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Y… llegaron las nupcias
Por encima de su banco en el que iba tomando forma una reja, José miraba repetidamente a Miriam que se movía por la estancia.
Por fin la tenía en su casa y sentía por ello una gran alegría. El traslado de la desposada a la casa del marido se hizo modestamente, pero conforme a la costumbre. La víspera por la noche, José, acompañado por dos jóvenes vestidos con trajes de fiesta, se presentó en casa de Cleofás para recoger a Miriam. La llevaron de casa a su encuentro con el pelo suelto sobre los hombros, con la cara cubierta por un velo que dejaba ver únicamente sus grandes ojos negros, muy abiertos. Llevaba unas placas de oro colgadas en la frente y un vestido recto rígido, que le dificultaba los movimientos.
El cortejo se puso en marcha hacia la casa de José. Los acompañantes llevaban linternas y teas, cantaban cantos nupciales:
Introdúceme, mi rey, en tus aposentos.
Nos alegraremos y gozaremos contigo
Y ensalzaremos más tu amor que el vino...
Encima de ellos se abría un cielo cubierto de multitud de estrellas. La vista se perdía en el espacio oscuro. El camino de una casa a otra era muy corto, por lo que se repitió para poder cantar más canciones. Luego se cantó delante de la casa. Miriam, acompañada de sus damas de honor, entró en la casa.
El alba inundó la ciudad, ellos seguían cantando y dirigiendo el baile. La fiesta no había hecho más que empezar; iba a durar todo el día y toda la noche siguientes. Delante de la casa se colocaron las mesas para los invitados que se divertían. El servicio de mesa no era espléndido, no se puso mucho de comer ni de beber. Miriam, que sabía de las dificultades de Cleofás, le pidió que no gastara mucho en el banquete nupcial. Además, el círculo de los amigos no era muy amplio.
José, conforme a la costumbre, después de traer a su mujer a casa, se marchó. Durante todo el día permaneció en la pradera que dominaba la ciudad. Meditaba y rezaba. La unión le daba mucha alegría, pero sentía también que al lado de este gozo iba una cierta intranquilidad. Mientras Miriam estaba lejos, la echaba de menos. La añoranza creaba ilusiones con las que vivía. Le ayudaban en el sacrificio de la espera. La cercanía podría despertar un deseo humano natural. Se conocía demasiado bien para hacerse ilusiones, necesitaría una fuerza grande y la ayuda del Altísimo. El, que lo quería, tenía que prestar Su ayuda.
En vano buscaba la flor blanca entre las matas de la vegetación. No estaba el misterioso enviado que le había preguntado si estaba dispuesto a ser la sombra del verdadero Padre. Volvían a brotar las dudas como la hierba cortada. Sentía que no bastaba con convencerse una sola vez. ¡El deseo natural de felicidad humana estará siempre clamando e intentando quebrantar nuestra decisión!
Luchaba consigo mismo y rezaba. Solo ahora —cuando estuvo a punto de perderla— se daba cuenta de la magnitud de su amor por Miriam. Desde el primer instante la amó con un sentimiento semejante a una iluminación. Las personas despiertan de una iluminación. Pero para él los días transcurrían uno tras otro, y su amor seguía siendo siempre lleno de respeto y de admiración.
El Niño que ha de nacer —pensaba—, aun uniéndoles ¿les separará al mismo tiempo? ¿El mundo secreto de Miriam no se cerrará para él de manera inapelable? Había tomado la decisión de aceptarlo. Pese a esta decisión germinaba la esperanza. El Niño iba a nacer y luego iba a convertirse en alguien extraordinario. El Salvador del pueblo, como lo anunciaban los profetas. El Vencedor del mundo entero, como le presentaban los escribas... Su grandeza estaba por encima del amor de dos personas. ¿Qué quedaría en el prado pisoteado por los cascos de Su corcel de combate? ¿Tal vez llegaría el momento en que los padres dejasen de serle imprescindibles y podrían entonces refugiarse el uno en el otro? ¿Quizás se quedarían juntos en casa cuando El volase hacia Sus grandes empresas?
¿Pero sería ella capaz de amar al mismo tiempo a este Hijo milagrosamente enviado y amarle a él, que no era más que una sombra? El amor de la madre para su hijo nace del amor para el padre. ¡Y El no será mi Hijo! Tendrá a Su verdadero Padre, que extenderá sobre El y sobre Su madre el manto de Su protección. Yo seré siempre una sombra. Las sombras desaparecen cuando sale el sol...
Y de nuevo le inundó el corazón una ola de pesadumbre. Pero simultáneamente, de lo más profundo de sus entrañas, brotó un pensamiento opuesto al sentimiento que le llevaba a envidiar al Hijo el afecto de Su madre... Es cierto, se le exigía que fuera sólo una sombra. Pero Aquel que iba a nacer no le era ni podía serle indiferente. No fue sólo el deseo de obedecer lo que le llevó a prescindir del derecho a la más hermosa de las mujeres. No sólo le mandaron esperarla. También esperaba a Aquel que iba a nacer como Hijo suyo. Un sueño le había exigido que cediera ante el otro. No podía luchar con el amor de ella hacia el Hijo. Había que aceptarlo. Había que ceder. Aquel otro amor era más grande. Si no fuera tan grande, ella no habría sido elegida. De la misma manera que había creído en lo que ocurrió, tenía que entregarse con confianza en las manos de Miriam. No preocuparse por lo que quedaba para él. Dejar que ella decidiera de sus vidas. Alegrarse con lo que recibiera. En su alrededor no ocurría lo mismo: los maridos escogen, los hombres deciden, las esposas están obligadas a obedecer y servir. En su matrimonio él sería el sometido, él esperaría para poder participar en el amor de los otros dos...
* * *
Cuando llegó el atardecer oyó las llamadas de los acompañantes. Vinieron a buscarle para llevarle al último acto de la ceremonia. Los tres bajaron de la ladera. No decían nada. Caminaban en silencio y a José le parecía oír el latir de su propio corazón.
Ya se veían desde lejos las luces de numerosas linternas encendidas ante la casa. Unas cuantas lucecitas se separaron del montón yendo al encuentro de los hombres que se acercaban. Eran las damas de honor, que venían al encuen¬tro del desposado. En seguida estuvieron a su lado. Unas linternas ardían con una llama larga otras con una llamita débil. Se levantó el viento, entonces las damas protegieron las llamas con sus manos. Los dedos de las muchachas transparentando la luz de las llamas tenían la forma de conchas marinas. Las damas rodearon a José y le llevaron hacia los invitados reunidos. Caminaban cantando.
Los invitados a la boda esperaban delante de la casa. Vio a Miriam en medio, vestida con la misma ropa nupcial rígida. Mientras unas damas conducían a José, otras, cantando también, le traían a la desposada. Los invitados lanzaban granos a puñados sobre la pareja que se estaba acercando mutuamente. Las llamas también fueron cubiertas con incienso, por lo que los dos grupos que se acercaban iban envueltos en una nube aromática. Por fin la pareja se reunió. José extendió las manos y despacio, con unción, quitó el velo que cubría la cara de Miriam. En el fulgor parpadeante de las luces miraba la cara cansada, pálida, emocionada. A pesar de las ojeras, nunca le había parecido tan hermosa, más deseada, y al mismo tiempo más inalcanzable. Si no hubiera considerado que era preciso hacer lo que manda la costumbre, se habría arrodillado delante de ella. Se sentía como un pastor de las montañas que recibía a una princesa por esposa y con ella su reino... Se le planteó de repente: ¿Qué le puedo dar a ella que lo ha recibido todo? ¿Una protección de cara a la gente para unos meses? Cuando nazca el Niño, todo cambiará. El Hijo prodigioso rodeará a su madre con una poderosa protección. ¿Qué iba a quedar para él?
Pero rechazó inmediatamente estas ideas. Incluso si toda su vida tuviera que limitarse a estos pocos meses de servicio, su amor estaba dispuesto a conformase con eso. Mirándola a los ojos decía: si he de serte útil para este poco tiempo, acéptame. Sus ojos estaban llenos de ternura. No hablaban de ningún plazo, solo esperaban amor. A cambio de esa mirada suya quería ser generoso hasta el límite del anonadamiento...
* * *
Después transcurrieron los días. La tenía siempre a su lado. Miriam se adaptó con una extraordinaria facilidad a sus nuevos quehaceres. Se sintió de pronto rodeado de atenciones. Ella estaba siempre dispuesta para cualquier servicio, continuamente deseosa a ayudarle en todo. Él no tenía que mencionar siquiera ningún trabajo doméstico. Todo estaba dispuesto a tiempo. Miriam limpiaba la casa y el taller, lavaba la ropa, remendaba los vestidos, cocinaba, atendía el burro. Llevaba agua de la fuente y no permitía que lo hiciera por ella. «No; José, no —decía—. El agua la llevan las mujeres. No podemos llamar la atención. Y yo me siento bien y este esfuerzo no me hace ningún daño.»
El cedió, como cedía en todo apenas ella expresaba un deseo. Sólo que cada gota de agua adquiría para él un precio incalculable. No tomaba ninguna decisión sin consultar antes con Miriam. Sofocaba cualquier atisbo de orgullo varonil. Su amor ardía con voluntad de sacrificio, que apagaba cualquier deseo incipiente.
Quería precisamente avisar a Miriam de algo y preguntarle algo. La observaba con el rabillo del ojo. Veía sus movimientos pausados y las señales cada vez más patentes de su embarazo muy avanzado. Lo llevaba con serenidad, sin queja alguna. Qué distinta era de aquellas mujeres que se pasaban el tiempo quejándose y lamentándose.
—Miriam —empezó tímidamente.
Dejó lo que estaba haciendo y se acercó al taller.
—¿Necesitas algo José?
—No sé si lo has oído... Esta mañana un mensajero leyó en la ciudad un decreto real...
—Oí la trompeta, pero no bajé. ¿De qué se trataba?
—Proclamó la orden, de que todos, en este mismo mes, se presenten en su lugar de nacimiento para inscribirse en los libros de familia.
—¿Para qué tienen que inscribirse?
—La inscripción será equivalente a prestar juramento de obediencia al emperador romano.
—¿A ti que te parece?
—A mí me parece que no hay por qué indignarse como lo hacen algunos... Nuestros propios reyes solicitaron antaño la protección de Roma. Los Romanos son paganos. Pero no nos imponen sus dioses. Nos permiten vivir en nuestra fe y nuestras costumbres. Gracias a ellos se acabaron las guerras...
—Si nos protegen de las guerras, nos han dado mucho...
—Apoyan al rey Herodes, y él, en agradecimiento, exhorta a prestar este juramento. El rey Herodes es odiado por todo el mundo aquí...
—¡Cómo debe de dolerle, si sabe que está rodeado de semejante odio! El hombre odiado por los demás se convierte muchas veces en malo por culpa de este odio.
—Sin embargo él, ya lo sabes, mandó colocar un águila en la pared del Templo. Cogió el oro de la tumba del rey David. Mando ejecutar a la reina Mariamme, y luego a sus hijos...
—Puesto que ha hecho tantas cosas malas, hay que rezar mucho por él...
Se calló un momento. Había oído decir más de una vez que había que rezar para que el Altísimo castigase a Herodes por sus crímenes. Sin embargo, el deseo de su mujer de rezar por el rey malvado le parecía mejor, aunque nunca había sido él el primero en decirlo. De nuevo tuvo la sensación de que era ella quien le llevaba por un camino a la vez audaz y cautivador.
—¿Entonces consideras que debería ir a Belén? —preguntó.
—Puesto que lo exige el decreto real...
—Pero acuérdate de que te dije que mi hermano Seba vino a verme y me aconsejó que no volviera a Belén. Ellos están continuamente asustados.
—¿Con razón?
—A mí me parece que son temores infundados.
—Has respetado su voluntad mientras no existía este decreto. Si no vas a Belén, te vas a exponer a la ira de los funcionarios reales. Atraerás todavía más la atención sobre ti.
—He pensado lo mismo. Pero no puedo dejarte aquí sin protección.
—No estoy sin protección. Tengo a mi hermana. Pero pienso que no estaría mal que yo fuera contigo...
—¿Tú? ¿Conmigo? ¡Es imposible! Un camino tan largo. Y la estación se ha adelantado demasiado para viajar. ¿Y qué ocurriría si durante el camino se produjeran algunos disturbios? La gente se rebela, se opone, protesta contra Herodes. ¿Y si se diera entonces la contraseña para el levantamiento?
—Del dicho al hecho va un trecho. Soy fuerte y no temo las dificultades del viaje. Y pienso que vas a tu pueblo natal, creo que deberías llevarme contigo para presentarme a los tuyos...
— ¡Pero tu estado, Miriam!
Normalmente, cuando tocaba este tema, se expresaba como si mencionaran un tesoro de gran valía que estaba en la casa, del que no convenía hablar en voz alta.
—No tengo miedo —repitió ella.
—¿Y si El necesita —dijo ella— nacer en tierra de Sus padres?
Sonó como una pregunta, pero había tanta convicción en la voz de Miriam, que él dejó de oponerse tomando sus palabras como una decisión, a la que estaba dispuesto a someterse. Se sintió conmovido de que quisiera entregar con tanta confianza el Niño que iba a nacer bajo la protección de su estirpe.
—Puesto que piensas así —dijo—, nos pondremos en camino. Habrá que salir cuanto antes. Pasado mañana mismo. Durante el día de mañana podrás preparar la comida para el viaje y yo terminaré los trabajos encargados. No quisiera dejarlos sin terminar.
JAN DOBRACZYNSKI