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EN LA NATIVIDAD DE NUESTRA SEÑORA
En la pequeña casa de Nazaret resuena una voz de alegría incontenida:
— ¡Es una niña!
Y el eco salta por las callejuelas estrechas, hasta la plaza.
— ¡Mirad, mirad qué ojos!
— Son los de su padre...
— Y la barbilla es de su madre...
Los comentarios se suceden con alborozado desorden. Todos se han olvidado ya de que habían soñado con un varoncito, porque, en verdad, aun para un judío de entonces, aquella niña encantaba nada más verla. Le pondrían por nombre María, y llegaría a ser —a la sazón nadie lo sabía— Madre de Dios y Madre nuestra.
En la fiesta de la Natividad de Nuestra Señora, celebramos aquel acontecimiento entrañable, que tanto tenía en común con lo coti¬diano, pero trascendental para la Humanidad toda.
Hoy, al levantarnos e invocarla —como todos los días—, cada uno le habrá dicho palabras distintas, pero todas en todo caso expresivas de nuestro profundo afecto y veneración, que en este día adquieren una carga de amor más intenso. Nuestro corazón se ha alzado en acción de gracias a Dios por haber creado a aquella Niña maravillosa que había de ser Madre suya y nuestra. El mundo se hallaba en tinieblas. La sombra del pecado lo oscurecía todo. Pero el día en que nació la Inmaculada despuntaba la Aurora anunciando el gran día, la gran Luz que había de nacer de Ella, para disipar toda tiniebla y alumbrar a los hombres el camino que conduce a la santidad, al Amor eterno.
UNA ETERNA JUVENTUD
¿Cuántos años cumple hoy la Virgen? Mil novecientos ochenta y tantos... Pero a Ella no le importa —al contrario— que sus hijos le recordemos que cumple tantos. Para nuestra Madre el tiempo ya no pasa, porque ha alcanzado la plenitud de la edad, esa juventud eterna y plena que se consigue en el Cielo, donde se participa de la juventud de Dios, que, al decir de San Agustín, «es más joven que todos» precisamente por ser inmutable y eterno. Como la Virgen es la criatura que goza de una unión con Dios más íntima, es claro que es también la más joven de todas las criaturas. Juventud y madurez se confunden en Ella, y también en nosotros cuando vamos ad Deum, qui laetificat iuventutem meam, hacia Dios que nos rejuvenece cada día por dentro y, con su gracia, nos inunda de alegría.
Desde su adolescencia, la Virgen gozó de una madurez interior maravillosa. Lo observamos en su primera aparición en los relatos evangélicos. Ahora, yo diría que posee la madurez de muchos siglos de Cíelo —casi veinte—, con una sabiduría divina y una sabiduría materna que le permite contemplarnos con una mirada profunda, amorosa y —¿por qué no decirlo?— tierna, que le descubre el corazón de cada uno de nosotros para conocernos y comprendernos enteramente, mucho más que cualquier otra criatura. Ella es —después de Dios— la que más sabe de la vida nuestra, de nuestras fatigas y de nuestras alegrías. Por eso la sentimos siempre cerca, muy cerca, muy apretada a nuestro lado, confortándonos con su sonrisa permanente, disculpándonos cuando nos portamos de un modo indigno de un hijo suyo; y esa disculpa nos anima —qué bien lo sabe— a ser más responsables, a estar más atentos al querer de Dios.
Comprende también ahora que no hallemos palabras adecuadas para expresarle nuestro cariño y no seamos capaces de hacer cosas espectaculares en su fiesta de cumpleaños. Le bastan nuestros deseos grandes, nuestros corazones vueltos hacia el suyo, nuestra mirada en la suya y nuestros propósitos —firmes y concretos— de tratarla más asiduamente y quererla así cada día con mayor intensidad.
ANTONIO OROZCO