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«Si un día el dolor llama a tu puerta no se la cierres ni se la atranques: ábresela de par en par, siéntalo en el sitial del huésped escogido, y sobre todo no grites ni te lamentes, porque tus gritos impedirían oír sus palabras, y el dolor siempre tiene algo que decimos. El dolor siempre trae consigo un mensaje y una revelación». (NINI SALVANESCHI, Consolación).
UNA CAPACIDAD INMENSA DE SUFRIR
¿Qué revelación, qué mensaje es ése que nos trae el dolor? En la respuesta a tan importante pregunta se halla, sin duda, la clave para abrir la puerta de la mayor felicidad posible en este mundo, en el que todos, tarde o temprano, hemos de andar inmersos en algún dolor. Dolor y felicidad aparentan ser cosas de imposible conciliación. Sin embargo, nada más cierto que del dolor puede nacer la alegría y de la alegría el dolor, y vivir ambas cosas juntas a un tiempo, alimentándose una a la otra de tal suerte que no sabrían vivir —en este mundo— solas. No hay persona humana que sepa tanto de este misterioso asunto como María Santísima, porque nadie como Ella ha seguido tan de cerca los pasos de su Hijo, Jesucristo, Dios perfecto y perfecto Hombre, que hace veinte siglos empapó con su Sangre la tierra nuestra.
Si nos situamos en los ojos de la Madre de Dios, en su mirar —y nos es posible, si por la humildad y el amor nos hacemos pequeños—, nos haremos cargo del misterio. Pero antes debemos sortear un escollo: nuestra tendencia a pensar que Jesús y María eran insensibles a lo humano y que el dolor que a nosotros hace sufrir, a ellos no les dolía tanto, por ser Dios Jesucristo y Santísima su Madre.
Santo Tomás de Aquino enseña que «Cristo estaba dotado de un cuerpo perfectísimamente complexionado, puesto que había sido formado milagrosamente por obra del Espíritu Santo, y las cosas hechas por milagro son más perfectas que las demás, según dice el Crisóstomo del vino en que Cristo convirtió el agua en las bodas de Caná. Por ello poseyó una sensibilidad exquisita en el tacto, de cuya percepción se sigue el dolor. También en su alma, con sus facultades inferiores, percibió eficacísimamente todas las causas de tristeza». Hay que añadir a esta consideración, que Cristo tomó voluntariamente dolores proporcionados a la grandeza del fruto que de ellos se había de seguir. Y así concluye el Santo de Aquino que «el dolor de Cristo fue el mayor de todos los dolores».
Los corazones de Jesús y de María eran de carne como la nuestra. Sentían y amaban a nuestro modo, aunque sin las mixturas extrañas de la concupiscencia desquiciada. El Corazón Sacratísimo de Jesús y el Corazón Inmaculado, Dulcísimo, de María han sido siempre enteramente puros, sumamente aptos para sufrir muy de veras.
No sólo les dolía a Ellos el dedo, en el minúsculo suceso de pillárselo en una puerta, u otras cosas más relevantes que acaecieron durante la Pasión: también les herían el corazón un sinnúmero de aconteceres que menudeaban en torno suyo, como consecuencia del pecado original y de los pecados personales de las gentes que se cruzaban en su camino.
El ámbito en el que vivieron tantos años aquí en la tierra, no era, ciertamente, un paraíso. «¿De Nazaret puede salir algo bueno?», fue la pregunta inoportuna, pero significativa, de Natanael a Felipe, cuando aún no sabía que justo de Nazaret había salido la Madre del Verbo hecho Hombre.
La sensibilidad exquisita de María, su finísimo tacto espiritual, debió de ser para Ella fuente de continuo e íntimo dolor, aceptado con sumo gozo, oculto bajo la sonrisa habitual, pero dolor al cabo, e intenso.
Cuando la pequeña Miriam —que así habían de llamarla, por el nombre hebreo, los vecinos de Nazaret— retozaba aún con las otras niñas del pueblo, sin otro empeño inmediato que el de dar cauce ancho a la inagotable vitalidad infantil que le bullía en los adentros, ya advertiría algo extraño en el alma de las demás pequeñas: egoísmos inútiles, mentirijillas injustificables, trampas en el juego, cosas que oscurecían —notoriamente a sus ojos— la bondad, la belleza, la alegría de las compañeras. En las miradas y en las voces de los mayores, la Niña inmaculada descubriría también lo turbio, lo grosero, lo zafio. Egoísmos, soberbias y vanidades, sensualidades y perezas, eran percibidos por la pequeña Miriam, que sufriría en silencio la desgracia ajena.
Sin ir más lejos, aún temprana la tarde en que escribo estos párrafos, andaba yo —sol radiante— por una de las entrañables calles de la capital compostelana, cuando observé una pandilla de pequeños y simpáticos mofletudos. A coro, dedicaban las siguientes estrofas a un colega que —acurrucado en el suelo, rojo de vergüenza— deseaba ser tragado por el asfalto: ¡Piojo, piojo, piojo! ¡Tu hermana anda siempre con piojos! ¡Piojo, piojo, piojo!... Les chisté y detuvieron su canción por unos momentos; pero apenas me había alejado unos pasos, cesaron su tregua y retornaron al estribillo: ¡Piojo, piojo, piojo! Aquellos personajes de tan tierna edad —cuatro o cinco años a lo sumo— mostraban estar en posesión del omnes peccati —llevaban a cuestas las consecuencias del pecado original—, y hacían sufrir al pobre chava lín, avergonzado, solo, impotente frente a la menuda y cruel masa. ¿No sufriría la Niña inmaculada ante escenas semejantes, si a mí me dolió —mesuradamente, bien es cierto— la que acabo de referir?
Por ello me parece que la alegría pegadiza y purificante de María anduvo siempre acompañada de una gravedad, no solemne, no amarga, pero sí perceptible a la mirada atenta. Ella, de manera natural, tendía a discurrir —así nos la presenta el Evangelio—, a sopesar las cosas, a ponderarlas en el corazón, poniendo en juego todas sus facultades aptas para ello. Y, ciertamente, lo más grave es la realidad del pecado, que gravita sobre toda criatura humana que pisa esta tierra nuestra, excepción hecha de Jesús y María. Un punto amabilísimo de seriedad asomaba siempre en su mirar, aun en los momentos de más exultante alegría.
Nosotros que tenemos fe y un poco de amor (que quisiera ser muy grande) a Jesucristo, sufrimos cuando vemos que se le maltrata, en ocasiones de un modo blasfemo. Nos duele ver cómo se maltrata el sacerdocio, el matrimonio, la familia, las leyes de Dios. ¡Nos duelen las almas! Ese era el grito —¡me duelen las almas!— de aquel hombre de Dios, sacerdote santo, Fundador del Opus Dei, Mons. Escrivá de Balaguer. Cuanto más santo es un hombre, tanto más sufre en este mundo tan mimado por Dios y tan maltratado por los hombres. ¡Cuánto sufriría el inmenso Corazón de María a lo largo de su andar terreno! Si asomarnos a su hondura nos da vértigo —un dulce vértigo—, ¿qué será contemplarlo lleno de dolor? Pues ésta es una tarea hacedera, que puede hacernos mucho bien, si la acometemos en conversación íntima con nuestra Madre y con el afán de saber y vivir lo aprendido.
ANTONIO OROZCO