dar rienda suelta a sus apetitos vulgares, a los sórdidos instintos de su naturaleza caída. Se va alejando más y más de Dios, hasta que huye ya de modo descarado. De hecho, niega a Dios en la práctica y suele concluir negándole también con la razón, que es el acto (de la razón) más irracional que existe. Se hace imposible en ese estado la mesura, el equilibrio, la templanza, la castidad, el servicio desinteresado al prójimo, y se llega a la ruina espiritual.
La locura a lo divino es la que lleva, en justa correspondencia, a amar a Dios con locura, esto es, sin límites, sin restricciones, sin reservas, sin condiciones, apasionadamente («¿Saber que me quieres tanto, Dios mío, y... no me he vuelto loco?»). Es la locura que llega a amar, también con locura, a la Madre de Dios; la que nos enseña a ser humildes, castos, niños por dentro y recios por dentro y por fuera. Estas cosas —y muchas otras que nos ilumina el trato con María— hacen posible lo que imposible hace la locura propia de los hombres que viven como brutos.
La locura a lo divino es la que nos permite obrar con sensatez, cuerdamente; esto es, con sentido común y sentido sobrenatural, que que¬dan mancos cuando se disyuntan. Es la locura que nos llevaría a enfrentarnos con el mundo entero, si fuera preciso, para defender nuestra fe, nuestra pureza, nuestra vida de la gracia, o la vocación divina que cada uno hemos recibido. Dios, Señor de la vida, sigue exigiendo la vida. «Procuren los fieles cristianos —dice un documento del Concilio Vaticano II— comportarse con sabiduría ante los de fuera (...) con toda confianza y fortaleza apostólica, incluso hasta con derramamiento de sangre». Y, cier¬tamente, si no hubiera que poner en juego la vida por Cristo, bien poco valdrían Cristo y la vida.
Pero, en rigor, cabe una tercera locura, ade¬más de las que han sido objeto de nuestra meditación: la del que no es ni loco a lo bruto ni loco a lo divino y por ello guarda una cierta apariencia de sensatez: no se entusiasma por nada, no es un exaltado —se dirá con admiración—; no hace mal a nadie, no es un pecador... Pero tampoco lucha por ser santo; no se preocupa de otra cosa que de sí mismo. Se dirá que es hombre respetuoso con la libertad de los demás, porque ante el suicidio espiritual del prójimo, jamás ha movido un dedo: ¡que no le hablen de empresas apostólicas! Es el tibio, del que dice el Espíritu Santo: «Conozco tus obras: no eres ni caliente ni frío. Ojalá fueses frío o caliente. Mas porque eres tibio, y no eres caliente ni frío, te voy a vomitar de mi boca» Y siendo esto así, ¿es razonable permanecer en el tenue calorcillo burgués de la tibieza? ¿No es —la tibieza— otro género de locura, la locura de la superficialidad como actitud radical ante la vida, la locura de la irresponsabilidad y la indiferencia?
Parece, pues, bastante claro que es imposible escapar a la locura. Habremos de elegir, por tanto, la más cuerda, la más sensata: la que nos levanta por encima de nuestras miserias y nos diviniza, porque ofrece anchuroso cauce a la gracia de Dios, que viene a posarse en nues¬tras almas, llenándonos de El. Y en virtud de esa gracia, secundada por nuestro esfuerzo personal, hacen su aparición en escena el sosiego, la alegría, el amor a Dios y a los hombres y, con el amor, la entrega sin condiciones. Esta suerte de locura es la que sostendrá, como sólido fundamento, el orden íntimo de cada uno y el orden social en una convivencia pacífica y gozosa.
Eliminar la cruz, huir de ella, o simplemente no abrazarla, y descompensarse el equilibrio personal y social, es todo uno. Se envilecen los instintos y las costumbres, y al final —si Dios no lo remedia— es el caos.
ANTONIO OROZCO