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La trampa de la falsa humildad
El falso razonamiento que acabamos de considerar toma en ocasiones una forma más sutil que describimos a continuación y contra la que conviene estar en guardia. Santa Teresa de Jesús estuvo a punto de «caer en la trampa» y abandonar la oración (¡habría sido un daño irreparable para toda la Iglesia!). Y uno de los motivos principales por los que escribió su Libro de la Vida fue el de prevenir contra esta trampa.
Se trata de una clave en la que el diablo toca hábilmente. La tentación es la siguiente: el alma que comienza a hacer oración percibe sus faltas, sus infidelidades y la penuria de sus conversiones. Entonces, se siente tentada de abandonar la oración razonando así: «Estoy llena de defectos, no adelanto, soy incapaz de convertirme y de amar seriamente al Señor; presentarme ante Él en este estado es una hipocresía, juego a la santidad mientras que no valgo más que los que no oran. ¡Cara a Dios, sería más honesto abandonar!»
Semejante razonamiento convenció a santa Teresa y -como cuenta en el capítulo 19 de su Libro de la Vida-, tras unos años de practicarla asiduamente, abandonó la oración durante un año, hasta conocer a un padre dominico que (afortunadamente para nosotros) la recondujo al buen camino. En aquella época santa Teresa estaba en el convento de la Encarnación de Ávila y tenía unos buenos deseos de entregarse al Señor y de hacer oración. Pero aún no era santa; ¡lejos de ello! Especialmente, no conseguía liberarse de su costumbre de acudir al locutorio del convento a pesar de adivinar que Jesús se lo pedía. De temperamento alegre, simpático y atractivo, disfrutaba frecuentando a la buena sociedad de Ávila que se reunía habitualmente en los locutorios del monasterio. No hacía nada grave, pero Jesús la llamaba a otra cosa. El tiempo de oración era entonces para ella un verdadero martirio: se encontraba en la presencia de Dios, era consciente de serle infiel, pero carecía de fuerza para dejarlo todo por ÉL Y como hemos dicho, ese tormento estuvo a punto de hacerle abandonar la oración: «Soy indigna de presentarme ante el Señor cuando no soy capaz de darle todo; es burlarme de Él; mejor sería dejarla...»
Santa Teresa llama a eso la tentación de la «falsa humildad». Ya había abandonado efectivamente la oración, cuando un confesor le hizo ver que, al hacerlo, perdía toda posibilidad de mejorar algún día. Era necesario, al contrario, perseverar en ella porque, precisamente gracias a esa perseverancia, obtendría en su momento la gracia de una total conversión y de una entrega plena de sí misma al Señor.
Esto es muy importante. Cuando nos iniciamos en la vida de oración no somos santos, y a medida que la practicamos lo percibimos mejor. Quien no se pone ante Dios en medio del silencio no descubre sus infidelidades y defectos; sin embargo, son patentes para el que hace oración, y ello puede suscitar un gran dolor y la tentación de abandonar. En este caso no hay que desesperarse sino perseverar, con la certeza de que la perseverancia obtendrá la gracia de la conversión. Cualquiera que sea su gravedad, nuestro pecado jamás debe ser un pretexto para abandonar la oración, en contra de lo que nuestra conciencia o el demonio puedan insinuamos; por el contrario, cuanto más miserables somos, mayor motivo tenemos para hacerla. ¿Quién nos curará de nuestras infidelidades y pecados, sino el Señor misericordioso? ¿Dónde encontraremos la salud de nuestra alma, si no es en la oración humilde y perseverante? «No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores» (Mt 9, 13). Cuanto más enfermos nos sentimos de esa enfermedad del alma que es el pecado, más debe incitamos eso mismo a hacer oración. ¡Cuanto más heridos estamos, más derecho tenemos a refugiarnos junto al corazón de Jesús! Sólo Él puede sanarnos. Si nos alejamos de Él por ser pecadores, ¿dónde iremos a buscar la curación y el perdón? Si esperamos a ser justos para hacer oración, podemos esperar largo tiempo. Tal comportamiento únicamente demostraría que no hemos entendido el Evangelio; puede tomar una apariencia de humildad, pero, de hecho, sólo es presunción y falta de confianza en Dios.
JACQUES PHILIPPE