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7 febrero 2026

MARIA. MADRE DEL AMOR HERMOSO (2 de 2)

El >i>dar-dándose es la característica del amor. La Creación es un modo libérrimo de dar y darse de Dios, ad extra, hacia fuera de sí, que hace partícipes de su Verdad, Bondad y Belleza a las criaturas que le place crear. Pero a esta generosidad divina se añade otra aún mayor, la obra de la Redención: Dios se hace Hombre, toma forma de esclavo, se anonada, se entrega a la flagelación, a la coronación de espinas, a la muerte de cruz. Dios inmutable, que no puede sufrir, toma una naturaleza humana, la hace suya, y sufre para rescatarnos del poder del pecado, del demonio y de la muerte. ¡Esto es amar en la tierra!: «Nadie tiene amor más grande que el que da su vida por sus amigos», dice el Señor, con sabiduría divina y experiencia humana. Esta es la piedra de toque para saber, en este mundo, si amamos sinceramente: si estamos dispuestos a dar la vida por nuestro amor, sea divino o humano. A quien se proclama dispuesto a dar la vida, es natural que se le pida la disposición de dar otras cosas menores. El amigo ha de estar dispuesto a entregar oportunamente su tiempo, su interés personal, su comodidad; a compartir sus bienes, humanos o divinos, sus alegrías, sus éxitos y también —por qué no— sus penas y dificultades. No sería bueno vivir como los llamados por alguno «crustáceos espirituales», que segregan un caparazón imposible de traspasar en un sentido o en otro. >i>El bien es difusivo: Dios nos lo da para difundirlo, porque sólo así —dándolo— se enriquece y crece, como el fuego, que cuanto más se extiende se hace incendio imposible de apagar, y quema cuanto toca. Así ocurre con el amor verdadero, con el amor hermoso.
El auténtico enamorado sabrá entregarse sin tomar anticipos antes de unirse en matrimonio. En tal circunstancia, entregará su alma, mas no su cuerpo, precisamente para ennoblecer su amor enriqueciéndolo de vigor espiritual, de pureza, y de afanes generosos; para hacerlo más humano —y tierno— en el más bello sentido de esta palabra.
Un hombre y una mujer que hayan enreciado así su cariño mutuo, con la ayuda de Santa María, llegan al matrimonio, no «con el cuerpo marchito y el alma desencantada», sino con el gozo humano y sobrenatural de poner en marcha un proyecto divino. Con ese espíritu, el matrimonio es una fuente de serena e inagotable felicidad. Se pasa por encima de los defectos, de las flaquezas y limitaciones del otro; se sonríe —al menos en lo profundo del alma— cuando al pequeñín se le ocurre llorar con todas sus fuerzas a las cuatro de la madru¬gada; no se pierde la paz ante las dificultades y contradicciones; no se ciegan las fuentes de la vida porque se vive de un amor hermoso, fecundo, semejante —aunque a distancia infinita— al Amor de Dios, y al de su Santísima Madre. Porque el amor hermoso es total, sin reservas: no sabe de límites. Un amor así es difícil que se agoste con el tiempo. Basta «desempolvarlo» cada mañana para que aumente, como un ascua viva que, sin consumirse, alimenta su calor y su luz. En el afortunado hogar en que esto acontezca siempre habrá, si no grandes llamaradas, un buen fuego en el que no se sabrá distinguir donde termina lo humano y donde comienza lo divino: Dios estará en todas partes.
Decía que un amor hermoso está siempre dispuesto a dar la vida... y lo que haga falta. Por eso es hermosísimo el Amor de Dios, impetuoso como el torrente alto y sereno como el remanso: el Amor que Dios vive en sí mismo —sumo Bien—, y el que profesa, ante todo, a la Virgen Santísima; y después a San José, y a los Ángeles, y a nosotros, y a la creación entera. Por ello es también bellísimo el amor de Nuestra Señora: amor al Padre, de quien es Hija; amor al Hijo, de quien es Madre; amor al Espíritu Santo, de quien es Sagrario; amor a San José, de quien es Esposa; amor a los Ángeles, de quien es Reina; amor a los Santos, de quien es Madre triunfadora; amor a nosotros, hijos suyos, todavía pequeños, flacos, débiles, indigentes, pecadores, pero con un amor estupendo, que quiere ser muy grande, y crecer de día en día. También es hermoso ese amor nuestro a Dios y a la Virgen, que ahora nace, o renace, o crece al compás de esta oración, aunque nos parezca aún tosco o rudimentario. No hay que preocuparse: basta dar rienda suelta a esos grandes deseos y luchar para que se concreten en la práctica de cada día. Eso ya encanta a Dios y a su bendita Madre. ¡Gracias, Señor, porque has sido Tú quien los ha puesto en nuestra alma, como signo inequívoco de que nos quieres contigo por toda la eternidad!
La Virgen se dio ya enteramente aquí en la tierra. Nos dio a Dios y con Dios se daba Ella misma. Ahora sigue dándose desde el Cielo con una generosidad insospechada. Con un amor que le lleva a hablar de nosotros, y a pedir por nosotros, sin descanso, a nuestro Dios, hasta que nos vea triunfantes con Ella en el Cielo; con un amor que —digámoslo una vez más, insistamos—, con un amor de verdad, de verdad, ¡hermosísimo!
A la vista del Amor Hermoso, y mirando a esa Madre excelsa, pregúntate cómo son tus amores. ¿Son también hermosos tus amores? ¿Son nobles, son limpios?
¿Cuál es tu amor primero? ¿Dónde está centrado tu corazón? ¿Dónde está tu tesoro? Porque tu amor primero ha de ser el Primer Amor, el Amor infinito, que es Fuente y Raíz de todo otro amor. Si no fuera así habría un grave desorden en tu corazón, y tus demás amores ya no serían limpios: estarían desquiciados por el desorden. «Me das la impresión de que llevas el corazón en la mano, como ofreciendo una mercancía: ¿quién lo quiere? Si no apetece a ninguna criatura, vendrás a entregarlo a Dios. ¿Crees que han hecho así los santos?».
¿Cómo es tu amor a Dios? ¿Es hermoso? ¿Es encendido? ¿Es un amor que te lleva a tratarle, a buscarle siempre? ¿Te conduce a la Confesión, donde te espera Dios, igual que el padre del hijo pródigo, para abrazarte y llenarte de besos? ¿Es un amor que te lleva a la Eucaristía? Dios tiene derecho a que le quieras ex toto corde, con todo tu corazón.
Y una vez Dios en el centro de tu alma, llenándola toda, ya puedes amar adecuadamente a las criaturas: tal como Dios las quiere, con el orden con que Dios las quiere, con la medida del amor de Dios.
¿Y tu amor a las personas que te rodean, cómo es? ¿Pones en ellos tu amor de Dios? ¿Les quieres con un amor limpio, hermoso, o con un amor egoísta? ¿Les exiges lo que tú no les das? ¿Sólo les das lo que no te cuesta? ¿Buscas para ellos lo más hermoso, el Amor hermoso, el Amor de Dios?
También pudiera suceder que tuvieras que apartarte de alguna persona, si su trato fuese ocasión de escándalo: «Dime, dime: eso... ¿es una amistad o es una cadena?». «Si tu ojo derecho te escandalizare..., ¡arráncalo y tíralo lejos! ¡Pobre corazón, que es el que te escandaliza!
«Apriétalo, estrújalo entre tus manos: no le des consuelos. Y, lleno de una noble compasión, cuando los pida, dile despacio, como en confidencia: 'Corazón, ¡corazón en la Cruz!, ¡corazón en la Cruz!'».
Pero esto ocurrirá pocas veces, si tu corazón está ocupado en el Amor de Dios, capaz de saciar sobradamente las ansias más exigentes.
La Virgen es el gran recurso, creado por Dios, para nuestras dificultades, cualesquiera que sean, pero muy especialmente para los proble¬mas del corazón. Cuando nuestro corazón esté frío para Dios, o para el prójimo, o —lo que es tal vez peor—, tibio, y no reaccione a los requerimientos divinos, pronta y alegremente, hemos de volver nuestra mirada y nuestra voz a Santa María. Y recordarle aquella promesa divina: «Yo te daré un corazón nuevo y pondré un espíritu nuevo en ti; y arrancaré tu corazón de piedra y te daré un corazón de carne. Y pondré mi espíritu dentro de ti, y dirigiré tus pasos en mis mandamientos y buscarás mis juicios y los harás».
Cuando el problema parece ser la sensualidad, en rigor lo ha planteado el corazón; seguimos en el mismo ámbito y el recurso es idéntico. Atinadamente ha escrito R. Tagore que «el tesoro de la castidad viene de la abundancia del amor». El amor da fuerzas al espíritu para vencer a la materia. ¿Ya quién acudiremos para conseguir ese amor necesario? Escucha: «La Virgen Santa María, Madre del Amor Hermoso, aquietará tu corazón, cuando te haga sentir que es de carne, si acudes a Ella con confianza».
¿Estás ya dispuesto a amar de veras? ¿Tienes miedo de que se haga tu amor «demasiado espiritual»? No temas, cuanto más espíritu tenga tu amor, más verdadero será, más gozo te otorgará, más noble será tu querer. De ese amor del que hablamos, dice el Espíritu Santo en la Sagrada Escritura: «Todas las riquezas son nada en comparación del amor». ¿Quieres ser rico, con esa riqueza suprema? Acude a la Virgen con perseverancia y verás qué bien. Quizá te cueste un poco de tiempo, pero de verdad, de corazón a corazón: compensa.
ANTONIO OROZCO