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30 abril 2026

EUCARISTÍA. Perseverar en el amor hasta decir como Cristo: « Esto es mi cuerpo»

Perseverar en el amor hasta decir como Cristo: « Esto es mi cuerpo»

La filiación divina impulsa a anunciar a Cristo; la unión con Él conduce necesariamente a la acción apostólica. Pero también debemos considerar, complementariamente, que sólo a través de una acción apostólica perseverante y eficaz, puede el discípulo llegar a la plena identificación con el Maestro. Para avanzar en el camino hacia la santidad, es preciso actuar de veras como apóstol; que la caridad perfeccione la fe llenándola de obras que la manifiesten; hablar de Cristo a los demás, testimoniar la verdad y el amor de Cristo a los hombres; sólo así el que se sabe llamado por Dios arrastrará hacia Él a otras personas, como peces hacia la red del pescador (cfr. Lc 5, 10).
San Juan relata que aquella noche última Jesús insistía a los suyos: «Permaneced en mi amor» (Jn 15, 9). El Señor no pide solamente que le correspondan siempre, sino que permanezcan en su amor: que le amen siempre con el amor con que Él les ha amado y les ama; y que remite, a la vez, al amor que el Padre tiene al Hijo y al que el Hijo tiene al Padre; que lleva al Hijo a dar por entero su vida humana al Padre en sacrificio, y que lleva al Padre a dar vida gloriosa al Hijo en la resurrección. Amar, pues, con el amor de Dios: no con la medida de nuestros corazones, sino con la medida del corazón de Dios, que es infinito (Surco. n. 813).
La perseverancia en el amor es cierta perfección del amor mismo, una cualidad que lo avalora y que demuestra su autenticidad. El corazón humano sufre los vaivenes de la vida, está expuesto a la inconstancia porque se apega a lo sensible, que cambia y desaparece; por eso el hombre tiende fácilmente a abandonar la búsqueda de los ideales nobles y altos, que cuestan esfuerzo y exigen perseverancia. El amor de Dios, en cambio, es incendio, fuego de Pentecostés; es amor de locura, que conduce con alegría a la propia inmolación por la salvación de los hombres; amor que se mantiene fiel hasta el fina1, hasta decir «todo está cumplido» (cfr. Jn, 19 ,30).
La perseverancia en el amor, que Jesús pide a los suyos, implica perseverancia en el cumplimiento de sus mandamientos (cfr. Jn 15, 10) y se manifiesta en la abundancia de fruto que glorificará al Padre (cfr. Jn 15, 7-8), fruto no superficial y pasajero, sino estable y permanente (cfr. Jn 15, 17). Es fidelidad en la lucha por cumplir su Voluntad, por transformar en fruto la semilla de vida divina que Él ha depositado en nosotros: fruto de virtud en la conducta personal y fruto de almas en el trato con los otros.
Es preciso insistir en ambas cosas: en la lucha ascética personal por identificarnos con Cristo, en la acción apostólica para ser pescadores de hombres. Porque, en definitiva, una y otra son expresión del amor de Cristo, que desea poseer nuestras almas, señorear en nuestras vidas y en las de los demás. En las dos vertientes se debe porfiar, volver a la carga, recomenzar, precisar objetivos, dejarse orientar por los que saben más, pedirles ayuda para acertar. Y, sobre todo, contar con el Maestro y Modelo, permitir que nos dirija el Paráclito. Muchas veces, la lucha personal consistirá precisamente en realizar un plan apostólico; en vencer este o aquel otro respeto humano y hablar de Cristo a una persona amiga; en dejar de lado la propia comodidad y los propios planes, para conversar con alguien o atender una actividad de formación cristiana; en superar la timidez o la cobardía para corregir a otro o invitarle a ser más generoso con Dios.
También san Lucas nos ha transmitido, en varias ocasiones, la recomendación de Jesús sobre la importancia de la paciencia y de la perseverancia en la tarea espiritual y apostólica. En la parábola del sembrador (cfr. Lc 8, 5-15), la tierra buena produce fruto gracias a la perseverancia en acoger la Palabra con corazón bueno y óptimo. El Crisóstomo explica que en eso precisamente se distingue del sendero, de la piedra y de la tierra llena de espinas. El primero se desentiende de la Palabra, se muestra negligente, indiferente; la segunda carece de fortaleza para resistir las tentaciones y para superar los obstáculos; pronto abandona los propósitos de lucha y permite que mueran los ideales de santidad; la tercera no concede a la Palabra su importancia principal, tolera demasiados intereses y gustos contrarios a esa Verdad, y al final la ahoga. Sólo el campo bueno se mantiene fuerte y estable en el interés por atribuir a la Palabra de Dios la primacía absoluta, superando las tentaciones de dar preferencia a otras palabras y propuestas (San Juan Crisóstomo, Homilías sobre el Evangelio de San Mateo 45).
Y en el discurso escatológico, después de anunciar las tribulaciones de aquellos días, el Señor afirmó: «Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas» (Lc 21, 19). El texto permite entender «poseeréis vuestras almas», y así lo leyeron los Padres, siguiendo la Vulgata (San Gregorio Magno, Homilías sobre los Evangelios 35). Este significado en realidad no difiere del anterior: la salvación del alma significa su posesión, el señorío sobre nosotros mismos con la ayuda de Dios; y esa salvación se logra como se alcanza la posesión de cualquier bien: después de un proceso de adquisición, después de contratar y definir los detalles de la compra o de la herencia, después de luchar por conseguirlo.
En las dos ocasiones, la frase del Señor apunta a lo mismo: a inculcarnos que la identificación con Él (la salvación personal, el fruto de toda la vida) no se consigue en un instante: requiere por nuestra parte continua atención con una perseverancia fiel hasta el final; exige no apartarse del camino, rechazar la mala impaciencia y no descuidar el esfuerzo por conquistar el premio, «a pesar de los pesares». Famosas y claras se nos presentan las palabras de santa Teresa a este respecto: «No parar hasta el fin, que es llegar a beber de esta agua de vida (...). Digo que importa mucho, y el todo, una grande y muy determinada determinación de no parar hasta llegar a ella, venga lo que viniere, suceda lo que sucediere, trabájese lo que se trabajare, murmure quien murmurare, siquiera llegue allá, siquiera se muera en el camino o no tenga corazón para los trabajos que hay en él, siquiera se hunda el mundo» (Santa Teresa de Jesús, Camino de perfección, 21, 2).
Pescar almas para Cristo no carece de dificultades, pero a esa tarea convoca el Señor a los cristianos. «Desde ahora serás pescador de hombres» (Lc 5, 10), dijo el Señor a Pedro, junto al lago de Genesaret, y nos lo repite a cada uno. El Santo Padre Benedicto XVI, en la homilía de la Misa de inauguración de su ministerio petrino, se extendió sobre este punto. «También hoy se dice a la Iglesia y a los sucesores de los apóstoles que se adentren en el mar de la historia y echen las redes, para conquistar a los hombres para el Evangelio, para Dios, para Cristo, para la vida verdadera.
»Los Padres han dedicado también un comentario muy particular a esta tarea singular. Dicen así: para el pez, creado para vivir en el agua, resulta mortal sacarlo del mar. Se le priva de su elemento vital para convertirlo en alimento del hombre. Pero en la misión del pescador de hombres ocurre lo contrario. Los hombres vivimos alienados, en las aguas saladas del sufrimiento y de la muerte; en un mar de oscuridad, sin luz. La red del Evangelio nos rescata de las aguas de la muerte y nos lleva al resplandor de la luz de Dios, en la vida verdadera.
»Así es, efectivamente: en la misión de pescador de hombres, siguiendo a Cristo, hace falta sacar a los hombres del mar salado por todas las alienaciones y llevarlo a la tierra de la vida, a la luz de Dios. Así es, en verdad: nosotros existimos para enseñar Dios a los hombres. Y únicamente donde se ve a Dios, comienza realmente la vida. Sólo cuando encontramos en Cristo al Dios vivo, conocemos lo que es la vida. No somos el producto casual y sin sentido de la evolución. Cada uno de nosotros es el fruto de un pensamiento de Dios. Cada uno de nosotros es querido, cada uno es amado, cada uno es necesario. Nada hay más hermoso que haber sido alcanzados, sorprendidos, por el Evangelio, por Cristo. Nada más bello que conocerle y comunicar a los otros la amistad con él. La tarea del pastor, del pescador de hombres, puede parecer a veces gravosa. Pero es gozosa y grande, porque en definitiva es un servicio a la alegría, a la alegría de Dios que quiere hacer su entrada en el mundo» (Benedicto X V I, Homilía en la Misa de comienzo de su ministerio petrino).
Los hombres, como los peces cuando se sienten pescados, nos resistimos a rendir nuestra cabeza y a entregar nuestro corazón. Pero Jesús se ha quedado en la Eucaristía y nos ha enviado al Espíritu Santo, precisamente para que no abandonemos la lucha personal ni la labor de almas. Explica santo Tomás que este sacramento, en lo que de su contenido depende, no sólo confiere la gracia y la virtud de la caridad, sino que «excita sus actos», urge a la caridad (Suma teológica, III, q. 79, a. 1 ad 2): a la lucha, a la acción apostólica. La frecuencia y la intensidad de la devoción eucarística se han demostrado siempre necesarias para perseverar en el empeño. Al tratar a Jesús Sacramentado, el hijo de Dios se conforma más y más con el Hijo por efecto de la acción suya y del Paráclito; y llegará un momento en que, como Él, también podrá decir mirando su vida: «Esto es mi cuerpo, entregado por vosotros». Identificado con su Maestro, el discípulo habrá dado su cuerpo, su sangre, su tiempo, sus posibilidades humanas, en el esfuerzo apostólico por imitar a Cristo y llevarle a sus hermanos los hombres.
JAVIER ECHEVARRÍA