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29 abril 2026

JOSÉ. De nuevo se encuentra con María

José de nuevo se encuentra con María
Ya era de día y el sol estaba muy alto en el cielo cuando empezó a bajar.
La ciudad a sus pies despertaba. Balaban los rebaños que salían a pastar, rebuznaban los asnos cargados, los porteadores de agua hacían oír sus gritos, resonaban centenares de voces humanas.
Ahora sabía cómo actuar: iría a casa de Cleofás y le pediría con humildad su permiso para llevar a Miriam a su casa. Cuando estuviesen viviendo juntos se acallarían las risas y las mofas. Después de cierto tiempo sería necesario abandonar Nazaret. Irían a Belén. Se instalarían en la tierra de sus padres. Era preciso que el Niño, para quien iba a hacer de padre, fuera un miembro de la estirpe.
Embebido en estos pensamientos, caminaba deprisa. Y ya cerca de su casa, vio a Cleofás de pie delante de la puerta abierta. La turbación ahuyentó al entusiasmo. Se detuvo, preguntándose qué era lo que iba a oír. Cleofás salió a su encuentro apurado, pero radiante.
—He venido a primera hora —empezó—. He visto la puerta abierta y tú no estabas... No sabía qué te habría pasado— bajó la vista confuso, se pasó la mano por el antebrazo velludo—. No he dormido en toda la noche.
Estaban frente a frente, ambos intimidados, sin saber qué decir.
—Perdóname... —empezó de nuevo Cleofás—. Ayer dije unas palabras hirientes, duras... No tenía que haber hablado así... Eres mi amigo, eres mejor, más sabio que yo... Te admiro...
José hizo un gesto rápido para detenerle.
—No digas eso. Ni por asomo soy ni mejor ni más sabio. Estabas en tu derecho para hablar así...
—No —negó Cleofás—. ¡No! Me enfadé. La gente hablaba, sus mofas me habían herido... Ya sabes lo que ocurre... Al fin y al cabo no ha ocurrido nada. Desde el momento en que nos pusimos de acuerdo se convirtió en tu mujer.
—Pero estaba en tu casa. Por eso se burla la gente y a ti te duele.
—La gente de aquí disfruta burlándose a la menor ocasión. Se divierten con ello. Se burlan porque se alegran de que los demás no sean mejores que ellos. Pero se olvidan en seguida. Mañana mismo ya no se acordarán. No tenía que haberme preocupado...
—Pero estabas preocupado y yo lo sentía. No sabía qué hacer para recuperar tu amistad...
— ¡No tienes que hacer nada! Ya lo he olvidado. Alégrate más bien de que vas a tener un hijo varón. Porque mi mujer dice que será varón sin duda alguna. El primer hijo es una bendición del Altísimo.
—¿Entonces no estás enfadado?
—He venido corriendo de madrugada para pedirte perdón por mis palabras.
—No te disculpes. ¿Me permitirás llevar a Miriam a mi casa?
—Arreglaremos cuanto antes el traslado. La muchacha está cansada. Tiene que haber trabajado mucho en casa de Zacarías. Isabel tuvo un embarazo difícil. Pero ha dado a luz fácilmente y sin problemas. Eso también es algo extraordinario...
—El Altísimo hace cosas extraordinarias y no nos las pone siempre ante los ojos. Te doy las gracias, Cleofás, por haber querido venir...
—Tenía que venir. Durante toda la noche estuve pensando que estarías probablemente ofendido y que quizás no querrías seguir siendo mi amigo. Pero yo... yo no he tenido nunca un amigo como tú...
—Tu amistad es una alegría para mí.
—Para mí también.
Se abrazaron afectuosamente.
—Y ahora —le dijo Cleofás—, vete a verla. Está en el prado con el rebaño. Yo no le dije nada, pero ella sabe leer en los ojos y se dio perfecta cuenta de mi enojo. También a ella las mujeres han podido decirle algo ofensivo. Lo estará pasando mal seguramente...
—Ya voy. Quisiera cargar yo mismo con cualquier peso que pudiese afectarla.
—¿La quieres tanto?
—Más que a todas las cosas en la tierra...
—Seréis felices. Yo también quiero a mi mujer. Pero así, con sencillez.
Cleofás regresó a su casa y José, después de abrevar y dar de comer a su burro se fue corriendo otra vez hacia el prado. Pero no era solo el sendero empinado lo que le obligaba a caminar más despacio. La alegría que sentía, sabiendo que no tendría que pensar en separarse de Miriam, la alegría aún mayor después de su conversación con Cleofás, dejó paso a un sentimiento de nueva timidez, superior al que había experimentado el día de su primer encuentro con Miriam. Esta vida misteriosa de la muchacha, que ya estaba a punto de convertirse también en su propia vida, se había vuelto a encerrar en su misterio. La tendré a mi lado, pensaba, y sin embargo seguirá tan lejana... La amo ¿Y ella? ¿Será capaz de amar a alguien que no es más que una sombra?
Iba cada vez más despacio. Ya podía oír los balidos del rebaño y el golpear de las patitas. Estaba cerca del lugar donde había pasado la noche. Aquí estuvo echado, cerca de estos matorrales, y aquí durante la noche había brotado una gran flor blanca. Ahora tenía a la vista una simple pradera en el flanco de una montaña, terminada en un corte rocoso cuyos bordes estaban señalados por peñas pequeñas. Después del borde había una caída repentina. Se decía que antaño los habitantes de la comarca despeñaban por allí a las esposas infieles y a los bandidos apresados. Aquí también —en tiempos de las guerras civiles— solucionaban sus diferencias con los adversarios. Más allá del corte se abría el cielo y en la lontananza se veían unos montes de color gris-morados.
Ella, como de costumbre, iba detrás del rebaño, inmersa en sus pensamientos. Él dijo: —Miriam...
La llamó en voz baja por su nombre y sin embargo le oyó en seguida. Se volvió. Vio su cara tal como la recordaba desde el primer encuentro, pero cubierta ahora por un tenue velo de cansancio. Ella se detuvo y le miró. Le pareció vislumbrar en su mirada un destello de intranquilidad. Y si eso era intranquilidad, también había en aquella mirada una pureza incomparable. Fuera cual fuere la debilidad que pudiera sobrevenirle más tarde, sentía que nunca podría creer en su culpabilidad.
Estaba de pie, silenciosa, esperando a que se le acercara.
—Me alegro de que hayas vuelto... —dijo él.
—Mi tía ya no me necesitaba.
—Estaba preocupado por ti... Te echaba de menos.
—Lo sé. Yo también he pensado en ti, José.
Hubo un silencio, durante un momento. Luego José dijo en seguida:
—He hablado con Cleofás y le he pedido permiso para llevarte a mi casa. A nuestra casa... —corrigióse—Ya que estabas de acuerdo... Quiero poder extender mi protección sobre ti... Y creo que hace falta —dominó su timidez— que el que ha de nacer, nazca en su casa.
Tuvo la impresión de que su cara se iluminaba de repente con un rayo de luz. Los ojos le brillaron, los labios se abrieron en una sonrisa. La sombra, que parecía ser una sombra de inquietud, desapareció en seguida. La alegría se apoderó de ella como un fuego que hubiese absorbido el cansancio. Era de nuevo tal cual la vio cerca del pozo: infantil, alegre y radiante.
—Confiaba —susurró— y Él ha escuchado mi oración... Qué bueno es, cuánta condescendencia tiene. Te lo ha dicho todo, y tú lo has comprendido...
—Lo comprendí —dijo él— porque te quiero.
Ella, ladeando la cabeza, lo miró sonriendo divertida.
—Yo también te quiero, José —le dijo—. Pero has comprendido porque Él nos ama... Ahora todo está en su sitio...
Respiró profundamente, como si un gran peso se hubiera desprendido de sus hombros. Se cubrió el rostro con las manos. Él no sabía si detrás de la cortina de los dedos se reía o lloraba de felicidad. Pero ella retiró en seguida las manos. Con los ojos llenos de lágrimas miraba con ternura a la cara del hombre. Le hablaba únicamente con la mirada, pero esta mirada hizo que todo lo que refrenaba su felicidad le abandonara inmediatamente. El mundo de ella seguía sin ser el mundo de él. Pese a esto entendió: le amaba, le amaba de verdad, tanto como se puede amar. No tenía derecho a pedir más. Costara lo que le costase, sentía que había recibido más que cualquiera de los mortales.
JAN DOBRACZYNSKI