Página inicio

-

Agenda

22 abril 2026

JOSÉ. Terrible prueba para José

Terrible prueba para José

Con paso lento volvió al taller. Cogió en la mano el trabajo que estaba haciendo cuando llegó Cleofás. Pero el trozo de madera se le cayó de las manos. En los momentos de ansiedad o de tristeza, encontraba siempre consuelo en el trabajo. En el banco de trabajo, se olvidaba del dolor. Pero esta vez el dolor era demasiado profundo. Tampoco le ayudaron las oraciones —las berakoth— que componía y susurraba. Las palabras de las oraciones iban entremezcladas con palabras dirigidas mentalmente a Miriam. Eran tan violentas como las que acaba de oír por boca de Cleofás. Las recriminaciones sofocaban a la oración.
De repente se levantó de un salto y salió corriendo de casa. Por el sendero abrupto llegó hasta el prado sobre la ladera. A ciegas corría hacia adelante. No sabía a dónde iba ni para qué. Se quedó sin aliento. De pronto tropezó y cayó. No se levantó. Se quedó tirado en el suelo con la cara metida en una mata de hierba. El, que era incapaz de llorar, sintió un nudo en la garganta y empezó a sollozar.
Este acontecimiento detuvo el curso de su vida, le quitó todo su sentido. Todo lo ocurrido hasta entonces, sonaba a broma extremadamente cruel. ¿Por qué estuvo esperando tantos años, luchado contra las contradicciones internas? ¿Por qué consintió en este sacrificio tan fuera de lo normal? Ni siquiera personas venerables y respetadas por todos, como Zacarías, habían pensado en semejante renuncia. ¡Él había querido hacer más que los demás, más que los mejores! Se había dejado cegar por el amor. Ella le había puesto delante esta renuncia, como Eva la manzana... Y él estaba decidido a ser fiel. La siguió con sinceridad. ¡Ahora su sacrificio había sido pisoteado! ¿Entonces, todo en su vida había sido un error? Por ceguera había causado dolor a su padre, había renunciado a su afecto. Se lo había dado todo a ella; y ella, ¿cómo había podido hacer algo semejante? —se preguntaba a sí mismo gimiendo—. Le había dicho en¬tonces que solo él podía comprender porque amaba. ¿Qué es lo que tenía que comprender? ¿Cómo pudo haber correspondido así a su amor?
En sus ojos inundados de lágrimas apareció la imagen de la muchacha. Nunca habría sido capaz de creer algo semejante. Y nunca jamás —se daba cuenta de ello— lo habría creído... En contra de la evidencia, en contra de las risas de la gente: no lo podía aceptar. ¡Cómo había podido ocurrir algo que no podía ocurrir! Desde el primer instante de su encuentro estaba seguro de que él mismo habría podido cometer la peor de las acciones, pero ella nunca cometería algo semejante. Él podía haber defraudado a todo el mundo, pero ella no era posible que defraudara a nadie. Y esta certeza había ido creciendo en él, a medida que la iba viendo y conociendo mejor. Este convencimiento era el que le había impulsado a mirar a la muchacha como a alguien su¬perior, digno no solo del amor más sublime sino también de veneración. La amaba y la admiraba por ser tan inaccesible a toda mancha, cuando en él había tantas debilidades con¬tra las que debía luchar continuamente.
¿Y precisamente ella? No; imposible. Y sin embargo no se trataba de ningún rumor que podría resultar falso. Es un hecho que había visto la gente. No una sola persona... ¿Puedo obstinarme en creer que la realidad no es la realidad?
A pesar de esto, sabía que no iba a acusarla. Nunca sería capaz de acusarla. No podría obrar así: salvarse a sí mismo a costa de ella. Que todos crean que él era culpable. Que había abusado de la confianza de los tutores de la muchacha. Que se había aprovechado de su amor. Aquí en Nazaret había alcanzado fama de buen artesano. Aún más: la gente venía a pedirle consejo. Le habían considerado, a pesar de su juventud, prudente y justo. Venían los vecinos enemistados, para que los reconciliara. Venían los hijos de un padre muerto para que él los ayudara a repartir la herencia. Le invitaban a leer en la sinagoga. Ahora todo cambiaría. La gente sabría que tenía debilidades y que cometía pecados. ¿Podría ser consejero de los demás después de haber abusado de la credulidad de una muchacha y expuesto a sus tutores a semejante vergüenza?
Pero si no quería acusarla, solo le quedaba un camino: tenía que huir de Nazaret. Iría a Antioquía o a cualquier otro sitio. Cuanto más lejos mejor, para que no se supiera nada de él. Desaparecería de la vista de la gente. Entonces todos le echarían a él la culpa. Cuando alguien huye, no hay excusa que valga. La gente entonces dirá: ¡Qué hombre! Se portó mal con la muchacha y rompió el contrato matrimonial. Si toda la ira y la indignación se vuelve contra él, se compadecerán de Miriam. Le perdonarán, la tratarán como víctima de un hombre indigno.
No puedo obrar de otra manera, pensaba. Podría hacer otra cosa: introducirla en casa. Esto le cerraría la boca a la gente. Se burlarían un poco, pero dejarían de hacerlo pronto. Son cosas que ocurren. ¿Pero podía hacer tal cosa, cuando toda su vida estaba orientada hacia este matrimonio? ¿Podía aceptar por esposa a una muchacha que se había comprometido a realizar un sacrificio tan grande para el Altísimo, para luego romperlo sin más? No podía acusarla, eso era cierto. ¿Pero sería capaz de mirarla a la cara? ¡No! No tenía más salida que huir, quemar las naves detrás de sí.
Hundió aún más la cara entre los tallos flexibles. Le picaban en las mejillas. Las lágrimas dejaron de correr, solo los sollozos le producían un nudo en la garganta. Abriendo los párpados vio que estaba oscuro. Las cortinas oscuras del anochecer se habían corrido por el azul del cielo. Ni siquiera había notado la llegada de la noche. De los montes más allá del lago empezó a soplar un aire fresco.
Sin embargo no se movió de su sitio. Fue presa de una especie de adormilamiento. Los párpados se le cayeron, el nudo en la garganta cedió, el pecho seguía sacudido de vez en cuando por un sollozo. Pero fue cediendo. La respiración se hacía más acompasada. Cayó en un sueño extraño, febril, intranquilo, lleno de visiones.
Dormía y, sin embargo, no había perdido ni por un momento la noción de dónde se encontraba. Seguía recordando que estaba echado en el mismo prado al que Miriam solía llevar su rebaño a pastar. Por momentos le parecía ver en sueños su silueta menuda siguiendo a las ovejas, acompasando sus pasos al paso de los animales. Y luego tenía repentinamente la sensación de encontrarse en la sinagoga, de pie en la tebutá, buscando en vano con la regla el versículo adecuado en el rollo. Encontró al fin las palabras que buscaba. Volvió a leerlas en sueños. Mientras las leía en la sinagoga sabía lo que significaban. Conocía la doctrina de los escribas. Basándose en ella, sabía explicar el pensamiento de los profetas... Pero ahora, en sueños, las palabras resonaron de manera totalmente distinta, aunque se trataba del mismo versículo: «Él os dará una señal: una virgen concebirá y dará a luz un hijo...»
Conocía la historia de su estirpe. Más de una vez había oído la explicación de la profecía. Pero ahora —en sueños— le llamó la atención la palabra: ahná, muchacha... Casi una niña, la que todavía no se ha hecho mujer... La palabra «encinta» sonaba como una contradicción. Los escribas enseñaban que el profeta hablaba de Abía, esposa de Acaz. Acaz era un rey malo e impío. Uno de los peores reyes de la estirpe de David. Ofrecía sacrificios a dioses extranjeros. A cambio de una promesa de ayuda se vendió al rey de Asiría. Le entregó el oro del Templo y reconoció a sus dioses. Rechazó al Altísimo. Fue responsable de la destrucción y de la desaparición del reino de Israel. No le importaba la esclavitud de sus hermanos.
Es cierto, el hijo suyo y de Abía, Ezequías, fue un hombre muy distinto. Intentó recomponer lo que había destruido su padre. Abjuró de los dioses extranjeros, volvió al Altísimo. Renovó Su Templo. A pesar de su debilidad, no se amedrentó ante las amenazas del rey de Asiría. No se doblegó, aunque el otro amenazaba con destruir Jerusalén. Ezequías salvó la fe de Judea, salvó el reino de David. Pero ¿por qué el profeta había llamado a Abía muchacha encinta? No era una muchacha, era una mujer, la esposa de Acaz...
Y de nuevo soñaba que estaba en el prado, en el que se encontraba en realidad. Había oscuridad, sobre su cabeza y en su corazón, pena, la amargura del fracaso, sensación de abandono. No tenía a nadie con quien compartir su dolor.
José apenas recordaba a su madre. La comunicación con el padre se rompió cuando entró en la edad en que tenía que haber buscado esposa. A pesar de la amistad de mucha gente, hacía años que estaba totalmente solo. Solo tenía que decidir cómo comportarse... Decidir por él y por ella.
Me marcharé, se decía en sueños. Tengo que marchar. Tengo que cargar con todo. Para ella va a ser difícil, se va a quedar sola con el niño. Pero la gente le ayudará. Encontrará a alguien. Y aunque no lo encuentre, tendrá al niño. Un hijo para una mujer es todo un mundo. Yo, a cualquier sitio donde vaya, llevaré conmigo mi desilusión. Ya no volveré a esperar nada. Nunca tendré esposa, nunca tendré un hijo... La vida será solo un recuerdo... Así tiene que ser. ¡He de salvarla!
¿Quién era Abía? El pensamiento soñoliento volvió de nuevo al recuerdo de la madre de Ezequías. Los libros antiguos no la mencionaban ¿A quién habría llevado a su lecho su depravado antecesor? Tal vez la hija de algún soberano extranjero. ¿Y precisamente su embarazo iba a ser la señal...? Al fin y al cabo no hay nada extraordinario en que una esposa dé un hijo a su marido ¿Que iba a darle a un padre impío un hijo piadoso? ¿Pero por qué ahná?
De repente la explicación le golpeó como un rayo. Con tal violencia, que se despertó. Le pareció que las palabras que había leído en la sinagoga, y que le venían continuamente a la cabeza, iban dirigidas personalmente a él. Exclusivamente a él. La escena que presentaba el profeta Isaías se refería a su estirpe. La gente reunida en la sinagoga escuchaba las profecías como un capítulo de una historia antigua. Pero para él no podía ser sencillamente una de tantas historias. ¡Esas palabras iban dirigidas a él! ¡Le hablaban a él! ¡Esa señal era una señal para él!
No podía seguir echado. Se incorporó. Alrededor reinaba una noche profunda. Las estrellas sembradas en el firmamento desprendían un polvillo verde plateado. Empezó a hacer muchísimo frío. Con las manos se frotó los hombros congelados, se envolvió como pudo en su túnica, porque no había traído su manto. El sueño se esfumó. El pensamiento le trabajaba febrilmente.
¿Una señal para mí? ¿Qué señal? ¿Qué tiene en común la historia de mi tatarabuela con lo que me ha caído encima? He decidido marcharme. No encuentro otra salida. No volveré a ver a Miriam. No podría verla. Si llegara a mirarla, no sería capaz de creer en la realidad. Hay que ser loco, para no aceptar la verdad de lo que ven los ojos y oyen los oídos. Y sin embargo... ¡Por lo tanto, tengo que marcharme! ¡Tengo que huir! ¡Pero si no he hecho nada reprochable! ¿Por qué he de huir como un cobarde, que teme el castigo? Si huyo, mi huida hará que todos me consideren indigno. Pero solo así la puedo salvar. Yo no puedo acusarla. Tengo que renunciar tanto a ella como a mi buen nombre...
—No temas, acógela en tu casa...
Oyó estas palabras como si alguien las hubiera pronunciado a su lado en voz alta. Se volvió bruscamente. Pero nada había cambiado en derredor suyo. La noche seguía siendo plateada y gélida. La claridad de las estrellas era tan viva que podía verlo todo a su alrededor. No había nadie. Solo allí cerca había brotado una flor blanca que difundía un intenso perfume. No la había visto antes. Es posible que la flor estuviese cerrada y solo abriera sus pétalos en la oscuridad.
Se encogió sobre sí mismo buscando calor en su propio cuerpo. Volvió a dormirse. En el sueño la flor creció, se hizo gigantesca, se inclinó sobre él. Decía:
—Acéptala en tu casa como esposa. No ha sido un hombre quien te la ha arrebatado... Ha sido El quien se inclinó sobre ella. El que ha de nacer será el Salvador por todos esperado. El profeta habló de ella y de Él. Vendrá para enseñar el más grande de los amores. No tengo palabras para expresar siquiera lo mucho que os ama... El mismo os lo dirá, género humano. Él os lo mostrará. Pero hasta que eso ocurra, todo ha de quedar oculto. Él lo quiere así, para no cegar con su luz. Para no hacer violencia. Quiere conquistaros como un joven conquista a su amada, vistiéndose de mendigo y poniendo su corazón a sus pies. Precisamente tú deberías entenderlo...
Estaba echado temblando. Ya no sabía ahora si estaba durmiendo o si oía realmente estas palabras.
—¿Es posible...? —susurró.
Todo esto es cierto —le parecía oír—. Qué poco le conocéis, pese a todo el amor que habéis recibido... ¿Realmente no sabéis todavía quién es El? Escucha, José, hijo de David, y de Acaz, y de Ezequías, y de Jacob. Él te pregunta a ti: ¿tú, que has renunciado a ella, quieres permanecer a su lado como la sombra del Padre...? ¿Lo aceptas?
Volvió a sentarse. El perfume de la flor llegaba hasta él desde la oscuridad. Las estrellas centelleaban sobre su cabeza. Reinaba el silencio. Se pasó los dedos por la cara como para convencerse de que no había cambiado de forma.
—¿Podré hacerlo? —susurró—. La amo tanto...
—Acógela en tu casa...
Las últimas palabras se diluyeron en el silencio. Cuando se puso de pie, la flor había desaparecido.
Hundió la cara en las manos. Había repetido tantas veces en su vida: Revélame, Señor, tu voluntad; muéstrame lo que he de hacer. Esperaré tu orden con paciencia... Había estado esperando durante muchos años. Creía saber lo que estaba esperando. Y lo que esperaba había llegado. Pero al mismo tiempo había superado sus esperanzas. Se enfrentó a algo tan grandioso que le parecía que esta grandiosidad lo iba a aplastar. El miedo se apoderó de él. Pero en medio de este temor veía una sola cosa: la felicidad de volver con Miriam.
Sacudió fuertemente la cabeza, como si quisiera arrojar con este movimiento todos los resentimientos humanos.
Allá a lo lejos, por encima de la cumbre reluciente del Hermón, se quebró la cortina de la noche. Una franja clara de luz apareció sobre la corona de los picos.
Abrió las manos y rezó: Oh Señor, no apartes de mí tu rostro. Sé benévolo y misericordioso con mi ceguera. Ahora sé para qué me mandabas esperar. ¿Quién soy yo para rebelarme? Exiges que tenga una esposa que no sea mi esposa y un hijo para el que debo ser padre, aunque no sea su padre; hágase conforme tu voluntad. Que sea lo que Tú quieres. Cuando se debiliten mi entendimiento y mi voluntad, apóyame. Acepta mi decisión hoy que me has concedido la fuerza...
Frente al día naciente estaba como Josué en el umbral de la Tierra Prometida y como aquél susurró una antigua oración:
—Acepto el peso de tu Reino, Señor nuestro...
JAN DOBRACZYNSKI