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26 febrero 2026

EUCARISTÍA. «Que os améis los unos a los otros como Yo os he amado»

Hemos de contemplar despacio lo que sucedió aquella noche, para comprender -hasta donde nos sea posible- por qué Cristo deseó ardientemente comer aquella pascua con sus apóstoles (cfr. Lc 22, 14), y también qué significaba aquella cena última para Él y los suyos. Ciertamente, para Jesús, era una cena de despedida; no ocurría así entre sus discípulos, que no se percataban claramente de lo que iba a suceder y menos aún sospechaban que la muerte del Maestro fuese inminente. El largo discurso de aquella noche, que san Juan nos transmite, guarda todo el sabor de un saludo de despedida, con las exhortaciones últimas, las que parecen más importantes; se nos presenta como una especie de testamento.
¿Qué dejaba Cristo a sus Apóstoles aquella noche? ¿Qué nos dejaba a nosotros, que vendríamos muchos siglos después? Nos dejaba a Sí mismo en el sacramento. Nos dejaba su Amor. Y las dos realidades iban juntas, una dentro de la otra, con una mutua implicación que hace imposible separarlas, incluso exponerlas por separado.
Fue una cena: la cena del supremo Amor, la cena de la Eucaristía. Juan se detiene en lo primero, los sinópticos en lo segundo. Pero los cuatro evangelistas nos hablan de una misma realidad que se manifiesta, a la vez, como entrega, servicio, amor: toda la vida del Hijo encarnado. Una realidad tan alta y sublime, tan divina, que resulta misteriosa, que supera la inteligencia y la capacidad del corazón humano (cfr. 1 Cor 2, 9).
Considerar de nuevo el aspecto convivial nos puede ayudar a entender un poco más lo que Cristo nos revela, lo que quiere que entendamos. Comer juntos expresa más que el simple alimentarse. Aquel banquete pascual manifestaba fiesta y «comunión»: la fiesta del Amor que se entregaba libremente para redimir y proporcionar la felicidad a los suyos; y además, la comunión de todos los presentes en un mismo destino y en un idéntico proyecto grandioso. Por eso a judas no le suponía alegría alguna la fiesta, no entendía nada de generosidad, de donación; era avaro y traidor; no compartía aquel propósito -que unía a los demás- de predicar una verdad que carecía a sus ojos de incidencia social (al menos, inmediata). Los otros permanecieron. Siguieron al lado de Jesús sin entenderle del todo, apesadumbrados y tristes por los signos de despedida que les mostraba, con el corazón cargado por los negros presagios que se cernían sobre Él y sobre ellos. Permanecieron con Jesús en sus tribulaciones y recibieron el testamento divino: su Cuerpo y su Sangre, envueltos en Amor.
¡Que os améis! Aquella noche Juan apoyó su cabeza sobre el pecho del Maestro, oyó sus vibrantes latidos, fuertes por la emoción de la despedida y de los desamores de los hombres. Las palabras de Jesús le llegaban directamente al corazón, porque tan graves y hondos vocablos resonaban en su alma joven, plena de entusiasmo por su Maestro. Y allí quedaron grabadas para siempre, como fuentes de comprensión de la vida y de la muerte de su Señor, como criterio de interpretación de nuestra existencia y del mundo. Dios es amor, nos repetirá al final de sus días (cfr. 1 Jn 4, 8 y 16). Toda la vida de Cristo se resume en esto: en su amor, que le lleva a la Cruz, a la Eucaristía, a lavarnos los pies. Y toda la vida cristiana se recapitula en ese último mandamiento que Juan conservará, ya para siempre, clavado en el alma y repetirá sin tregua: ¡Que os améis! Él, el hijo del trueno; el que pidió que lloviera fuego del cielo y abrasara aquel pueblito de samaritanos (cfr. Lc 9, 54); el que prohibió realizar milagros a unos que no iban con Jesús (cfr. Mc 9, 38); el que ansiaba prevalecer sobre los demás (cfr. Mc 10, 37), no se cansó de repetir hasta su muerte: ¡hijitos míos, que os améis unos a otros! (San Jerónimo, Comentario a la epístola a los Gálatas 3, 6). Por eso, también nos ha hablado tanto del Espíritu Santo.
El don de la filiación divina y el don del Amor avanzan juntos, pues el Amor personal infinito -la Tercera Persona de la Santísima Trinidad- es «quien nos hace exclamar : ¡ Abba, Padre!» (Rm 8, 15). Estos dones no se pueden separar; y la grandeza del uno ayuda a vislumbrar la grandeza del otro. Cristo trataba de hacerlo entender a sus Apóstoles; y, para convencerles de la importancia de su muerte y resurrección y de su ascensión al cielo, de la necesidad de sustraerse a su inmediata percepción sensible, les razonaba así: «Os conviene que Yo me vaya, porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré» (Jn 16,7).
No sabemos hasta qué punto los discípulos penetraron aquella noche en el contenido de estas palabras del Señor. Las asumirían plenamente más tarde, como Jesús mismo les advirtió poco después (cfr. Jn 16,12-13). Tan sobrenatural es la acción del Santificador que, de ordinario, nos pasa inadvertida.
Los Apóstoles se daban cuenta de lo que perdían si su Señor se iba. Se quedaron tristes, desconsolados, hasta el punto que Jesús les prometió repetidas veces un nuevo Consolador, explicándoles lo que obraría en ellos y con ellos; y Él mismo se quedó en la Eucaristía. Cristo promete enviar al Amor y permanece Él mismo por amor bajo los signos de este sacramento.
Esa fue su respuesta a la tristeza de afecto sincero de aquellos pocos, que en esa misma noche le abandonarían desconcertados y derrotados por la secuencia de los sucesos adversos e inesperados. Cabría afirmar también que Cristo se ha quedado en el sacramento porque en los Apóstoles nos ha visto tristes a todos, deseosos de tenerle cerca, de poder oírle y tocarle y contemplarle, para sabernos amados y comprendidos, para sentirnos seguros a la sombra de un Maestro tan sabio y omnipotente. Ha decidido no dejarnos, porque ha comprobado, en aquellos primeros, débiles y confusos, la debilidad y la pequeñez de todos los que vendríamos después. Se ofreció como Alimento de todos para que no desfalleciésemos en el camino, para que todos contásemos con la posibilidad de encaminarnos al Cielo.
JAVIER ECHEVARRÍA