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Jesús delante de Anás
Cuando Caifás salió de la sala del tribunal, con los miembros del Consejo, una multitud de miserables se precipitó sobre Nuestro Señor, como un enjambre de avispas irritadas. Ya durante el interrogatorio de los testigos, toda aquella chusma le había escupido, abofeteado, pegado con palos y pinchado con agujas. Ahora, entregados sin freno a su rabia insana, le ponían sobre la cabeza coronas de paja y de corteza de árbol y decían: "Ved aquí al hijo de David con la corona de su padre. Es el Rey que da una comida de boda para su hijo". Así se burlaban de las verdades eternas, que Él presentaba en parábolas a los hombres que venía a salvar; y no cesaban de golpearle con los puños o con palos. Le taparon los ojos con un trapo asqueroso, y le pegaban, diciendo: "Gran Profeta, adivina quién te ha pegado". Jesús no abría la boca; pedía por ellos interiormente y suspiraba. Vi que todo estaba lleno de figuras diabólicas; era todo tenebroso, desordenado y horrendo. Pero también vi con frecuencia una luz alrededor de Jesús, desde que había dicho que era el Hijo de Dios. Muchos de los circunstantes parecían tener un presentimiento de ello, más o menos confuso; sentían con inquietud que todas las ignominias, todos los insultos no podían hacerle perder su indecible majestad. La luz que rodeaba a Jesús parecía redoblar el furor de sus ciegos enemigos.
Negación de Pedro
Pedro y Juan que habían seguido a Jesús de lejos, lograron entrar en el tribunal de Caifás. Ya no tuvieron fuerzas para contemplar en silencio las crueldades e ignominias que su Maestro tuvo que sufrir. Juan fue a juntarse con la Madre de Jesús, que en estos momentos se hallaba en casa de Marta. Pedro estaba silencioso; pero su silencio mismo y su tristeza lo hacían sospechoso. La portera se acercó, y oyendo hablar de Jesús y de sus discípulos, miró a Pedro con descaro, y le dijo: "Tú eres también discípulo del Galileo". Pedro, asustado, inquieto y temiendo ser maltratado por aquellos hombres groseros, respondió: "Mujer, no le conozco; no sé lo que quieres decir". Entonces se levantó y queriendo deshacerse de aquella compañía, salió del vestíbulo. Era el momento en que el gallo cantaba la primera vez. Al salir, otra criada le miró, y dijo: "Este también se ha visto con Jesús de Nazareth"; y los que estaban a su lado preguntaron: "¿No eras tú uno de sus discípulos?". Pedro, asustado, hizo nuevas protestas, y contestó: "En verdad, yo no era su discípulo; no conozco a ese hombre". Atravesó el primer patio, y vino al del exterior. Ya no podía hallar reposo, y su amor a Jesús lo llevó de nuevo al patio interior que rodea el edificio. Mas como oía decir a algunos: "¿Quién es ese hombre?", se acercó a la lumbre, donde se sentó un rato. Algunas personas que habían observado su agitación se pusieron a hablarle de Jesús en términos injuriosos. Una de ellas le dijo: "Tú eres uno de sus partidarios; tú eres Galileo; tu acento te hace conocer". Pedro procuraba retirarse; pero un hermano de Maleo, acercándose a él le dijo: "¿No eres tú el que yo he visto con ellos en el jardín de las Olivas, y que ha cortado la oreja de mi hermano?". Pedro, en su ansiedad, perdió casi el uso de la razón: se puso a jurar que no conocía a ese hombre, y corrió fuera del vestíbulo al patio interior. Entonces el gallo cantó por segunda vez, y Jesús, conducido a la prisión por medio del patio, se volvió a mirarle con dolor y compasión. Las palabras de Jesús: "Antes que el gallo cante dos veces, me has de negar tres", le vinieron a la memoria con una fuerza terrible. En aquel instante sintió cuán enorme era su culpa, y su corazón se partió. Había negado a su Maestro cuando estaba cubierto de ultrajes, entregado a jueces inicuos, paciente y silencioso en medio de los tormentos. Penetrado de arrepentimiento, volvió al patio exterior con la cabeza cubierta y llorando amargamente. Ya no temía que le interpelaran: ahora hubiera dicho a todo el mundo quién y cuán culpable era.