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José se establece en Nazaret
Se iba ambientando cada vez más en la ciudad donde se había establecido. Amplió la casa que había comprado, tiró la pared que cerraba la gruta y construyó otra más adelantada para tener más espacio. En la pared abrió también unos huecos para las ventanas. Aquí instaló su taller. Al fondo, detrás de una cortina, estaba la verdadera vivienda. Trabajaba a su estilo: con cuidado y precisión, sin prisas.
Pero antes de reconstruir la casa, lo primero que hizo fue un cubo para sacar agua del pozo. Puso en este trabajo toda su habilidad. Trató de hacer un cubo que al mismo tiempo fuera mayor y más ligero que el utilizado por las mujeres para sacar agua. No escatimó esfuerzo. Siempre ponía el corazón en su trabajo, esta vez, sin embargo, la realización del cubo se transformó en una verdadera canción de amor.
Cuando estuvo terminado, se fue al pozo antes del amanecer y cambió el antiguo balde pesado por el nuevo lindamente decorado al fuego. No mencionó a nadie lo que había hecho. Volvió a casa y se puso a trabajar. Pero el corazón le latía inquieto.
Seguía sin ver a Miriam, si no era en casa de Cleofás. Se saludaban, si se veían en la calle, pero no hablaban juntos. Ahora eran novios —y lo sabía la gente de Nazaret—. José tenía un particular cuidado para que no recayera en Miriam ninguna sospecha de ligereza. Aquí en la «tierra de los paganos», el comportamiento de las jóvenes era diferente. Las muchachas griegas, las sirias, las cananeas, no esperaban el enlace oficial. Se veían con sus novios y se convertían en sus amantes. Sus gritos y sus risotadas trastornaban a veces el corazón de José. Pero esta intranquilidad se sosegaba, considerando que con su renuncia conquistaba un amor tan grande y se encendía en él un entusiasmo más fuerte que las llamadas del cuerpo. Solía pensar a menudo en Zacarías e Isabel y en lo que le contó aquella vez el viejo sacerdote. Zacarías amaba a su esposa, y pedía una señal que justificase ese amor, que él creía pecaminoso. El, José, había encontrado el amor por Miriam tras muchos años de espera. Pero no dudaba ni por un momento que era el Altísimo mismo quien le había traído aquí a Nazaret como llevó a Tobías hasta Sara. La muchacha era un don Suyo. Este don exigía sacrificio, un sacrificio parecido, pero superior, al de Tobías. Pensaba que gracias a ese don se le había abierto el mundo secreto del corazón de la muchacha y ya nada les separaría.
Miriam no le dijo lo que pensaba del cubo nuevo. Pero al día siguiente de haberlo cambiado, al volver José a su casa, tras una ausencia un poco larga, encontró a su asno comido, bebido, cepillado, con tanto esmero que su pelo gris claro recordaba un tejido precioso traído por mercaderes desde el lejano oriente. Adivinó enseguida quién lo había hecho y por qué lo había hecho. No necesitaban hablar, sus pensamientos se encontraban incesantemente. José dejaba a la puerta de Cleofás los objetos más hermosos que había hecho, y encontraba luego en su propia puerta ramos de flores. Su borriquillo estaba siempre perfectamente abrevado y aderezado. A veces le parecía descubrir las huellas de unos pies pequeños en el sendero pedregoso junto a su casa. Pero Miriam no se dejó ver nunca. Sabía moverse inalcanzable, como una sombra.
El cambio del cubo no pasó inadvertido entre las mujeres de la ciudad. E inmediatamente todas supieron quién era el artífice. Difundieron la noticia entre padres y maridos. Dos días más tarde, mientras José realizaba unos trabajos de albañilería, se presentaron ante él dos hombres ricos de la ciudad: Joel, el tintorero conocido por todo el mundo, y Guerim, el no menos apreciado fabricante de sandalias decorativas. Los dos vinieron para ver los objetos fabricados por José. Acariciaban la madera cuidadosamente pulida con muestras de admiración. Inmediatamente uno encargó una mesa y el otro dos banquetas.
Los encargos llovían uno tras otro. La mayoría de los que venían eran labradores que necesitaban rejas, arados, palas y horquillas. Le pedían urgencia en la entrega debido a los trabajos del campo. José abandonaba constantemente la construcción para atender los encargos urgentes. Los procedentes de los comerciantes ricos podían esperar. Para él las herramientas de trabajo tenían preferencia. Ganaba poco con ellas, pero lo que ganaba le bastaba ampliamente. Iba ahorrando para el mohar, que se había comprometido a pagar por Miriam a Cleofás. También daba a los necesitados. La noticia pronto se extendió entre los pobres de la ciudad y en cuanto desaparecían los que venían con encargos, de detrás de los árboles y de las paredes salían tímidamente ciegos, cojos e incluso leprosos. Ninguno se marchaba sin ayuda.
Los días transcurrían uno tras otro. Ya había pasado medio año desde que José llegó a Nazaret. La casa fue por fin terminada. Los encargos no faltaban. José, aunque hacía muchas cosas, se aplicaba siempre con esmero y no entregaba nada sin antes haberlo terminado cuidadosamente. Normalmente daba un plazo más bien largo, pero casi siempre el trabajo estaba terminado antes.
Tal como ocurría en Belén, por su taller empezaron a aparecer los niños. De lejos parecían sentir su simpatía. Aprendió rápidamente a reconocerlos. Los conocía por su nombre. Desde luego, los primeros eran los hijos de Cleofás. Venían los chicos, venían las chicas. Hablaba con ellos y escuchaba lo que decían. A los mayores les enseñaba cómo utilizar la sierra, la garlopa, el martillo.
Después de los niños vinieron los mayores. Les atraía no sólo la curiosidad de conocer al nuevo naggar. Venían con ruegos de ayuda o consejo. José no podía imaginarse por qué él, siendo joven, poco hablador, recién llegado a la ciudad, se convertía en consejero de muchas personas mayores que él y ciertamente más experimentadas.
JAN DOBRACZYNSKI