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2 mayo 2026

MARÍA. LA VIRGEN EN LA SANTA MISA

LA VIRGEN EN LA SANTA MISA

Advertimos ahora que no es justo que sea Jesús el que esté clavado en la Cruz. Nosotros debiéramos estar en su lugar. Pero ya no podemos evitar el dolor de Cristo. Quisiéramos desclavarle; quisiéramos ser gigantes para detener y acallar la masa loca que vocifera y brama —fremuerunt— con insultos a nuestro Dios que muere. Ya no es posible evitarlo. ¡Hagamos, pues, lo que El espera de nosotros! Que nos unamos a su Sacrificio, presente, actual, de un modo amabilísimo sobre el altar, cada vez que se celebra la Santa Misa. La Fe nos enseña que la Santa Misa y el Sacrificio del Calvario son el mismo y único Sacrificio: «Nosotros creemos que la Misa que es celebrada por el sacerdote representando la persona de Cristo, en virtud de la potestad recibida por el sacramento del Orden, y que es ofrecida por él en nombre de Cristo y de los miembros de su Cuerpo Místico, es realmente el Sacrificio del Calvario, que se hace sacramentalmente presente en nuestros altares».
La Santa Misa nos sitúa al pie de la Cruz; venimos a ser contemporáneos del suceso del Gólgota. Y podemos hacer como la Virgen: consentir, ofrecernos con El, ofrecer toda nuestra vida —nuestros pensamientos, afanes, afectos, acciones, amores— identificados con los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús, que eso es participar.
Fue una muy grata sorpresa encontrarme con estos párrafos de! Fundador del Opus Dei: «Para mí, la primera devoción mariana —me gusta verlo así— es la Santa Misa (...). Cada día, al bajar Cristo a las manos del sacerdote, se renueva su presencia real entre nosotros con su Cuerpo, con su Sangre, con su Alma y con su Divinidad: el mismo Cuerpo y la misma Sangre que tomó de las entrañas de María. En el Sacrificio del Altar, la participación de Nuestra Señora nos evoca el silencioso recato con que acompañó la vida de su Hijo, cuando andaba por la tierra de Palestina. La Santa Misa es una acción de la Trinidad; por voluntad del Padre, cooperando el Espíritu Santo, el Hijo se ofrece en oblación redentora. En ese insondable misterio se advierte, como entre ve¬los, el rostro purísimo de María: Hija de Dios Padre, Madre de Dios Hijo, Esposa de Dios Espíritu Santo.
»El trato con Jesús, en el Sacrificio del Altar, trae consigo necesariamente el trato con María, su Madre. Quien encuentra a Jesús, encuentra también a la Virgen sin mancilla, como sucedió a aquellos santos personajes —los Reyes Magos— que fueron a adorar a Cristo: entrando en la casa, hallaron al Niño con María, su Madre. Pero la vida sobrenatural es rica, variada: en otros instantes, llegaremos a Jesús si pasamos antes por María. Nuestra oración a la Santísima Virgen se convierte así en un itinerario que, poco a poco, nos va acercando al Corazón amabilísimo de Jesucristo.
Si junto a la Madre de Dios, con su ejemplo y con su ayuda, participamos estrechamente en el Sacrificio de la Misa, estamos actuando nuestro poder corredentor. Nunca servimos tanto a Dios, a la Iglesia y al mundo como al celebrar o asistir como conviene a la Santa Misa. Vale la pena, cuando a ello nos dispongamos, que acudamos a la Virgen, procurando identificarnos con sus sentimientos —esos que descubrimos en nuestra oración—; para así llegar antes a identificarnos con los de Cristo.
Los que no sois sacerdotes, no sabéis la alegría que nos da subir al altar de la mano de la Madre de Dios, Madre nuestra. Nosotros, los presbíteros —que en el altar somos Cristo— no sabríamos qué hacer allí sin María. Habría un gran vacío, una soledad tan absoluta que ni siquiera Jesús la quiso para sí en el Calvario. Quiso que allí estuviese su Madre.
Junto al sacerdote, que actúa en el altar en la persona de Cristo, encontramos a la Virgen Santa. Ya no llora María. Le invaden la alegría y la gloria del Cielo. Pero Ella sabe que su gozosísimo ahora es fruto de la entrega de entonces; está en conexión íntima con aquel Sacrificio que es este mismo del altar. Y logra que cada uno de nosotros se inserte bien —cada día mejor— en la acción redentora de Cristo y de la Iglesia entera, en la Misa.
Allí toda nuestra vida —puesta con la voluntad sobre el ara— adquiere ese sentido divino, corredentor, apuntado: el trabajo, el descanso, la amistad, todo lo humano noble. Pero de un modo particular, el dolor, tan incomprensible, piedra de escándalo para los hombres de escasa fe. La entereza de la Virgen junto a la Cruz nos enseña que si bien el dolor duele, no es una desgracia, no es una tragedia: es bueno para el alma que lo sufre y —gracias al Sacrificio de la Misa— un bien para toda la humanidad. El dolor no es un signo de que Dios abandona o de que Dios olvida. Dios, al venir a la tierra, elige para sí y para los que ama, el dolor. Es la medicina saludable, fuente de méritos y de gracias para alcanzar la felicidad eterna.
Qué bien lo comprenden esto las almas del Purgatorio. Despojadas de la opacidad de este cuerpo ensombrecido por el pecado, gozan de un conocer mucho más lúcido que el nuestro de las cosas y bienes del espíritu. Según entienden autorizados teólogos, ellas sufren más que los que sufren en la tierra. Y, sin embargo, no cambiarían sus sufrimientos por los mayores placeres de este mundo. Saben que el dolor les purifica y les acerca más y más a Dios, al Cielo; y gozan con su dolor de una gran serenidad, radicada en la esperanza cierta. Saben que el dolor pasa (sólo en el infierno es eterno). Saben que tras el dolor se abre la alegría sin sombras, la felicidad para siempre. «Lo he re¬petido miles de veces —decía Mons. Escrivá de Balaguer—, porque pienso que estas ideas deben estar esculpidas en el corazón de los cristianos: cuando no nos limitamos a tolerar y, en cambio, amamos la contradicción, el dolor físico o moral, y lo ofrecemos a Dios en desagravio por nuestros pecados personales y por los pecados de todos los hombres, entonces os aseguro que esa pena no apesadumbra.
»No se lleva ya una cruz cualquiera, se descubre la Cruz de Cristo, con el consuelo de que se encarga el Redentor de soportar el peso. Nosotros colaboramos como Simón de Cirene que, cuando regresaba de trabajar en su granja pensando en un merecido reposo, se vio forzado a poner sus hombros para ayudar a Jesús. Ser voluntariamente Cireneo de Cristo, acompañar tan de cerca a su Humanidad doliente, reducida a un guiñapo, para un alma enamorada no significa una desventura, trae la certeza de la proximidad de Dios, que nos bendice con esa elección». «Si sabes que esos dolores —físicos o morales— son purificación y mere¬cimiento, bendícelos» « ¡Cómo ennoblecemos el dolor, poniéndolo en el lugar que le corresponde (expiación) en la economía del espíritu! »
Nosotros hemos merecido la Cruz. ¿Por qué, entonces, nos quejamos tanto? Vamos a vivir bien —cada día mejor— la Santa Misa. Y si contemplamos a menudo a Jesús y a su Madre en el Gólgota; si comprendemos un poco la profundidad del misterio, nos sentiremos dichosos al participar del dolor. Seremos fuertes; seremos corredentores; viviremos intensamente la Misa sacramental, y la que dura todo el día cuando lo centramos todo en la Santa Misa.
ANTONIO OROZCO