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El anuncio del Ángel
El viaje era penoso entre el polvo reseco de la carretera reducida a cenizas por el sol. La vegetación se volvió gris y se hizo más rala, las hojas ennegrecidas y retorcidas como capullos gris oscuro se levantaban al menor soplo de viento. Las mieses habían sido ya recogidas y por encima de las rastrojeras se cernían muy bajo, con las alas desplegadas, las aves de presa, buscando su botín entre las gavillas erguidas de cebada. Un viento caliente soplaba de vez en cuando levantando una polvareda que arrojaba a los ojos de los caminantes.
Los mercaderes en cabeza de la caravana apretaban el paso con sus camellos. La gente que se había unido a la caravana tenía que aligerar el paso para no quedar rezagada. A nadie le apetecía quedarse solo en la carretera desierta. El siervo de los comerciantes, que iba a la zaga de la caravana sentado en un burro incitaba: «¡Rápido! ¡Rápido! ¡Caminad más aprisa! ¡Si andáis como caracoles, os dejamos!»
En el grupo de personas que se había unido a la caravana, había un alfarero que se dirigía a Jerusalén para ayudar a su hermano en la fabricación de objetos, para la venta durante las fiestas, que duraban casi todo el mes de lisliri. Iban dos albañiles jóvenes, tentados por los anuncios reales de trabajo en la construcción del Templo. Miriam era la única mujer en la caravana. Nadie se interesaba por ella. Los tres hombres caminaban inmediatamente después de los camellos, inmersos en una conversación incesante. Le alegraba que nadie se fijara en ella. Solo el siervo sentado en su burro le dirigía a veces la palabra. Le contestaba con cortesía, sin invitarle no obstante al diálogo. Prefería caminar en silencio meditando sin cesar los acontecimientos de los últimos días.
Por la noche, al detenerse para el descanso, servía a sus compañeros de viaje. Ella lo consideraba como algo muy natural y ellos aceptaban sus cuidados sin sorpresa ni agradecimiento. Las mujeres existían de hecho para servir a los hombres. No les parecía extraño que ellos, recostados en el suelo, continuaran con su charla, mientras ella trajinaba, les preparaba la cena o iba con el cántaro a por agua a la fuente cercana.
Luego, llegada la noche, todos se acostaban alrededor de la hoguera para dormir. Miriam se envolvía también en su manto y se echaba también al suelo. Por encima de ella, la bóveda del cielo parpadeaba de estrellas. El sueño tardaba en llegar. Acostada con una mano bajo la cabeza se tocaba con la otra interrogativamente el cuerpo. ¿Es posible que lo ocurrido haya ocurrido realmente? ¿Cómo pudo ocurrir? Hasta ahora nada confirmaba este hecho extraordinario. Nada; fuera del anuncio.
Al lado, la gente cansada por el camino roncaba. Los camellos resoplaban y se quejaban en sueños. De vez en cuando se oía un crujido en los rescoldos de la hoguera. No percibía estos ruidos. El curso de sus pensamientos tenía tal profundidad que absorbía todo lo que le rodeaba.
Ya no recordaba cuándo despertó exactamente en ella esta segunda vida, que le pulsaba dentro, bajo la vida que ella vivía entre la gente. Tenía que haber sido entonces muy pequeña. Su madre ya no vivía —murió muy pronto— y ella estaba al cuidado de su tía Isabel, cuando cierta tarde so¬leada, estando todo en la más absoluta inmovilidad, alguien le dirigió la palabra... Estaba sola. Un momento antes no había nadie en la pradera florida. Inesperadamente vio al que le hablaba. Estaba de pie, algo alejado, semejante a una flor blanca que sobresalía sobre las demás. Díjole: «Te saludo, Miriam...»
Aquella vez no dijo más. Pero en su voz y en su profunda reverencia había algo que ella no había experimentado nunca hasta entonces: una especie de deferencia grande e incomprensible. Esto la había sorprendido y avergonzado. Se acordaba de quién era. Una pobre huérfana que cuidaban unos familiares. Los rasgos de su madre se habían difuminado rápidamente en la mente infantil. Permanecieron más tiempo las enseñanzas que Ana, en medio de sus quehaceres, transmitió a la niña sentada a sus pies. Luego Isabel le empezó a enseñar lo mismo. Y ahora le era difícil delimitar a veces en su recuerdo dónde terminaban las palabras de su madre y dónde empezaban las de su tía.
El mundo en el que vives —decían las mujeres— está sumergido en el dolor como la piedra en el agua. Vayas donde vayas, mires donde mires, encontrarás temores, dolores, inquietudes. Verás enfermedades, hambre, odio. Verás cómo sufre la gente. Tú misma aprenderás qué es el dolor. Nadie escapa de él. Pero los sufrimientos ajenos te dolerán más que los tuyos propios. Pero mira con cuidado y trata de percibir también lo que no salta a la vista. Si el Altísimo permite que todos sufran, no es porque quiera este sufrimiento. El mundo se alejó de El como un mal hijo que abandona a su padre. Pero Él no ha renegado del hombre. No le ha dado de lado como si fuera un trabajo que le ha salido mal. Quiere salvarle y le prometió la salvación. Podría doblegar la mala voluntad del hombre... El desea sin embargo que el hombre mismo entienda su error. Que se acuerde del amor del Padre. Solos no lo podemos hacer. En esto también nos quiere ayudar. Prometió que nos enviará a alguien. De parte Suya vendrá alguien que nos enseñará...
Recuérdalo Miriam. Cada mujer israelita puede ser esta escogida, que alumbrará al prometido. Hoy o mañana, o dentro de cientos de años este momento llegará. Porque El cumple siempre con sus promesas. Por esto cada mujer ha de estar preparada para asumir esta tarea bendita. Cada mujer ha de recordar que lo que vendrá sobre ella no será solo su felicidad y su orgullo, sino también la salvación del mundo, su liberación del sufrimiento...
Sentada a los pies de su madre —¿o tal vez ya era su tía? —preguntaba:
—¿Y no se puede hacer nada para que lo que ha de ocurrir, ocurra antes?
—El Altísimo —oía encima de su cabeza— conoce su tiempo. El hombre no adelantará Su tiempo.
—¿Pero tal vez haya que rogarle? —seguía preguntando—. ¿Tal vez haya que hacer algo para inducirle a actuar antes? Ya he visto a tantos que sufren ...Me dan tanta pena. Quisiera ayudar a cada uno. Pero hay que decírselo...
—Él lo ve todo y lo sabe todo.
—Pero si ama, se dejará conmover. Solo hay que decírselo, hay que rogarle, hay que...
—¡Miriam! Tienes que recordar quién es El. No está permitido siquiera pronunciar su nombre. Sus caminos no son nuestros caminos, sus pensamientos se elevan muy por encima de los nuestros. Lo que Él ha decidido es bueno e inmutable.
—¿Tal vez Él quiere que se le ruegue? ¿Tal vez Él esté esperando?
—No hables así. No eres más que una niña —esta vez era sin lugar a dudas la más severa de las dos, la voz de Isabel—. Hubo, en tiempos, varones que le hablaron y le rogaron. A nosotras las mujeres solo nos toca esperar.
—¿Y no le podemos ofrecer nada para impetrar su gracia?
—¿Y qué quieres ofrecerle, mi niña? ¿Qué tienes tú que no hayas recibido?
—¿Y si se Le ofreciera lo que es el mayor de los privilegios...?
—¿De qué hablas?
No lo explicó nunca con palabras. Pero en ella crecía de año en año el convencimiento de que hay algo que incluso una niña humilde come ella puede ofrecer a su Creador.
Y de nuevo otro día —en un parecido mediodía soleado— surgió ante ella en la pradera una hermosa flor blanca. Se inclinó otra vez, y repitió de nuevo:
—Te saludo, Miriam. Todas las gracias del Altísimo están sobre ti...
Instintivamente se tapó los oídos con los dedos.
—No digas eso —susurró—. No puedo escuchar eso. No quiero... Yo soy solo una muchacha corriente...
No contestó nada. No dijo nada más. Desapareció dejándola con el misterio de las palabras incomprendidas.
Lo vio por tercera vez aquí en la ladera encima de Nazaret. Eran las doce y ella iba con sus ovejas. Esta vez surgió ante ella no en forma de flor, sino como una columna áurea, de fuego. Retrocedió asustada. Pero reconoció su voz. Dijo:
—Te saludo, Miriam. El Altísimo está contigo...
La muchacha cayó de rodillas. Apoyó sus labios temblo¬rosos contra una piedra rugosa que sobresalía un poco de la hierba.
—Sería posible... —susurró.
—Así es —la voz que salía del fuego sonaba decidida, como si fuera la voz del hazzan pronunciando la sentencia del tribunal. La columna seguía estando ante ella, ardía pero no se consumía. Oyó:
—No temas. Has sido escuchada. Tu concebirás al Hijo...
Las palabras caían sobre la cabeza inclinada en una cascada incandescente. La reducían a polvo y le entregaban de nuevo la vida. Y sin embargo, apenas fueron pronunciadas levantó la cabeza. Seguía siendo la misma muchacha audaz, que no temía preguntar si se puede rogar al Altísimo.
—Sin embargo, yo... yo he renunciado... Le he entregado... Entonces ¿cómo... cómo... puede ser esto?
La voz encima de ella se volvió aún más majestuosa que antes. Y al propio tiempo parecía jadear maravillada por lo que estaba diciendo.
—El mismo se inclinará sobre ti. El mismo lo hará todo. Porque todo está en Su poder. ¡Qué feliz eres, Miriam! ¡Qué afortunada eres, Miriam! Él quiere darte una señal. Tu tía dará a luz un hijo, aunque haya pasado su tiempo. Para que tú sepas... ¿Miriam tú lo entiendes? Él te pide que aceptes. Pide...
Se le hizo un nudo en la garganta por la emoción, sus ojos se llenaron de lágrimas. Bajó de nuevo la cabeza, pegó la frente en el musgo áspero que cubría la piedra. La columna de fuego seguía encima de ella, aunque parecía inclinarse en una humilde reverencia. La envolvió un silencio tan profundo, como si el mundo a su alrededor hubiese de¬jado de respirar. Con la boca casi puesta sobre la piedra susurró:
—Solo soy la esclava. Lo que el Señor decida, hágase en mí.
No cayó el rayo, sino que algo parecido a un viento cálido pasó raudo encima de ella y la envolvió en su hálito. La columna se fuego se dobló aún más hacia el suelo, luego menguó, palideció, desapareció. Inmediatamente el silencio se rompió en pedazos. El mundo alrededor de Miriam volvió a la vida, habló con millares de sonidos. Oía el soplo de la brisa, el canto de los pájaros, el ruido acompasado de las pezuñas de las ovejas. Levantó la cabeza con lentitud. Ya no había nadie a su lado. La hierba no se había quemado allí donde estaba la columna de fuego. El cielo no se había derrumbado atónito ante las palabras que había oído. El sol brillaba de nuevo como antes. El rebaño a su alrededor balaba. El viento traía desde la ciudad las voces de los niños jugando y los gritos de los portadores de agua.
Se pasó la mano por la frente. Incrédula se tocó el cuerpo. Nada indicaba lo que había sucedido; en ella no había más que alegría y un arrobamiento enloquecedor. Y sólo un único pensamiento daba una nota discordante: el recuerdo de José.
Le quería tanto, deseaba tanto que fuera recompensado por su entrega y su bondad. Temía que llegara a sentirse herido. Le asustaba que pudiera no participar de su felicidad.
Pero inmediatamente rechazó esta inquietud. Sentía: Si, para respetar el don que ella había hecho de sí misma, el Altísimo había realizado algo que traspasaba las leyes del mundo que El mismo había creado, también sabría dar muestras de su gracia al hombre que confió en ella y a quien ella quería. No le lastimaría ni le humillaría. Le permitiría participar de su felicidad.
Y apenas habían pasado tres días cuando llegó un hombre con la noticia de que Isabel estaba esperando un hijo...
* * *
El día despertaba. Ella era la primera en levantarse. De nuevo estaba dispuesta a ayudar a los que iban con ella. Ellos llamaban: «¡Oye muchacha, haz esto! ¡Haz lo otro! ¡Trae agua! ¡Enciende el fuego!». Sonreía y hacía lo que le pedían. Después, ellos volvían a sus discusiones. Estallaban en fuertes risas; se daban palmadas en la espalda. Por último recogían sus cosas en un hatillo y se ponían en camino. Ella los seguía como antes, pasando inadvertida, llevando entre los pliegues de su manto un secreto enloquecedor.
JAN DOBRACZYNSKI