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Preparación para cada Misa: «no presentarse con las manos vacías»
El cuarto evangelista no ha recogido las palabras de Jesús mientras convertía el pan en su Cuerpo y el vino en su Sangre, la noche antes de su pasión y muerte. Se suele comentar que el apóstol Juan lo consideró suficientemente afirmado en los otros tres evangelios y en la primera carta de san Pablo a los Corintios; y prefirió transmitirnos el discurso del Pan de vida en la sinagoga de Cafarnaún, que ilumina y explica lo que Jesús instituyó aquella última noche. Además, ha descrito una escena que debió suceder al principio de aquella última reunión y que los otros hagiógrafos del Nuevo Testamento no narran. Una escena impresionante, si la contemplamos con ojos de fe: Jesús -Dios encarnado- lavó los pies a sus discípulos.
El banquete, la reunión para comer y beber juntos, no carecía de una significación profunda: la comunión personal, que se coloca más allá de la materialidad de la alimentación necesaria para subsistir. Con un banquete se celebra un evento gozoso del que varios participan; con un convite se abre camino a una colaboración, a una amistad; o bien se mitiga el dolor de una separación definitiva, buscando consuelo en otros que también amaban a quien ha desaparecido.
En tiempos de Jesús la participación en un banquete estaba rodeada de muchos detalles, tanto en su preparación como en su desarrollo: se lavaba los pies a los comensales, se les ungía la cabeza; el anfitrión les daba el beso de paz y bienvenida, se elegían los lugares que cada uno debería ocupar, se adornaba la sala, se escogían y condimentaban diligentemente los manjares... Cada uno de estos gestos concurría a reforzar el significado de comunión y también a crearla; su ausencia, como manifestó Cristo a Simón el fariseo cuando los descuidó, denotaba falta de amor, de acogida, de verdadera aceptación personal (cfr. Lc 7, 36-50). El invitado correspondía con sus dones. Nadie, en efecto, se presentaba sin llevar algún obsequio. Y menos aún ante Dios: «No te presentes ante el Señor con las manos vacías» (Sir 35, 4).
En la revelación de la relación entre Dios y el hombre, es éste un detalle que no puede pasar inadvertido. En el Antiguo Testamento, Dios se sirve de la imagen del banquete para prefigurar los últimos tiempos, la situación escatológica; o para recordar y celebrar los beneficios divinos (la liberación de Egipto, la entrega de la Ley). También Cristo recurre varias veces en sus parábolas al símil del convite para describir el reino de los cielos. Y también Él, como en el Antiguo Testamento (cfr. Ex 23, 15), valora que el invitado no acuda con las manos vacías, sin traje de bodas, sin lámpara encendida (cfr. Mt 22, 12; 25, 8; 25, 21).
La elección del don se presenta como una cuestión delicada, pues hay que acertar con algo que sea del agrado del anfitrión. ¿Qué es lo que puede agradar a Dios? El profeta se planteó la pregunta y obtuvo respuesta. «¿Con qué me presentaré ante el Señor y adoraré al Señor Altísimo? ¿Me presentaré a Él con holocaustos, con terneros de un año? ¿Se complace el Señor con miles de carneros, o con torrentes de aceite a millares? ¿Daré mi primogénito a cambio de mi delito, el fruto de mis entrañas por mi propio pecado? ¡Hombre! Ya se te indicó lo que es bueno, lo que el Señor quiere de ti: practicar la justicia, amar la caridad y conducirte humildemente con tu Dios» (Mi 6, 6-8). Las obras de la justicia, de la misericordia y de la amistad con Dios deben colmar las manos de los invitados por Él.
La consecución material del obsequio supone un cierto esfuerzo, que encierra ya un signo de amor, porque amar incluye ese inclinarse hacia la persona que se ama, y ofrecerle algunos bienes, entregarse a sí mismo de manera ordenada. Parece claro que la materialidad del regalo reviste importancia secundaria, lo que verdaderamente cuenta se manifiesta en el amor que mueve a dar. El amor en sí mismo tiene razón de primer don (Suma Teológica, I, q. 38, a. 2).
¡Qué bien entendemos que sólo resulta posible llenar las manos cuando el corazón rebosa de amor! Y que lo que Dios espera, en definitiva, es nuestro corazón, nuestro cariño cuajado en obras. «Dame, hijo mío, tu corazón y pon tus ojos en mis caminos» (Prv 23, 26). Así debemos presentarnos los sacerdotes a celebrar la Santa Misa todos los días: con el corazón encendido en amor divino, con muchas obras de servicio a nuestros hermanos.
«Debéis lavaros los pies los unos a los otros»: servidores de todos
Aquella noche, el Hijo de Dios realizaba la obra más grande de amor al Padre: le ofrecía su vida humana llegando, por obediencia filial, hasta aceptar la humillación de morir clavado en un madero (cfr. Flp 2, 5-9). «No se haga mi voluntad, sino la tuya» (Le 22, 42). Alcanzaba su cima histórica aquella total y constante dedicación a las cosas del Padre, que reveló por primera vez a María y a José en el Templo, con la edad de doce años (cfr. Lc 2, 49) y de la que sus discípulos fueron testigos durante el tiempo que con El convivieron. Jesús volvía al Padre con las manos llenas. Rebosaban de obras de amor al Padre y a los hijos del Padre, a sus hermanos, por cuya salvación moría. El banquete al que les invitaba aquella noche última era signo de ese amor y causaba en ellos ese amor: era el convite de su Carne y de su Sangre. Pero antes, Él, que «hizo todo bien» (Me 7, 37), les lavó los pies.
¿Por qué les lavó Él mismo los pies? De este servicio se ocupaba habitualmente un criado; al señor de la casa correspondía asegurar que se prestaba esa atención y recibir con un beso al huésped. ¿Por qué Jesús quiso ir más lejos? Porque los amó «hasta el extremo» (Jn 13, 1), perfectamente, hasta el último detalle, hasta el final de sus días, hasta la locura de dar por ellos la vida.
Cristo se excede en el amor a los suyos: así es siempre su perfecta Caridad. En sus gestos de donación va siempre más allá de lo que esperamos y soñamos; nos sorprende con las invenciones de su amor, con la generosidad de su cariño; adivina las ansias y las aspiraciones más hondas y puras de nuestro corazón y se adelanta a satisfacerlas. Ha nacido para nosotros y por nosotros; gasta toda su vida para salvarnos y hacernos felices, para conseguir nuestra glorificación, nuestro endiosamiento de hijos del Padre en El, gracias al Amor.
Jesús lavó los pies a sus discípulos porque los amaba con locura, apasionadamente. Encontró resistencia en la ingenua devoción de Pedro, que al comienzo no aceptó esa prestación de su Maestro y Señor. Sólo consintió cuando oyó la amenaza amable de que la falta de ese lavado podría impedirle permanecer con su Jesús (cfr. Jn 13, 6-9). Quiso atenderles con aquel servicio, para que les entrara por los ojos que les amaba con toda el alma, «hasta el extremo». Pocas horas después morirá por ellos, entregará su vida por sus amigos, demostrando así el mayor amor posible; pero quien todo sabía, conocía también que su muerte ignominiosa no iba a ser interpretada al principio como una victoria de amor, sino como un desastre. Lavarles los pies era, en aquel momento, la prueba más eficaz de un cariño que no conoce barreras, que no se detiene en circunspecciones por salvar la propia imagen, por custodiar la propia excelencia.
Les limpió los pies como un siervo. Sólo en apariencia como un siervo; de modo algo parecido a como el pan ya no es pan después de las palabras consacratorias. Lavó los pies a sus discípulos con el señorío del amor que se entrega libremente para hacer felices -eternamente felices- a los que ama. A los discípulos les pareció un gesto de inmensa humildad, y la misma reacción provoca también en nosotros, que con no poca frecuencia estamos movidos por la soberbia, por los humos o humillos del propio valer y de la propia grandeza. Cristo no se sentía humillado al cumplir aquel gesto con los Doce; sencillamente, los estaba amando y les estaba enseñando a amar. Porque le constaba que la gran miseria, la gran limitación de aquellos hombres, y la nuestra, radica en que no sabemos amar como Él. Jesús comprendía, no se extrañaba ante el desconcierto de sus Apóstoles, especialmente de Pedro; por eso, después se lo explica. «Si Yo, el Señor y Maestro, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros. Os he dado ejemplo para que también vosotros hagáis como Yo he hecho con vosotros» Un 13, 14-15).
Lavar los pies los unos a los otros lleva consigo tantas cosas concretas, porque ese limpiar de qué se habla, nace del cariño; y el amor descubre mil formas de servir y de entregarse a quien se ama. En cristiano, lavar los pies significa, sin duda, rezar unos por otros, dar una mano con elegancia y discreción, facilitar el trabajo, adelantarse a las necesidades de los demás, ayudarse unos a otros a comportarse mejor, corregirse con cariño, tratarse con paciencia afectuosa y sencilla que no causa humillaciones; alentarse a venerar al Señor en el Sacramento, emularse mutuamente en ese ir a Jesús con las manos cargadas de atenciones de cariño a Él y a nuestros hermanos. Lavar los pies implica colmar la propia vida de obras de servicio sacrificado y gustoso, de mediación apostólica cumplida con alma sacerdotal.
JAVIER ECHEVARRÍA