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Buscar en la Eucaristía la fuerza para hablar y obrar «en el nombre de Jesús»
La expansión de la Iglesia empezó el día de Pentecostés, desde el Cenáculo, donde cincuenta días antes los discípulos habían celebrado con Jesús la nueva Pascua. La novedad del amor de Jesús, con la llegada del Paráclito prometido, echó entonces raíces firmes en sus Apóstoles; y con su correspondencia libre y espontánea realizaron el deseo del Señor, que les manifestó también aquella noche última: «Que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca» (Jn 15, 16). El calor del Cenáculo se había convertido en fuego y viento impetuoso, que propagaría suave y fuertemente la Palabra hasta los confines del mundo y de la historia.
También nosotros, con el encendimiento y el impulso de la Eucaristía, a partir de nuestra entrega y de nuestro amor a todas las gentes, iremos a sembrar para gloria de Dios, esta semilla en las almas. Nuestra experiencia de Cristo es real, no se queda en una ficción: verdaderamente le tocamos, le vemos, le oímos, como aquellos primeros, con la diferencia de que esa experiencia se realiza a través del velo sacramental. Por eso, los cristianos de hoy, como los discípulos que miraron y escucharon a Jesús, estamos de algún modo en condiciones de repetir: «Nosotros no podemos dejar de hablar lo que hemos visto y oído» (Hch 4, 20). Alimentada por la Eucaristía, el alma sacerdotal se muestra y actúa como alma apostólica.
Dialogando con Jesús en la Eucaristía, todos los cristianos, como aquellos primeros que experimentaron su cariño omnipotente y salvífico, aprenderemos de esa presencia suya - silenciosa y constante- a ser humildes, serviciales, pacientes; seremos como Cristo, nos identificaremos con El, nos haremos una cosa con Él; actuaremos como escribía san Pablo : «No por rivalidad ni por vanagloria, sino con humildad, considerando cada uno a los otros como superiores, buscando no el propio interés, sino el de los otros. Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús» (Flp 2, 3-5). E igualmente progresaremos en la decisión de ocuparnos de las cosas del Padre, con generosidad infatigable para que cuantos nos rodean -parientes, amigos, colegas- descubran su vocación de hijos de Dios en Cristo.
Desde el Cenáculo, desde su devoción eucarística, el apóstol comprende la magnífica posibilidad y la obligación de hablar «en nombre de Jesús». Esta expresión aparece muchas veces en los Hechos de los Apóstoles y en las cartas paulinas (cfr. Hch 3, 6; 4, 10; 4, 18; 5, 28; 5, 40; Col 3, 17; etc.). Su reiteración nos evidencia que así entendían ellos su misión apostólica; y así también hemos de asumirla nosotros.
En la visión bíblica, al nombre se le atribuye mucha importancia; no sucede así hoy en la cultura occidental, donde reviste una función casi exclusivamente anagráfica. Entonces no sólo indicaba la persona sino que la presentaba a los demás; revelaba su calidad, su autoridad, su poder. En el caso de Yahveh, el nombre denominaba su perfección y su presencia; prescribir, mandar, invocar el nombre de Yahveh, como aparece en tantas ocasiones, era aludir a toda su grandeza y poder. Jesús tiene un Nombre glorioso y omnipotente: es el Señor, Dios que salva de los pecados (cfr. Mt 1, 21), que envía al Espíritu Santo (cfr. Jn 14,26), que intercede por sus fieles (cfr. Jil 14, 13; 15, 16), que funda la esperanza de los pueblos (cfr. Mt 12, 21), que recibe toda adoración y gloria (cfr. Flp 2, 9-11).
Por la fe, el hombre que cree, que ajusta su vida a esa virtud, participa de la gloria y del poder de ese Nombre y lo anuncia con la eficacia del mismo Jesús: «El que a vosotros oye, a mí me oye» (Lc 10, 16). Los Hechos de los Apóstoles narran que esa eficacia se revelaba en abundantes conversiones a Cristo y a sus enseñanzas; y, en ocasiones, la omnipotencia de ese Nombre se mostró también en milagros estupendos.
Los cristianos actuamos no pocas veces como si aquellos portentos fuesen algo exclusivo de aquel tiempo pasado, que hoy ya no se repiten, ni se repetirán. Con esa apreciación superficial e inexacta, nos eximimos irresponsablemente de anunciar el Nombre de Jesús. San Josemaría, para poner remedio a esos razonamientos comodones, solía recordar que también nosotros, hoy, podemos ser instrumentos de Cristo y realizar en su nombre esas obras extraordinarias. « Si tuviéramos fe recia y vivida, y diéramos a conocer audazmente a Cristo, veríamos que ante nuestros ojos se realizan milagros como los de la época apostólica.
»Porque ahora también se devuelve la vista a ciegos, que habían perdido la capacidad de mirar al cielo y de contemplar las maravillas de Dios; se da la libertad a cojos y tullidos, que se encontraban atados por sus apasionamientos y cuyos corazones no sabían ya amar; se hace oír a sordos, que no deseaban saber de Dios; se logra que hablen los mudos, que tenían atenazada la lengua porque no querían confesar sus derrotas; se resucita a muertos, en los que el pecado había destruido la vida. Comprobamos una vez más que la palabra de Dios es viva y eficaz, y más penetrante que cualquier espada de dos filos (Hb 4, 12) y, lo mismo que los primeros fieles cristianos, nos alegramos al admirar la fuerza del Espíritu Santo y su acción en la inteligencia y en la voluntad de sus criaturas» (Es Cristo que pasa, n. 131).
Nuestros contemporáneos, no menos que los hombres y las mujeres de otras épocas, experimentan en lo más hondo de sus corazones la necesidad de encontrar a Alguien que sacie sus hambres de vida eterna. Lo advertía Juan Pablo II, en su Carta apostólica programática para el nuevo siglo. Comentando el deseo de algunos griegos por ver a Jesús, que nos relata el Evangelio (cfr. Jn 12, 21), el Papa escribía: « Como aquellos peregrinos de hace dos mil años, los hombres de nuestro tiempo, quizás no siempre conscientemente, piden a los creyentes de hoy no solo "hablar" de Cristo, sino en cierto modo hacérselo "ver". ¿Y no es quizá cometido de la Iglesia reflejar la luz de Cristo en cada época de la historia y hacer resplandecer también su rostro ante las generaciones del nuevo milenio?
»Nuestro testimonio sería, además, enormemente deficiente si nosotros no fuésemos los primeros contempladores de su rostro.
JAVIER ECHEVARRÍA