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LLENA DE DOLOR
Para comprender mejor los sentimientos de la Virgen al pie de la Cruz es preciso pensar en que Ella es la Llena de gracia, por tanto, llena de Amor: no de un amor cualquiera, sino del amor de una madre singularísima, Madre de Dios. ¿No es conmovedor advertir que estaba eternamente pensada para que Dios pudiera meterse entre sus brazos y escuchar de sus labios purísimos estas palabras: « ¡Hijo mío! »? Es importante detenerse un momento —podrían ser horas, años, siglos— en lo que acabo de decir.
Da vértigo —lo dijimos ya— imaginar el maravilloso abismo de amor que era —que es— el Corazón de María: el más ancho y hondo que cabe en una criatura: el de mayores dimen¬siones. Siendo Madre de Dios hubo de alcanzar un extremo de amor inimaginable. «Hijo mío»: que esto lo diga con rigurosa verdad, a Dios, una criatura, quiere decir que está dotada de facultades únicas. Bien sabemos que por encima de su amor, sólo se encuentra el humano de Cristo y el divino de Dios, Uno y Trino.
Aquí es inevitable hacer un inciso: el Corazón que dice a Dios «Hijo mío», es el mismo que me dice a mí —que te dice a ti— « ¡hijo mío! ». Pero sigamos adelante.
Una madre ama tanto más a su hijo cuanto más perfecto es (bueno, simpático, guapo, cariñoso, alegre...), aunque los pequeñitos, feos y adustos llenen también un corazón materno (cada hijo tiene su encanto, su bondad patente a los ojos de la madre). Pero el Hijo de Santa María era rigurosamente perfecto: perfecto Dios y perfecto hombre; reúne en sí toda perfección humana y divina; es la Persona sumamente amable. De ahí que toda la capacidad de amar que poseía la Virgen, toda entera estaba en acto, puesta en juego, usque ad summum, hasta donde ya no se podía más.
¿Puede tu mente alcanzar ni en sueños puede haber visto lo que la Madre de Cristo pudo a Cristo Dios amar?
Cuanto mayor es el amor, más se sufre cuando sufre el que es amado; y tanto más cuanto mayor es el sufrimiento de éste. Tampoco es, pues, posible imaginar —por su magnitud escalofriante— la proporción del dolor de María junto a la Cruz. Su Hijo moría con el mayor dolor posible, con la más cruel de las muertes; con el dolor inmenso del que —siendo inocente— carga sobre sí la responsabilidad de todos los pecados de la entera humanidad, de modo que su alma y su cuerpo —clavado en aquel lecho vertical de muerte— reciban el castigo merecido por nuestros pecados.
Al presentarnos a la Madre Dolorosa junto a la Cruz, San Juan manifiesta que María comulga íntimamente en los sufrimientos de su Hijo; que participa como sólo Ella —su Madre, ¡y qué Madre!— puede hacerlo, en los grandes sentimientos que animaban a Jesús en aquella hora suprema.
Es claro que cuando es de amor el dolor, tan grande es el dolor como el amor. Si hemos entendido que la Virgen es la Llena de gracia y llena de Amor, habremos comprendido al tiempo, estremecidos, que es también junto a la Cruz, la Llena de dolor. Un dolor enorme, inmenso la invade. Sufre en su alma, a su manera, lo que su Hijo sufre en el alma y en el cuerpo. La Virgen junto a la Cruz, sufre más que si padeciera mil muertes; más, muchísimo más que si fuera Ella la que estuviera enclavada. Estaba, como afirma León XIII, «mu¬riendo con El en su corazón, atravesada por la espada del dolor».
«Con razón —dice gozoso el Fundador del Opus Dei— los Romanos Pontífices han llamado a María Cor redentora: de tal modo, juntamente con su Hijo paciente y muriente, padeció y casi murió; y de tal modo, por la salvación de los hombres, abdicó de los derechos maternos sobre su Hijo, y le inmoló, en cuanto de Ella dependía, para aplacar la justicia de Dios, que puede con razón decirse que Ella redimió al género humano juntamente con Cristo. Así entendemos mejor aquel momento de la Pasión de Nuestro Señor, que nunca nos cansaremos de meditar: stabat autem iuxta crucem Iesu mater eius estaba junto a la cruz de Jesús su Madre (...). Nuestra Señora escuchaba las palabras de su Hijo, uniéndose a su dolor: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado? ¿Qué podía hacer Ella? Fundirse con el amor redentor de su Hijo, ofrecer al Padre el dolor inmenso —como una espada afilada— que traspasaba su Corazón puro».
Este es otro punto a considerar; un tema de la mayor importancia en Mariología. La Virgen, junto a la Cruz, corredime. Abdica de sus derechos, acabamos de leer. No se rebela, no protesta, calla. Con su silencio está proclaman¬do del modo más elocuente que, por amor a nosotros, ofrece —del todo identificada con la Voluntad del Padre— a su Hijo. En lo que de Ella depende, lo entrega, lo sacrifica; aplica su entera voluntad a lo que está sucediendo.
Cuando Abraham recibió la orden divina de sacrificar a su hijo Isaac, no rechistó: «Se levantó Abraham de madrugada —con toda presteza—, enalbardó su asno, tomó consigo dos siervos y a su hijo Isaac; partió la leña para el holocausto y se encaminó hacia el lugar que Dios le había dicho». Ni una protesta salió de su boca; ni un pretexto, ni una excusa para escabullirse de la Voluntad de Dios. Abraham es llamado «padre de la fe». Pero la fe de María llega aún más lejos, es más poderosa. Y Dios le pidió que consumara el holocausto. Un ángel detuvo la mano de Abraham, cuando ya se alzaba para inmolar a su hijo. La Virgen tuvo que beber entero su cáliz de dolor. Y lo hizo con todo el amor de que era capaz. Y por eso su sacrificio tuvo un valor tan grande. La Virgen corredime al pie de la Cruz.
¿Por qué aceptó aquella tortura? ¿Qué le movía —en última instancia— al silencio aquel? La respuesta es ésta: «movida por un inmenso amor a nosotros, ofreció Ella misma a su Hijo a la divina justicia para recibirnos como hijos» Aquí tenemos el porqué del inmenso dolor de María, aquí la causa: nosotros. Por nosotros muere Jesús y por nosotros sufre Ma¬ría. Ella que engendró a Dios y le dio a luz gozosamente, sufrió un parto dolorosísimo para convertirse en Madre nuestra, para colaborar con su Hijo en hacernos hijos de Dios y para hacernos también —por designio divino— hijos suyos.
La contemplación de esta verdad conmueve a un corazón, por petrificado que éste. El Señor había dicho: «tanto amó Dios al mundo, que le dio su unigénito Hijo, para que todo el que crea en El no perezca, sino que tenga la vida eterna». De modo análogo podemos decir: «tanto nos amó María, que nos dio a su unigénito Hijo, para que tengamos vida eterna».
La Virgen une a la Pasión de Cristo —como dicen, con rigor, los teólogos— su Compasión: a la Sangre de su Hijo, une sus lágrimas de Madre. Ella también «merece, satisface, sacrifica y redime» Satisface —de un modo subordinado y dependiente— la pena merecida por los pecados de todos los hombres que han sido, son y serán; y merece por su sacrificio las gracias de la Redención. Aunque el mérito de María sea diverso —de congruo, precisa San Pío X— al mérito del Señor, Ella nos ha merecido lo mismo que nos ha merecido Cristo: no sólo la aplicación o distribución de las gracias, sino las mismas gracias: por la supereminente santidad que poseía y por la tan perfecta compasión que sufrió en la cumbre del Calvario.
A su modo, mereció todas las gracias, excepto la primera que Ella recibió, merecida sólo por Cristo. La Virgen es la nueva Eva, que contrapone su obediencia a la desobediencia original. «Si el hombre cayó por una mujer, no se levantó sin una mujer», dirá San Bernardo. La Reina de los mártires ha satisfecho junto a Cristo la pena debida por el pecado. «Lo inmenso de su caridad, la dignidad de sus actos satisfactorios, la magnitud de su dolor, nos revela toda la excelencia de su satisfacción. A quien nos objetase que a una satisfacción por sí misma suficiente, más aún, de infinito valor —como es la de Cristo—, no se puede añadir otra satisfacción, responderemos que la satisfacción de María no se añade a la de Cristo para aumentar el valor infinito de ésta, sino sólo para que se cumpla la ordenación divina, que lo ha dispuesto así libremente para la Redención del género humano».
Dios ha querido que tengamos en el Cielo una Abogada, digna de ser oída siempre en beneficio de sus hijos. ¡Cuánto tenemos que agradecer a Dios su maravilloso plan redentor! ¿Agradecemos también a nuestra Madre los grandes bienes que nos ha ganado con su inmenso dolor? ¿Nos llevan estas consideraciones al propósito firme de prodigar sin límites nuestras manifestaciones de cariño a la que es Madre de Dios y Madre nuestra?
ANTONIO OROZCO