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4 febrero 2026

JOSÉ. José se enamora de María

José se enamora de María
Dos hombres estaban sentados en el poyo contra la pared, a la sombra de una planta trepadora.
—Entonces, ¿me la darás por esposa? —preguntaba José.
Cleofás era un varón algo mayor que José. El sol le había requemado el pelo tupido dándole un tinte ceniciento. Tenía la cara curtida, surcada de arrugas diminutas. Todo su aspecto delataba a un hombre acostumbrado a trabajar en el campo al aire libre. Sus manos, que tenía apoyadas sobre las rodillas abiertas, eran grandes y con los bordes encallecidos.
No contestó de inmediato. Parecía reflexionar. Sólo después de un buen rato empezó lentamente a inclinar todo el cuerpo hacia adelante.
—Desde ayer estoy reflexionando sobre tu petición. Estoy dándole vueltas y más vueltas. Incluso he consultado con mi esposa. Veo que la quieres. Nos dimos cuenta en seguida. Pero quiero que sepas cómo está la cosa. Ella no tiene padres. Zacarías el sacerdote y su mujer fueron sus tutores. Cuando nacieron Simón y Jacob, y ella hubo salido de la infancia, pedimos que viniera a vivir con nosotros. Es lo que ocurrió. Desde aquel momento yo me he convertido en su tutor...
—Isabel me lo contó.
—La mujer de Zacarías era como una madre para ella. Y no deja de serlo. Se preocupa por ella, incluso de lejos. Le he prometido no tomar ninguna determinación referente a Miriam sin su consentimiento. Pero ya que te ha mandado ella misma... No quisiera decidir con premura. No me lo tomes a mal, José, yo no te conozco...
—No has tenido tiempo.
—Me gustas. Eres trabajador, piadoso. No eres muy hablador. Si se tratara de mi propia hija, ya lo tendría decidido...
—Me hago cargo de tu preocupación.
—Estuve hablando con mi mujer hasta muy tarde por la noche. Estamos dispuestos a acceder a tu petición... Sí, pero... No sé cómo verás la cosa. En Judea, conforme a la costumbre antigua, los padres o los tutores de los hijos deciden de la boda y a los jóvenes no les es lícito ni siquiera verse antes del compromiso. Nosotros aquí, hemos tenido que abandonar la antigua usanza... Es probable que estés escandalizado. Pero aquí, las chicas encuentran a los hombres, como Miriam te encontró a ti. Y ellas mismas dicen a sus padres a quién quieren por marido... ¿Esto te escandaliza mucho?
—En absoluto.
—¿De veras?
—Claro que sí. Yo amo a Miriam. Quisiera que fuera para mí no sólo mi esposa, sino mi amiga. Quiero saber si me acepta también por voluntad propia...
Cleofás levantó la cabeza y durante un momento se quedó mirando a José en silencio, aparentemente sorprendido por sus palabras. Luego le sonrió.
—Me alegro de que pienses así. En Judea la gente ha de cuidar tantas reglas... Uno se puede perder en ellas. Pero nosotros vivimos aquí entre gójim. Ya sé, se dice de nosotros, los galileos, que somos impíos...
—¿Te parece impío pedirle a la muchacha su consentimiento?
Cleofás se rascó la cabeza.
—¿Qué sé yo? ¿Qué puedo saber? No soy más que un agricultor. Los escribas dicen en la sinagoga que toda transgresión de la Ley es un pecado grave... ¿Y a ti, qué te parece?
—Creo que si estamos convencidos de oponernos a la voluntad del Altísimo al infringir un precepto, pecamos...
—¿Pero tú no estás convencido?
—No. ¿Por qué el Altísimo habría de tratar de modo distinto a un hombre y a una mujer? ¿No les habló a Sara, a Débora, a Judit? Además, voy a serte sincero... Hasta tal punto amo a Miriam, que no me casaría con ella, si no supiera que ella misma lo desea. No podría de otro modo.
Cleofás parpadeando miraba a José.
—¿Entonces, tú también? —dijo—. Porque sabes... yo tampoco podría decidir de su matrimonio sin su consentimiento —volvió a rascarse la cabeza—. Pero la norma... Tengo miedo al qué dirán los de la sinagoga... De verdad, no sé...
—¿Crees que toda norma es Ley del Altísimo?
—No... tienes razón... Por qué el Altísimo habría de mirar a la mujer de modo distinto... Sé cómo es Isabel, sé cómo es mi esposa... Pero tengo miedo... ¿Y tú, no tienes miedo?
—Yo no tengo miedo. Cuando se ama...
Cleofás volvió a reír, pero mucho más relajado esta vez.
Precisamente han sido Isabel y Zacarías quienes te han mandado aquí. Te dijeron que le echaras un vistazo a Miriam ¿verdad? Puesto que ha sido idea suya, no tendrían nada en contra de que nos diera ella misma su parecer sobre tu petición... Tú eres valiente... Ella también lo es.
Estuvo un momento más rascándose preocupado la mejilla. No le había abandonado toda la inquietud. Toda su vida vivía con el temor de infringir alguna de las innumerables normas que los escribas proclamaban en la sinagoga.
—Y ella es valiente... —repitió—. Hace dos años que la observo, y sin embargo no la conozco. Es la hermana de mi esposa, y sin embargo ¡qué diferente! No creas que estoy pensando mal de mi esposa. Pocas hay como ella entregada, hacendosa, trabajadora, obediente... y ¡cómo cuida de los niños!, ¡cómo les ayuda en todo! Pero Miriam...
Pasó su mano grande por el pelo.
—Es distinta. De verdad, no sé cómo decírtelo... vive con nosotros, come, bebe, duerme, trabaja, descansa: como cualquiera. Servicial con todos. Dispuesta a emprender cualquier tarea, con tal de librar a otro de la misma. No deja las manos ociosas. Tan alegre. Estaría siempre cantando. Reza mucho. Me gustaría saber rezar así.
Se interrumpió. Calló un momento. Se notaba que tenía dificultad en encontrar las palabras adecuadas para expresar lo que quería decir. Empezó de nuevo:
—Está a mi cuidado. ¿Pero necesita realmente del cuidado de alguien? Ha dejado apenas de ser niña, y ya hay en ella tanta madurez. Dije que es valiente como tú. Porque es valiente. Ella también, cuando ama, no tiene miedo de nada. Se fía de la gente. Si alguien pone su confianza en ella, no quedará defraudado... No es de las que pesan en una balanza comercial lo que quieren dar. Ves, por eso tengo que preguntarle si quiere ser tu esposa. Si eso es pecado, que caiga sobre mí...
José apoyó su mano en el hombro de Cleofás.
—Eso no puede ser pecado. Ten confianza.
—Tendré confianza. Quiero parecerme a vosotros. Escucha. Vete a hablar directamente con ella. Ahora. Está con las ovejas en el prado de la ladera. Vete.
José se levantó, saludó con una inclinación a su futuro cuñado.
—Gracias, Cleofás. Voy.
JAN DOBRACZYNSKI