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Entrar en el misterio de fe y amor de Cristo y de la Iglesia: la Iglesia doméstica
Como la alianza matrimonial se injerta en la alianza de Dios con los hombres, vive, madura y perdura si se conforma con ésta, si la imita y reproduce sus características.
Por la misma razón, si los esposos cristianos desean conocer con profundidad su alianza mutua, deben reflexionar sobre la alianza de Dios con los hombres; si quieren vivir a fondo su pacto matrimonial, deben seguir el recorrido que aquella indica. Así, descubrirán que un cónyuge llega a Dios a través del otro; que con la fidelidad a su alianza son fieles a la Alianza. Su modo concreto de participar en la gran Alianza de Dios con la humanidad consiste -en buena parte- en desarrollar justamente todas las implicaciones de su mutua unión: es para ellos un modo específico de vivir la unidad con Cristo en la Iglesia, de cumplir la voluntad de Dios, de edificar su reino y glorificar al Padre.
De esas exigencias sobrenaturales y humanas se derivan importantes consecuencias prácticas. En primer lugar, los esposos han de buscar la santidad, de esposa o de esposo, viviendo bien su matrimonio, cumpliendo fielmente, con alegría, los mil pequeños deberes. No pueden los cónyuges pensar que edifican la Iglesia sólo cuando colaboran en la parroquia, o cuando prestan una mano como voluntarios en alguna institución de caridad; en realidad, edifican la Iglesia -además de lo fundamental, que es la participación en la Eucaristía-, primero y sobre todo, cuando edifican su amor mutuo, colmándolo de fidelidad y de fecundidad, cuando edifican su familia, la «Iglesia doméstica». Como repetía san Josemaría, «los casados están llamados a santificar su matrimonio y a santificarse en esa unión; cometerían por eso un grave error, si edificaran su conducta espiritual a espaldas y al margen de su hogar. La vida familiar, las relaciones conyugales, el cuidado y la educación de los hijos, el esfuerzo por sacar económicamente adelante a la familia y por asegurarla y mejorarla, el trato con las otras personas que constituyen la comunidad social, todo eso son situaciones humanas y corrientes que los esposos cristianos deben sobrenaturalizar» (Es Cristo que pasa, n. 23).
Como explica Santo Tomás: «Algunos propagan y conservan la vida espiritual con un ministerio únicamente espiritual: es la tarea del sacramento del Orden; otros lo hacen respecto de la vida a la vez corporal y espiritual, y esto se realiza con el sacramento del Matrimonio, en el que el hombre y la mujer se unen para engendrar la prole y educarla en el culto a Dios» (Summa contra Gentiles, IV, 58).
Si puede decirse que el sacerdocio ministerial supone, de algún modo, una alianza singular dentro de la Alianza, ya que el ministro ordenado es un particular aliado de Cristo, a quien presta ministerialmente su persona y sus facultades para que Él actúe, confeccionando la Eucaristía y perdonando los pecados; también cabe afirmar que la unión matrimonial implica a su vez una particular alianza dentro de la Alianza, pues los esposos «prestan» a Dios su propia comunión de vida, para que en ese pacto y por ese pacto se manifieste el amor y la fecundidad de Cristo y de su Iglesia. Si el sacerdote cristiano se configura como un aliado específico de Cristo en vista de la santificación, la enseñanza y el gobierno de su pueblo; los esposos cristianos participan en la edificación de la Iglesia, ofreciendo al Padre su mutuo amor y nuevos hijos que nacen como fruto de su fe y de la fidelidad entre ellos, de su fe y de su afecto leal a Cristo y a la Iglesia.
San Josemaría lo explicaba de este modo: «A todo cristiano, cualquiera que sea su condición -sacerdote o seglar, casado o célibe-, se le aplican plenamente las palabras del apóstol que se leen precisamente en la epístola de la festividad de la Sagrada Familia: escogidos de Dios, santos y amados (Col 3, 12). Eso somos todos, cada uno en su sitio y en su lugar en el mundo: hombres y mujeres elegidos por Dios para dar testimonio de Cristo y llevar a quienes nos rodean la alegría de saberse hijos de Dios, a pesar de nuestros errores y procurando luchar contra ellos.
»Es muy importante que el sentido vocacional del matrimonio no falte nunca tanto en la catequesis y en la predicación, como en la conciencia de aquellos a quienes Dios quiera en ese camino, ya que están real y verdaderamente llamados a incorporarse en los designios divinos para la salvación de todos los hombres» (Es Cristo que pasa, n. 30).
El cristianismo ha admirado y bendecido siempre la grandeza del amor humano limpio; y ha rechazado categóricamente las teorías que, a lo largo de la historia, de una manera u otra, han intentado denigrarlo, considerarlo impuro, simple remedio a la concupiscencia humana. El especial aprecio del celibato apostólico y de la virginidad, así como la exigencia del celibato sacerdotal, nunca se han basado en el desprecio del matrimonio. Los Padres de la Iglesia entendieron que Jesús quiso asistir a unas bodas en Caná, entre otras cosas, precisamente para aprobar y bendecir el amor humano noble y recto. «El Hijo de Dios va a la boda -predicaba San Máximo de Turín- para santificar con la bendición de su presencia lo que ya desde antiguo había instituido con su poder» (San Máximo de Turín, Homilía 23).
La triste tentación de convertir el vino en agua
Los hombres y las mujeres muchas veces no se demuestran muy conscientes de la dignidad y de la grandeza del amor humano; incluso, encuentran dificultad para apreciar rectamente y vivir la dimensión de esa fidelidad esponsal.
Las circunstancias actuales ponen de relieve, de muchas maneras, esta dificultad: en la facilidad para atentar contra la unión conyugal con el divorcio; en la facilidad legal y económica para practicar el aborto, en fomentar las relaciones sexuales desligadas de la procreación, en la pornografía. Las describió brevemente Juan Pablo II en la primera parte de su exhortación apostólica Familiaris Consortio; y volvió sobre este punto en otras muchas ocasiones, denunciando la difusión de una «cultura de muerte», que intenta suplantar la cultura del amor y de la estimación que la vida merece siempre.
Sin desconocer que, detrás de esas manifestaciones, se esconden muchas veces intereses económicos privados, hay que admitir que están sostenidas por teorías que consideran la ética sexual un tabú que se ha de superar. No es ningún misterio que, desde años atrás, las ideologías dominantes en muchos sitios, abonan una indiscriminada indiferencia ante la conducta sexual: se trata de «una cultura -con palabras de Juan Pablo II- que "banaliza" en gran parte la sexualidad humana, porque la interpreta y la vive de manera reductiva y empobrecida, relacionándola únicamente con el cuerpo y el placer egoísta» (Familiares Consortio, 22-XI-1981, n. 37).
Cristo fue a las bodas para santificarlas; y como signo de su alegría ante la belleza del amor humano, obró el primero de sus grandes milagros: convirtió una gran cantidad de agua en vino de la mejor calidad, al decir del maestresala; y aseguró la alegría a los novios y a sus invitados.
La pequeñez humana, en cambio, parece dispuesta a realizar el prodigio opuesto: convertir el vino generoso en agua -en agua sucia- y robar la alegría a los corazones jóvenes, enfangándolos o apuntando a la deslealtad. Así lo dan a entender algunas disposiciones legales y bastantes actitudes prácticas que van surgiendo en numerosas regiones del orbe. No es aspecto de importancia secundaria; cuando una sociedad carece de las firmes las pilastras de la confianza mutua, del amor que sabe darse y sacrificarse por la persona amada, y de la admiración y el respeto por la vida, se está ya derrumbando. Y no digamos cuando se intentan legalizar convivencias de hecho entre dos personas, o incluso llamar matrimonio a uniones aberrantes, claramente opuestas a la misma naturaleza.
Juan Pablo II habló repetidamente de la ayuda que la fe cristiana puede y debe prestar a la ciencia en este momento, cuando el escepticismo empuja al hombre -en amplios sectores de la investigación y de la cultura- a dudar de su capacidad para alcanzar la verdad (Fides et ratio, nn 45-48). Parafraseando esa afirmación, podemos decir que la vida de los cristianos, en no pocas zonas del mundo, está en condiciones de transmitir nuevo vigor a la sociedad y a la cultura, precisamente renovando la esperanza en el amor humano noble y en la apuesta por la vida.
Los cristianos no son los únicos que advierten el riesgo tremendo, que atraviesa la sociedad occidental tecnológicamente avanzada, a causa de la «cultura de la muerte»; pero ciertamente les afecta una especial responsabilidad -por la fe y el amor sobrenaturales que la gracia de Cristo les otorga- para contribuir a la solución de esos males, que son especialmente graves cuando muchos no los consideran tales. Las iniciativas que pueden desarrollar -y que de hecho ya desarrollan, trabajando codo con codo junto a muchos otros hombres y mujeres conscientes de la silenciosa tragedia que tantas naciones sufren- son muchas y además muy variadas.
Pero estas actividades, aun siendo importantes y necesarias, no son lo definitivo. Lo verdaderamente decisivo para que los cristianos contribuyan a sanear la cultura y la sociedad, en este punto y en muchos otros, se concreta en su ejemplo personal, enterizo y alegre. Lo sugería el mismo Juan Pablo II: «Es la alianza con la Sabiduría divina la que debe ser más profundamente reconstituida en la cultura actual. De tal Sabiduría todo hombre ha sido hecho partícipe por el mismo gesto creador de Dios. Y es únicamente en la fidelidad a esta alianza como las familias de hoy estarán en condiciones de influir positivamente en la construcción de un mundo más justo y fraterno» (Familiares Consortio, n. 8). En particular, se hace necesario difundir «una cultura sexual que sea verdadera y plenamente personal. En efecto, la sexualidad es una riqueza de toda la persona -cuerpo, sentimiento y espíritu- y manifiesta su significado íntimo al llevar la persona hacia el don de sí misma en el amor» (Familiares Consortio, n. 37).
JAVIER ECHEVARRÍA