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NUNCA SE SABE...
Todos los padres se equivocan cuando les parece que el hijo que les nace o ven crecer a su lado es la criatura más graciosa del universo. Pero Joaquín y Ana —qué santos debieron ser— no se equivocaban al pensarlo y al decirlo. Aquella niña, su hija, que acaba de nacer, poseía ya la plenitud de la Gracia.
La casa era humilde, los pañales humildes, como humilde fue —en el amplio y hondo sentido de la palabra— la vida entera de María. Pero ahora la Iglesia nos invita a contemplarla «vestida de sol, la luna a sus pies, y en su cabeza corona de doce estrellas». Todas las generaciones la llaman bienaventurada...
No podían sospechar aquel día, Joaquín y Ana, lo que había de ser de aquel fruto de su limpio amor. Nunca se sabe. ¿Quién puede decir lo que será una criatura recién nacida? Nunca se sabe...
UN ASUNTO GRAVE
Quizá por eso, porque nunca se sabe, porque nunca se sospecha que algo grande, más grande de lo que parece, sucede cuando una persona humana llega a la existencia, quizá por eso está pasando ahora lo que me venía a la mente esta mañana, cuando estaba pensando en nuestro asunto. Se organizan campañas criminales —diabólicas es la palabra más justa— para crear en todo el mundo una mentalidad favorable a lo que cándidamente se llama, a veces, «planificación familiar». Cegar las fuentes de la vida, eso es lo que se pretende. Se arguye que algunos estamos de más en el mundo, por-que muchos se mueren de hambre o no tienen alimentación suficiente y no sé cuántas cosas más. Aun pasando por alto los sofismas que emplean, las estadísticas tergiversadas que utilizan, y el evidente egoísmo que les carcome, cabría proponerles este punto de meditación:
—Estáis impidiendo que lleguen nuevos seres humanos a la vida. Decís que no hay otra solución para asegurar el futuro de la humanidad. Pero quizá sois vosotros los que no la tenéis, porque sois unos ineptos. Quizá no dais con otra solución porque no tenéis el genio suficiente. Quizá no haya llegado aún el genio capaz de dar una solución auténtica —honesta— a los acuciantes problemas del hambre. Quizá vosotros estáis matando a ese genio —a muchos genios— que podrían dar con ella, con esa solu¬ción que vuestras mentes embotadas por un ateísmo teórico o práctico, que os impide tener fe en la palabra de Dios, no son capaces de descubrir.
—Quizá —¡quizá!— Dios, que dijo imperativamente: Llenad la tierra tenga la solución que vosotros buscáis por caminos tan próximos al homicidio. Quizá El, desde su eternidad, ha pensado en unos hombres concretos que habrían de ser sus colaboradores en la tarea de dar la paz y el necesario bienestar a ese mundo nuestro. Quizá vosotros estáis matando a esos hombres, porque les impedís que lleguen a la vida.
—Quizá sea el octavo hijo, o el undécimo, el que traiga —como sucede tantas veces— la felicidad a esa familia y resuelva con su sola presencia complicados problemas. Quizá sea ése el que descubriría nuevas fuentes de energía (o los hijos de ése, a quien vosotros negáis la vida). Quizá sea ése —el que no llegará a existir, o al que asesinaréis en el seno materno, porque sois capaces de todo— el que alcanzaría una gran santidad y, por ello, daría más gloria a Dios, y traería más beneficios a la humanidad (no digo más que todos vosotros, porque lo que hacéis es destruirla) que todos los esfuerzos humanos convergentes en un objetivo común, pero desconectados de la gracia de Dios.
—Quizá vosotros estáis matando todos esos «quizá», y tiemblo por vosotros y por la humanidad futura.
El tema nos llevaría muy lejos. Pero una cosa es cierta, y muy sencilla. Ante el aborto y contraconceptivos, la respuesta de un hombre de bien es tan simple como certera: NO. Si, además, se consideran las cosas a la luz de la Revelación divina (Dios es el que sabe), la claridad llega a ser deslumbrante. Y, entonces, lo que se llama generosidad es un estricto deber. Es evidente que un matrimonio cristiano debe exigirse mucho en este punto, porque su actitud ante el tema de los hijos es resultante de la categoría de su fe.
Porque un cristiano cree en la providencia amorosísima de nuestro Padre Dios. El Vaticano II dice que los esposos han de decidir: «confiados en la divina Providencia y cultivando el espíritu de sacrificio» (sin comentarios, a lo que yo he puesto en cursiva). Pero hay, además, palabras que han fluido inmediatamente de la boca de Dios: «No os preocupéis diciendo: ¿qué comeremos, o qué beberemos, o con qué nos cubriremos? Son los paganos los que se afanan por estas cosas. Ya sabe vuestro Padre que habéis menester de todas ellas. Buscad, pues, el reino de Dios y su justicia; y todas las demás cosas se os darán por añadidura».
El cristiano sabe que la vida en la tierra es pasajera. «Una mala noche en una mala posada», decía Santa Teresa. Cree, además, en la resurrección de la carne, en aquellos «cielos nuevos y nueva tierra» de que habla la Escritura, donde Dios mismo «enjugará toda lágrima de nuestros ojos, y ya no habrá muerte ni llanto, ni gritos de fatiga, porque el mundo viejo ya habrá pasado». Cree que Dios crea el alma humana y con ello se compromete a acabar la obra buena que comenzó. Cree que «Quien resucitó al Señor Jesús, también nos resucitará con Jesús y nos presentará ante él». Cree en la felicidad eterna de los que han sido fieles a los dictados de una conciencia recta. Cree que los que ahora padecen hambre, serán hartos9. Cree que «los sufrimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que se ha de manifestar en nosotros». Cree en todas estas cosas, y en otras muchas más, que en modo alguno son marginales a la fe católica. Y una persona que crea en todo eso —y sólo así puede llamarse católica— sabe que vale la pena pasar aunque sea cien años de dolor, hambre, frío, enfermedad, por llegar un día a gozar de la inefable contemplación de la Esencia divina.
Entonces surge una grave pregunta: ¿Qué es más grave?, ¿el homicidio o evitar el hijo? El homicida mata el cuerpo, pero no puede matar el alma y ésta puede ir a gozar de la visión de Dios. El que evita el hijo, corta las manos de Dios: impide que llegue la existencia una persona que podría gozar por toda la eternidad de una felicidad inmensa. Sólo un nihilista puede despreciar la gravedad del asunto. Pongamos en manos de la Virgen la cordura de nuestros contemporáneos, y volvamos a la alegría de nuestra fiesta.
ANTONIO OROZCO