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INMACULADA
«Qué pura, Platero,-y qué bella esta flor del camino. Pasan a su lado todos los tropeles —los toros, las cabras, los potros, los hombres—, y ella, tan tierna y tan débil, sigue enhiesta, malva y fina, en su vallado solo, sin contaminarse de impureza alguna.» Cuántas veces, al leer y releer estas palabras de Juan Ramón, me ha venido la Virgen al pensamiento. Y la he visto por aquellos caminos de Nazaret, por los caminos del mundo, en medio de una muchedumbre basta e incivilizada. Y Ella, sin embargo, como la flor del poeta, siempre incontaminada. Nunca y en nada le tocó el pecado. Es y fue siempre toda limpia, toda hermosa, llena de gracia: inmaculada. Al cabo de nueve días de contemplarla así, sin salir de nuestro asombro, el corazón se nos alza en acción de gracias a Aquel que es el Hacedor de toda maravilla, y seguimos con el deseo de escrutar aún más lo que Dios quiere decirnos con el misterio que nos ocupa.
Quiso el Señor Omnipotente, al llegar hecho Niño a este mundo suyo, encontrarse arrebujado, apretado, entre unos brazos que estrecha¬sen por primera vez, contra un corazón que fuese como un ascua viva de puro amor; y ser contemplado por unos ojos sin nada turbio en el mirar. Quiso ser acariciado por unas manos libres de impureza alguna y ser sonreído por un rostro en el que pudiera reconocer sin esfuerzo la imagen de Dios que es la criatura humana.
El Rey de reyes y Señor de señores, no quiso, al llegar a este mundo, ni tronos ni atributos de realeza: quiso, sencillamente, el regazo de una Madre como su Madre y unos pañales humildes que no aturdieran a los pastores lugareños: ni más ni menos. Por todas estas cosas, por otras que sabemos y acaso por otras muchas que no nos es dado conocer aún, Dios quiso a su Madre inmaculada, y nos parece muy razonable que así fuera. Es más, nos parece bien, francamente bien, porque no sólo a tal Hijo convenía tal Madre, sino que a nosotros, pobres pecadores, nos viene a las mil maravillas tener siempre a la vista, y por Madre, a una criatura de nuestra misma condición, de carne y hueso, en quien podamos descubrir hecho realidad el ideal humano.
Al contemplar las maravillas que Dios hizo en el alma y en el cuerpo de la Virgen, se nos ocurre pensar que el mundo —este mundo nuestro— no fue el lugar más adecuado para Ella. La Madre de Dios hubiera encajado mucho mejor en el Paraíso, donde todo era puro y limpio.
Pero el Señor la necesitaba aquí, y aquí la puso, en esta tierra contaminada por el pecado. La vida terrena de nuestra Madre nunca fue fácil. Su pureza debía chocar, con dolor, con el ambiente enrarecido por la soberbia humana, por el egoísmo, las ambiciones poco nobles y las sensualidades de las gentes que le rodearon. Ella no pudo acostumbrarse nunca a tales cosas, porque la intensidad e intimidad de su trato con Dios le mantenía siempre con una sensibilidad fidelísima, que detectaba de inmediato la más leve ofensa a Dios. Nuestra Madre gozaba —y sufría— de la piel más delicada, que le permitía vivir «sin contaminarse de impureza alguna», aumentando incesantemente su amor a Dios y a las almas todas.
Malo sería que nos sintiéramos totalmente a gusto aquí, en la tierra; revelaríamos una piel muy ruda, insensible, paquidérmica, y un escasísimo amor a Dios. Yo le pediría hoy a la Virgen Inmaculada un gran don: el de no perder la sensibilidad ante el único verdadero mal que puede haber en nuestra propia vida o en la de los demás, el pecado. ¿Nos damos cuenta de que el pecado es una monstruosidad moral, más grave que cualquier catástrofe física? ¿Comprendemos que el más leve pecado venial es un mal infinitamente mayor que el mayor cataclismo cósmico? «Nosotros, los hombres de hoy —decía no hace mucho Pablo VI— estamos perdiendo el sentido del pecado. Pío XII, nuestro venerable predecesor, vino a decir que 'tal vez hoy el pecado más grande del mundo es que los hombres han empezado a perder el sentido del pecado'». Hemos de reaccionar con un dolor profundo ante nuestras más pequeñas ofensas a Dios. Pero también hemos de ser sensibles —y desagraviar— ante los pecados ajenos. ¿Cómo se conmueve nuestro corazón ante tantos abortos voluntarios —viles asesinatos de criaturas indefensas—, ante la naturalidad escalofriante con que muchos ciegan las fuentes de la vida, ante tanta infidelidad conyugal, pornografía, etc.? ¿Nos quedamos tan frescos o nos mueve a la oración y a la penitencia?
La primera vez que oímos una barbaridad, decimos o pensamos: «¡esto es una barbaridad!». Pero si la escuchamos cincuenta veces —como hoy tristemente sucede— corremos el riesgo de acostumbrarnos e imaginar que «no es para tanto», que «si todo el mundo lo dice...», que no se puede «perder el tren de la historia», que hay que «ser modernos», y acabar admitiendo la monstruosidad como la cosa más natural del mundo. Es preciso andar alerta y con la guardia levantada: acudir con frecuencia al sacramento de la Penitencia y a la Eucaristía; no descuidar la sólida formación doctrinal, de acuerdo con algún sacerdote docto y, por ello, obediente al Romano Pontífice (Padre y Pastor común de todos los católicos); leer y releer —tarea diaria— el Evangelio; y hacer oración, mucha oración: tratar mucho a Dios y a su Santísima Madre. Cerquita de Ella estamos seguros.
No se trata de huir del mundo. Dios nos quiere aquí. Así rezaba el Señor Jesús a su Padre celestial: «No pido que los saques del mundo, sino que los guardes del mal». La Virgen no huyó, aunque hubiera estado más a gusto en el Paraíso. La Virgen amó más que nadie este mundo.
Yo tuve el privilegio de contarme entre aquella muchedumbre —unas cuarenta mil personas— que en el campus de la Universidad de Navarra asistían, el 8 de octubre de 1967, a la Santa Misa celebrada, bajo un luminoso cielo azul, por Mons. Escrivá de Balaguer, Gran Canciller de aquella Universidad. Escuchábamos con silenciosa y hondísima emoción su homilía, en la que con una justeza impresionante iba expresando y esclareciendo —con sabiduría del Espíritu Santo— esa doctrina que yo no hago más que balbucir aquí: «Lo he enseñado —decía el Fundador del Opus Dei— con palabras de la Escritura Santa: el mundo no es malo, porque ha salido de las manos de Dios, porque es criatura suya, porque Yaveh lo miró y vio que era bueno. Somos los hombres los que lo hacemos malo y feo, con nuestros pecados y nuestras infidelidades. No lo dudéis, hijos míos: cualquier modo de evasión de las honestas realidades diarias es para vosotros, hombres y mujeres del mundo, cosa opuesta a la voluntad de Dios». Y añadía, más adelante: «Soy sacerdote secular: sacerdote de Jesucristo, que ama apasionadamente el mundo». Aquí está la clave del espíritu del Opus Dei, del que todos los cristianos corrientes pueden participar.
Precisamente los cristianos corrientes tienen la responsabilidad de hacer de este mundo un mundo lo más semejante a la Virgen que sea posible. No sin misterio y verdad se llamaba a la Madre de Dios, en la primitiva cristiandad, Terra immaculata. Ese anticipo nos llena hoy de esperanza. Ese ambiente que deseamos sano y santo, humano y divino a un tiempo, ya existe: está encarnado en la Virgen Santa María.
Vamos a comenzar por barrer nuestra propia casa; vamos a limpiar, a purificar, a amar con el amor de Dios. Necesitamos un sentido fuertemente, agudamente crítico ante las diversas maneras de enfocar y resolver los problemas que tienen nuestros contemporáneos. Ese sano juicio crítico ha de edificarse sobre la base de un buen examen de conciencia personal, en el que confrontemos diariamente nuestra conducta con el querer de Dios, nuestra luz con la Luz divina, nuestro sentido con la sensibilidad de Cristo, para poder decir con San Pablo: Nos autem sensum Chrisíi habemus, nosotros tenemos la mente del Señor.
Así estaremos en condiciones de santificar el mundo desde dentro, siendo del mundo, sin ser mundanos. «Dios nos ha llamado a todos para que le imitemos; y a vosotros y a mí para que, viviendo en medio del mundo —¡siendo personas de la calle!—, sepamos colocar a Cristo Señor Nuestro en la cumbre de todas las actividades humanas honestas». No hay que dudarlo: «estas crisis mundiales son crisis de santos» Sin el amor de Dios no puede haber verdadera justicia y verdadera libertad. Si queremos hacer algo bueno, positivo, eficaz por ese mundo nuestro, no podemos conformarnos a él, sino luchar por ser santos.
ANTONIO OROZCO