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María viaja a casa de Isabel
Un día, Cleofás apareció por el taller de José.
Aunque la diferencia de edad entre ellos era poca, José trataba siempre al tutor de Miriam con el respeto debido a su posición.
Al ver a Cleofás dejó inmediatamente su trabajo, se limpió las manos y le invitó a sentarse en un banco ancho, que había hecho para las visitas. Le ofreció hidromiel, pero Cleofás rehusó con un movimiento de cabeza. Algo le preocupaba y se veía que el asunto que le traía ocupaba todos sus pensamientos. Pero le costaba expresarlo. Cleofás se frotaba sus grandes manos y hurgaba en el suelo con el talón. Resoplaba, pero no se decidía.
Esperando lo que iba a decir su futuro cuñado, José empezó:
—Qué bien que has venido. Tengo algún dinero y quiero dártelo. No me imaginaba que podría cumplir tan pronto con lo prometido.
Cleofás hizo con la mano un gesto de impaciencia.
—No vengo por esto... Por lo que se refiere al mohar, ya sabes que no quería cogerlo. Eres tú quien se empeña en pagarlo. No dudé que lo ganarías pronto. No hay muchos trabajadores como tú. A Miriam no le faltará nunca de nada. Si fueras más exigente a la hora de fijar el precio...
José sonrió.
—Cobro lo que me parece justo.
—Cobras por el material. No valoras tu trabajo.
—También cobro por el trabajo, pero no quiero demasiado. El trabajo me produce alegría. Oh, a lo mejor no sabes Cleofás qué gozo es trabajar con madera. Cada corte recuerda la cercanía del Altísimo...
Cleofás le miró con atención.
—Eres un artesano excelente —dijo—, pero creo que harías aún mejor trovador. Algunos trabajan primero, luego cantan, después rezan. Pero para ti, el trabajo es canto y oración...
—Porque el trabajo es oración...
Cleofás asintió con la cabeza.
—Tú y Miriam sois iguales. Ella piensa lo mismo. Haga lo que haga, canta y reza al mismo tiempo... Pero es de ella precisamente...
Carraspeó y empezó a retorcerse las manos según su costumbre. Cambió de tono:
—Porque, sabes, he venido aquí para hablar de ella...
—Te escucho, Cleofás.
Volvió a carraspear y a resoplar, antes de empezar.
—No sé si te has enterado de que, con la caravana de Jerusalén, llegó ayer cierta persona... A mi mujer y a Miriam solía traerles noticias de Isabel. Y desde aquí llevaba noticias... Pues ha traído algo extraordinario... ¿Acaso lo sabes ya?
—No.
—Algo realmente difícil de creer. Imagínate —apoyó ambas manos en los muslos y se inclinó hacia delante como si lo extraordinario del asunto con el que había venido le pesara sobre la nuca igual que una carga que le doblara hasta el suelo—. Imagínate. ¡Isabel la esposa de Zacarías, esperando un hijo! —lanzó esta noticia como si arrojara una piedra—. ¿Puedes creerlo? Una mujer tan mayor...
José se pasó la mano lentamente por la mejilla.
—Es cierto —reconoció—. Es una mujer muy mayor.
—Yo estaba convencido de que su tiempo había pasado hace mucho. Y Zacarías... Es tan viejo que fue llamado, según parece, por última vez para prestar servicio en el Templo.
—Exacto. Cuando estuve con él se estaba preparando para prestar ese servicio por última vez.
—Ocurren cosas extraordinarias en esta vida. Sencillamente, no puedo creerlo aunque el otro juraba que era verdad. ¿Cómo ha podido ocurrir? El otro decía que Isabel oculta su estado ante la gente —lo que no me sorprende— y mandó esta noticia a nuestras mujeres bajo secreto. ¡Una historia increíble! Parece ser que hay mujeres que se imaginan llevar un niño en su seno, y cuando se cumple su tiempo, no nace nada. Es lo que le ocurre probablemente a Isabel. Seguro que no dará a luz. Pero Miriam... —empezó diciendo, miró a José y se interrumpió.
—¿Qué ibas a decir?
—Tú ya la conoces. Para ella no hay nada imposible. En cuanto oyó la noticia, vino a verme y me rogaba que le permitiera ir con Isabel. Decía que debe forzosamente ayudarle durante el embarazo y durante el parto...
—¿Cómo? ¿Se quiere ir a Judea?
—Pues sí, justamente... Un camino larguísimo. Y ahora que todo está quemado por el sol. Las carreteras están vacías... Una chica sola...
—No lo habrás consentido, claro.
Cleofás miró a José y bajó inmediatamente la vista. Azorado, enrollaba alrededor de su dedo el extremo de su túnica.
—Cuando sea tuya podrás prohibirle hacer tonterías.
Pero yo... A decir verdad no soy capaz de prohibirle nada. Me parece siempre... Ya te lo he dicho —explotó—, ¡parece una muchacha corriente y sin embargo es distinta! No se cómo portarme con ella. Incluso mi mujer no consigue entenderla a menudo. Nunca pide nada. No se niega a nada. Hace todos los trabajos. Pero cuando vino a pedir...
—¿Qué has decidido?
—Ella decidió sola. Antes de que tuviera tiempo de explicarle que esto no tiene sentido, ya me dijo que por la mañana salía una caravana para Jericó, que había hablado con esa gente y le habían prometido llevarla con ellos.
Se puso de pie de un brinco. Exclamó:
—¿Cómo? ¿Entonces le has permitido marchar?
—No grites. Siéntate —Cleofás tiró a José de la túnica y le obligó a sentarse de nuevo en el banco—. Ya está hecho... Es muy fácil de decir: se lo permitiste, se lo permitiste... —suspiró—. Hablemos con tranquilidad. No puedo creer en este embarazo, seguro que tú tampoco lo crees. Pero ella está segura de que sí es cierto... Y puesto que cree, entonces sabe que Isabel, al estar esperando un hijo, necesita tener a alguien con ella. Piénsalo: una mujer vieja, sola. Miriam la trata como si fuera su madre...
—¡Entonces había que hacer otra cosa! ¡La has dejado marchar con unos extraños!
—Totalmente extraños no. Conozco a esos mercaderes. La he acompañado... Prometieron que iban a cuidar de ella...
—¿Entonces la has acompañado? ¿Y a mí no me has dicho nada?
Cleofás echó una mirada a José, suspiró y volvió a bajar la cabeza. Cayó el silencio. José se mordió el labio y miraba ante sí. A lo lejos, en medio de las rocas rojo amarillentas, serpenteaba la carretera como un hilo negro, por la que llegó a Nazaret hacía medio año. Ahora, pensaba, ella está en algún sitio de esa carretera. Una muchacha sola con un grupo de forasteros. El corazón de José se llenó de indignación y de resentimiento contra Cleofás. Tenía que haber venido, informarle del viaje. Habría ido con Miriam. Un viaje juntos no habría sido muy apropiado, es cierto. ¿Y no habría sido mejor exponerse a la opinión pública que exponer a la muchacha a un peligro? Y ahora pasarán semanas, tal vez incluso meses, sin que él sepa nada de ella.
—¿Estás enfadado conmigo? —preguntó Cleofás.
—Lo estoy.
—Quería venir a decírtelo. Quería incluso decirte que fueras con ella. Créeme, estoy de tu parte...
—Y ¿Por qué no lo has hecho entonces?
Suspiró de nuevo.
—Pués, José... Quisiera que ya te hicieras cargo de ella... Fue ella quien se opuso a que te avisara...
-¿Ella?
Miraba estupefacto a Cleofás.
—Ella. Me dijo: Avisa a José que le mandaré noticas en cuanto llegue. Que no se intranquilice... Y salúdale. Con afecto. Pero yo no quiero que venga conmigo...
—¿Te dijo esto?
Empezó, y se calló preso de una ola de resentimiento. ¿Entonces fue ella misma? Sabía que él iba a preocuparse y sin embargo se fue. Y no quería que la acompañara. Ni siquiera se despidieron. Este pensamiento le abrasaba dolorosamente. Pero si él había aceptado siempre todo lo que ella había querido... No pedía nada a cambio, no exigía nada. Solo quería cuidarla, protegerla del peligro únicamente...
Cuando aceptó su declaración, tan sencillamente y con tanta simpatía, estaba seguro de que le amaba. Tenía un pacto con el Altísimo, pero él le había prometido que iba a respetar su decisión. Estaba convencido de que, gracias a este sacrificio, la misteriosa luz que ardía en Miriam dejaría de ser un secreto para él. Su mundo oculto sería también su mundo... Desaparecería ese sentimiento de timidez que le asaltaba siempre que hablaba con ella. Lo sabrían todo uno del otro, pensarían en común. Sólo así se imaginaba el amor. ¡Y resulta que ella se va, llamada por asuntos que consideraba exclusivamente suyos! Como si quisiera mostrarle que no lo compartiría todo con él. ¡Que hay recovecos en su corazón a los que él no tiene y no tendrá acceso!
El corazón de José se llenó de desilusión. Por primera vez apareció la duda de si la compañera soñada que había encontrado, era realmente la que estaba esperando. Acaso todo no era más que un malentendido: los consejos de Zacarías, los ánimos de Isabel, el encanto de Miriam. Acaso tenía razón su padre recriminándole su espera. ¿Los sueños forjados durante años no le habrían desdibujado el verdadero aspecto de la muchacha que había encontrado? Incluso las personas que le rodeaban perdieron inmediatamente su aspecto simpático. Miró de reojo la cara de Cleofás. La cara huesuda que emergía del espesor de la barba rojiza le pareció de repente obtusa y repugnante. ¡Qué fácilmente se había dejado llevar por las apariencias!, pensó. ¡Incluso este hombre la había parecido sensato y cordial!
Y sin embargo, a pesar de la amargura que le llenaba el corazón, se le planteó una pregunta: ¿renunciaría a esta muchacha? No. Era perfectamente consciente de que no podría encontrar nunca otra igual. Desde el primer momento que la vio en las escaleras bajo el arco del pozo, supo que la amaba, para todo y a pesar de todo. Hiciese lo que hiciese, no podía renunciar a ese amor. Estaba cogido en la trampa.
Apretó con fuerza los labios y calló. Cleofás resoplaba a su lado. El silencio se prolongaba. Al fin dijo Cleofás:
—Pues ya ves... Es así. No quería decírtelo. No la entiendo. No tenía que haber obrado así. Yo estoy contigo. Pero ella es así... —abrió los brazos afligido—. Y si la quieres deberás aceptarlo.
José se apretó la frente con los dedos. Ella también me había dicho, pensaba, que la entendería, porque la amo... La amo, pero no comprendo...
—Lo sé —contestó.
Pero en esta afirmación no había convicción. Sencillamente, quería dar la conversación por terminada. Hacía seis meses le parecía haber llegado a un puerto tranquilo donde podría quedarse toda su vida. Presentía ahora que iba a ser distinto. Su barca no había atracado a la orilla, sino que se había alejado del muelle y zarpado con rumbo a una desconocida y lejana aventura.
JAN DOBRACZYNSKI