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EL BUEN AROMA DE CRISTO
Una Rosa que exhala, ya desde su nacimiento, el buen aroma de Cristo que vendrá después y que habrá de inundar hasta el más recóndito lugar del universo. Es el aroma que, sin saberlo, está pidiendo a gritos el mundo enrarecido, contaminado de intenciones sórdidas que quieren inundarlo todo con su pestilente olor. No estoy exagerando. Pensad en esos países que se consideran avanzados, cultos, civilizados, en los que, sin embargo, se aprueba «democráticamente» una ley que legaliza el aborto, es decir, el asesinato de inocentes indefensos perpetrado directa o indirectamente por sus propias madres. Esto quiere decir que, detrás de esa civilización o cultura, se halla agazapada —con disfraz de humanitarismo— una perversión moral tan honda que los hombres que la integran ya no son capaces de discernir lo hediondo del aire puro, pues parecen no conocer otra cosa que el tufo de la putrefacción. Y esto ¿no es grave, muy grave? Han perdido el punto de referencia y de contraste. No se dan cuenta de que el ambiente que respiran y difunden es letal.
Pero no nos hundamos en el descorazonamiento. Nosotros, los cristianos, podemos salvar el mundo si, en contacto con Cristo, nos impregnamos de su aroma. Casi sólo con eso, paseando así por el mundo, lo salvaremos, ofreciéndole el necesario punto de contraste. No es poco. Lo importante es caer en la cuenta de la gravedad de la coyuntura y del papel que cada uno puede y debe jugar en ella. No es momento para cobardías. No es el momento de huir. No debe importarnos —al contrario— que nuestra vida contraste con la de los paganos (y con la de los que se comportan como tales) Es cuestión de vida o muerte. El futuro temporal y eterno de la humanidad está, de hecho, en buena medida, en vuestras manos y en las mías. Como lo estuvo —todo lo remotamente que se quiera— en el amor de los padres de la Virgen. Como lo estuvo en los labios de nuestra Madre antes de decir su fiat; como lo estuvo en las manos de aquel puñado de doce hombres que siguieron tan de cerca a Jesucristo. Así, de un modo análogo, el futuro temporal y eterno de muchos hombres está en vuestras manos y en las mías, aunque nos parezcan toscas y débiles.
Ahora hablo a vosotras, porque ellos no en¬tenderían ese lenguaje y se indignarían. El Señor te ha tenido en su mente desde la eternidad. Ha pensado en ti como en una rosa semejante a su Madre; como una rosa plantada en su jardín, nacida no azarosamente, como las flores silvestres, sino por voluntad expresa y amorosa de Dios. Y también, os diría, por una secreta esperanza divina. Todos los padres guardan una secreta y gran esperanza cuando les nace un hijo. Dios no es menos. No podemos defraudar a nuestro Padre.
El Señor espera de ti que en medio de la muchedumbre, siendo enteramente igual a los demás, despidas un aroma purificador: el aroma de Cristo. Para qúe cuando alguien pase por tu lado o se cruce en tu camino se encuentre estimulado a respirar hondo y, de este modo, sepa lo que es bueno, se sienta confortado y ya no quiera aspirar otro aire, y abandone los ambientes sórdidos y se convierta él en difusor de aire puro y vivificante. Hay que ir infundiendo bocanadas de ese aire limpio y generoso que oxigene el ambiente, que lo vaya purificando y que, por lo menos, el contraste pueda ser advertido.
¡Qué grande es el poder de una rosa!
¡Qué grande puede ser la eficacia de tu paso por la tierra!
Para eso has de hundir tus raíces en Cristo: tienes que vivir de Cristo, como el Apóstol; como las rosas viven de las sustancias que obtienen de la tierra buena. La Confesión sacramental, ¡cómo purifica! Y la Eucaristía, cómo nos arraiga en Cristo. Ahí sí que podemos impregnarnos de su aroma. Y luego, ¿quién podrá enseñarnos mejor a vivir de Cristo, por Cristo y con Cristo, que María, Rosa mística, que tal día como hoy nació para nosotros? Dios la quiso como Madre suya. También para dárnosla como Madre nuestra. «He ahí a tu madre», nos dijo desde la Cruz. «Y desde aquel momento el discípulo la recibió consigo», añade San Juan, que es el discípulo aludido. Palabras que ahora encienden una luz intensa y poderosa en nuestra mente, y nos permite entender que si nos llamamos discípulos de Jesús, hemos de acoger en nuestra casa, en nuestro corazón, a Santa María. Ella purificará y pulirá nuestro corazón como joya de muchos quilates, y conseguirá meter a Jesús en nuestros pensamientos, en nuestros afectos y quereres, en nuestras palabras y en nuestras obras. «Con Ella se aprende la lección que más importa: que nada vale la pena, si no estamos junto al Señor; que de nada sirven todas las maravillas de la tierra, todas las ambiciones colmadas, si en nuestro pecho no arde la llama de amor vivo, la luz de la santa esperanza que es un anticipo del amor interminable en nuestra definitiva Patria».
La Virgen nos enseña lo que puede valer nuestra vida. ¡Lo que vale! Y lo que vale la vida de un solo hombre. Nos ilumina el por qué un hombre más o menos en el mundo importa mucho. Invita a la generosidad, a decir sí a las exigencias del amor humano —los hijos—, y a las exigencias del Amor divino.
ANTONIO OROZCO