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23 mayo 2026

MARÍA. NECESIDAD DE LA CRUZ

NECESIDAD DE LA CRUZ

Hay en la Liturgia una fiesta dedicada a la Exaltación de la Santa Cruz. En ella la Iglesia nos recuerda que la cruz ya no es un lugar de condenación e ignominia, sino que ha venido a ser lugar de victoria, de amor, de alegría, de eficacia. En ella está nuestra vida, nuestra resurrección y-por ella hemos sido salvados, redimidos y conducidos a la verdadera libertad. De la vida cristiana auténtica, necesariamente enraizada en la Cruz, brota una fuerza inmensa, capaz de atraer a sí todas las cosas: Et ego, si exaltatus fuero a térra, omnia traham ad me ipsum.
Frente a las falsas teologías que pretenden «liberarse» de la Cruz, respondemos con un abrazo fuerte y amoroso al dulce madero, ut non evacuetur crux Christi, para que no se vacíe de su contenido redentor del pecado, la Santa Cruz de Nuestro Señor Jesucristo.
Si me está permitido, propondré una parábola ingeniada por Chesterton, aquel gran humorista y escritor profundo, que llegó al catolicismo guiado por la gracia de Dios, aliada con su extraordinario sentido común. La contaré a mi manera, pero muy ajustadamente a como aparece en la divertidísima obra La esfera y la cruz:
Erase una vez un hombre que sentía verdadero horror a la cruz. Comenzó negándose a tolerarla en su casa colgada de una pared o pendiente del cuello de su mujer. Decía que era una forma arbitraria y fantástica, una monstruosidad intolerable: ¡un hombre clavado en una cruz! Nuestro personaje se tornaba cada día más violento y excéntrico. Como vivía en un país católico y había cruces en los caminos, quería derribarlas. Sobre todo, la cruz que cimbreaba en el campanario de la iglesia parroquial le llenaba de furor. Hasta que, una tarde, no pudo contenerse, y se encaramó hasta la maldita cumbre. Arrancó la cruz blandiéndola en el aire y —era ya de noche— profirió atroces soliloquios, allá en lo alto, bajo las estrellas atónitas.
Poco más tarde —cuando el verano no había concluido aún—, se encaminaba a su casa por un caminito vallado. Fue entonces cuando el demonio de su locura hizo presa de él con esa violencia y demudación tan fuertes que son capaces de trastrocar el mundo. Ninguna luz brillaba, pero él vio con claridad que la empalizada que orientaba su caminar era un ejército de cruces ligadas unas con otras; un ejército que cubría una larga extensión, desde la colina al valle. Enarboló su garrote y se abalanzó sobre ellas, cual Quijote sobre rebaño de ovejas. Y milla tras milla, en todo el camino hasta su casa, fue derribándolas furiosamente. Porque aborrecía la cruz y cada empalizada era una pared de cruces. Llegó a su casa completamente loco. Se desplomó sobre una silla, pero enseguida se levantó como impulsado por un invisible resorte, porque los travesaños del maderamen reiteraban la imagen insufrible de la cruz. Se arrojó en una cama, lo cual no hizo otra cosa que recordarle que el lecho, igual que casi todas las cosas labradas por el hombre, correspondía al diseño maldito. Rompió los muebles porque estaban hechos de cruces. Incendió la casa porque estaba hecha de cruces. Y a la mañana siguiente le hallaron en el río, ya puede imaginarse cómo.
Chesterton concluye su relato diciendo: «es la parábola de todos los racionalistas... Empiezan rompiendo la cruz, y acaban destrozando el mundo habitable». El racionalista, el que pretende que todas las cosas quepan en su limi¬tada capacidad de comprensión, no puede entender el significado que para el cristiano tiene la cruz, in quo est salus vita, et resurrectio nostra, en la que está nuestra salvación, nuestra vida, y nuestra resurrección.
Los que no pueden sufrir la cruz, los que quieren destruirla —eliminarla de la vida humana en la tierra—, acaban destruyendo al menos, su «pequeño mundo», la parcela de mundo por la que andan habitualmente. El marido destroza a su mujer; la mujer destroza a su marido. Ambos destrozan a sus hijos, y los hijos destrozan a sus padres. Los vecinos hacen la vida imposible a sus vecinos. Los de arriba aplastan a los de abajo, y los de abajo levantan el puño contra los de arriba. Es lógico: la experiencia demuestra que para que haya paz, armonía gozosa entre marido y mujer, entre padres e hijos, entre vecinos y entre superiores y súbditos, es imprescindible que cada cual abrace la Cruz y sepa fastidiarse alegremente para poder, así, hacer felices a los demás.
Para ser humana —sencillamente humana— la vida del hombre reclama ya la cruz; debe estar presidida por la cruz. Y, sin cruz, no es posible en la tierra ni la vida, ni el amor, ni la amistad, ni la paz entre los hombres y entre los pueblos. Todo lo terreno se apoya y sostiene sobre la cruzj y, por ello, si se quita la cruz, el mundo se derrumba: estrepitosamente o poco a poco, según la violencia con que la operación se intente llevar a cabo. A mí me parece que ahora, como se procura hacerlo con prisa, el mundo se desmorona con presteza. Harán falta hombres y mujeres muy santos para recomponerlo.
¿No es verdad que sólo cuando se acepta la cruz se hace posible el tesoro del amor, la sonrisa perdurable de la mujer al marido, del marido a la mujer, de los padres a los hijos, de los hijos a los padres, de los vecinos entre sí? Sabemos muy bien que sin sacrificio el amor no perdura; se agosta en lugar de enriquecerse.
ANTONIO OROZCO