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12 marzo 2026

EUCARISTÍA. Tres «mandamientos» y una misma realidad

Tres «mandamientos» y una misma realidad

Algunos autores espirituales han relacionado directamente el lavatorio de los pies con el sacrificio de la Cruz. Alcuino de York, por ejemplo, lo considera en clave mística: en la Cruz, en vez de agua, derramó su sangre para lavarnos del pecado; depuso el vestido de su cuerpo, que tres días después retomó al resucitar; y se reclinó definitivamente a la diestra del Padre, desde donde envía al Consolador prometido. La relación de la Eucaristía con el sacrificio de la Cruz viene revelada explícitamente por Cristo cuando dice: «Esto es mi cuerpo, que será entregado por vosotros», «éste es el cáliz de mi sangre, que será derramada por vosotros». La relación entre el lavatorio y la Eucaristía se concreta en el amor que se manifiesta en ambas y en la común referencia a la Cruz (Alcuino de York, Comentario al Evangelio de San Juan, V I, 32).
Tan importantes se manifiestan estas tres realidades que Jesús insistió especialmente en cada una y -para inculcarlas más fuertemente en sus discípulos- las resaltó, añadiendo respectivamente un mandamiento: el del servicio fraterno, el mandamiento nuevo de la caridad y el mandato de rememorar su Sacrificio. En la Eucaristía encontramos siempre a Cristo «que nos sienta a su mesa; a Cristo que nos sirve; a Cristo, amante de los hombres, que nos reanima» (San Cirilo de Alejandría, Homilías diversas 10). Para tan gran cometido, es preciso no contentarse con un amor sentimental, compuesto de palabras fáciles, que no madura en servicio y sacrificio, que no muestra con obras la ventura de vivir con Cristo y de seguirle. Así se evita el servilismo de quien ejecuta los mandatos divinos sin una disposición interior real de obediencia, con la máxima adhesión filial; y de este modo no se reduce la participación en la Eucaristía a un rito externo y convencional, que no llega a configurar una existencia gastada en clave de entrega al prójimo, a todos, por amor de Dios.
La recepción sincera de estos tres «mandamientos» libra al cristiano del gravísimo peligro de la hipocresía, ese fermento malo que corrompía el comportamiento de los fariseos (cfr. Mc 8, 15; Lc 12, 1); libera de ese defecto que Jesús fustiga duramente (cfr. Mt 23, 13-33). El cumplimiento de los tres mandatos, iluminándose mutuamente, asegura la sencillez y la sinceridad que caracterizan a los hijos de Dios (cfr. Flp 1, 10; 2, 15).
La hipocresía consiste en ocultar lo que se es y en aparentar lo que no se es, en particular, fingiendo virtudes o cualidades que no se poseen; o también se configura en esconder algunos aspectos de lo que se piensa, se desea o se ama, para manifestar en esos puntos lo contrario. El hipócrita limpia por fuera la copa pero no por dentro, tapa con esplendores lo que se halla podrido, desciende a detalles irrelevantes y descuida la sustancia de su obligación ante Dios y los demás (cfr. Mt 23).
Cuando, en cambio, la criatura se ajusta a esos tres mandamientos de Jesús -amar, servir, participar en la Eucaristía-, el cristiano evita la hipocresía, la farsa de llamarse hijo de Dios sin intentar conducirse como el Hijo de Dios. El Hijo de Dios en esta tierra gastó sus días, sus horas, sus minutos glorificando al Padre y sirviendo a los hijos de Dios. Jesús se unía a Dios Padre por su relación filial y esta relación -constitutiva de su Persona- se manifestaba en su conducta y en su comportamiento; no cabía el menor resquicio de algo que le separase en lo más mínimo de la voluntad de su Padre, que para El representaba el único constante criterio de sus acciones, hasta en las aparentemente más pequeñas.
La unión entre filiación y obediencia constituye una característica propia de Jesús, y en consecuencia se extiende también a todos los hijos de Dios. El sufrimiento que se le requirió para cumplir la voluntad del Padre, atribuía a la fidelidad y a la obediencia de Jesús un valor muy singular como revelación de su Filiación de Unigénito. «Cuando hayáis levantado al Hijo de Hombre, entonces sabréis que Yo Soy, y que no hago nada por mi propia cuenta; sino que lo que el Padre me ha enseñado, eso es lo que hablo» (Jn 8, 28).
Juan Pablo II comentó reiteradamente esa idea en sus Catequesis sobre el Credo: «Precisamente esta obediencia al Padre, libremente aceptada, esta sumisión al Padre, en antítesis a la "desobediencia" del primer Adán, continúa siendo la expresión de la más profunda unión entre el Padre y el Hijo, reflejo de la unidad trinitaria» (Juan Pablo II, Alocución en la audiencia general, 24-VI-1987). Toda la existencia de Jesús se traduce en un estar mirando al Padre (cfr. Jn 1, l), identificado con Él porque es su Imagen; por eso, también su vida terrena como hombre entraña una perfecta e ininterrumpida donación de Sí mismo al Padre, donación que en la historia toma forma de obediencia filial y que alcanza en el Sacrificio de la Cruz su expresión máxima, perfecta.
Al poner en práctica esos tres mandamientos de la noche última de Jesús en la tierra, el cristiano garantiza la autenticidad de su condición de hijo de Dios, porque, unido al Verbo encarnado, sirve a todos los hombres con una mediación sacrificada que participa en la del Hijo y, por eso, glorifica al Padre y ayuda a sus hermanos a conocer y amar al Padre. El mandamiento del servicio le indica la forma exterior de su conducta; el del amor, la forma interior; el eucarístico, concede la fuerza para comportarse de este modo.
Los tres mandamientos se encuentran íntimamente relacionados; juntos nos manifiestan que amar como Cristo supone necesariamente un servir humilde y sacrificadamente; y que ese amor nos llega a través de su sacrificio, al que accedemos por medio del sacramento de su Cuerpo y de su Sangre. ¡Qué evidente y acertado se nos antoja, entonces, que la Eucaristía haya sido llamada durante siglos sacramento de la Pasión; y que la Santa Misa sea el centro y la raíz de la vida espiritual de un hijo de Dios!
En este sacramento, el Hijo de Dios se da a los hijos de Dios para que ellos puedan también entregarse como Él se dona. En el pan eucarístico se nos ofrece la carne del Hijo, sacrificada para que los hombres puedan llegar a ser hijos y serlo, no de manera incoada o parcial, sino plenamente: es decir, que estén en condiciones a su vez de sacrificarse por los demás, que lleguen a ser sacerdotes de su propio sacrificio «por Cristo, con Cristo, en Cristo» (Misal Romano, Doxología final de las Plegarias eucarísticas). Para darse e inmolarse por los hermanos, para amarlos como Cristo, resulta imprescindible alimentarse con la carne inmolada y la sangre derramada. Si el hombre no participa con sinceridad en la Eucaristía, queda encerrado en su propia incapacidad de amar a lo divino. Con la Eucaristía, en cambio, el cristiano conduce su filiación a la madurez y se configura con el Hijo crucificado, a semejanza del grano de trigo que cae en tierra, muere y produce mucho fruto (cfr. Jn 12, 24).
JAVIER ECHEVARRÍA