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11 febrero 2026

JOSÉ. María dice que sí

Por encima del acantilado las montañas formaban un suave declive. En medio de la hierba punteada de flores silvestres sobresalían de cuando en cuando unas rocas. De lejos, las ovejas y las cabras que pacían parecían también fragmentos de rocas.
El rebaño estaba en continuo movimiento; se detenían un momento y en seguida proseguían con pasitos nerviosos.
Al llegar al acantilado en seguida divisó desde lejos la figura de la pastora siguiendo el rebaño. La muchacha llevaba un pañolón que le cubría la cabeza, los hombros y la espalda. Caminaba al paso que la marcaban los animales. Debía de estar ensimismada, porque no oyó sus pasos. Cuando la llamó, se detuvo y volvió rápidamente la cabeza.
No notó recelo en su mirada. Como siempre, estaba llena de paz y de un resplandor extraño que brotaba de lo más hondo. En aquel momento este resplandor ardía como una llama, pero al mirarla, pareció apagarse. El rostro de Miriam recordaba la cara de alguien que había permanecido mucho tiempo al sol y regresado luego a la sombra. Extendió sus manos ante sí con un gesto leve como queriendo detenerle lejos de ella.
—¿Sabe Cleofás que estás aquí? —preguntó.
—Lo sabe. El mismo me dijo que viniera.
Inclinó la cabeza expresando con este gesto sumisión a la voluntad de su tutor. Sonrió.
—¿Me parece que quieres decirme algo, verdad? Te escucharé —dijo—, pero tengo que cuidar del rebaño. Alguna de las ovejas podría extraviarse entre los matorrales.
—Caminaremos detrás del rebaño y andando te diré para qué he venido.
Sin decir palabra, Miriam siguió las ovejas. El caminaba a su lado. Pero no empezó a hablar de inmediato. Las palabras que había preparado se le confundían y se perdían. A la vista de la joven volvió la timidez que había experimentado cuando la vio por vez primera en el pozo. Desde entonces nunca habían hablado a solas. El sentimiento que brotó en él con la fuerza de un fuego avivado con aceite, había hecho que inmediatamente adoptase la postura del hombre que corteja a una mujer. Cuando veía a Miriam, sólo la veía en casa de Cleofás; cuando le hablaba, solo le hablaba en presencia de otros. Era huésped a diario en la casa de Cleofás. Le invitaban a comer. Veía entonces a Miriam ayudando a su hermana, preparando la comida, sirviendo la mesa, recogiendo los platos y fregándolos luego. La observaba con ojos atentos y el corazón palpitante, pero de modo que ni ella ni nadie pudiera descubrir sus miradas. El amor lo consumía y seguía creciendo cuando la evocaba siempre sonriente, dispuesta a trabajar y a prestar cualquier servicio. Sin que se lo pidieran lo hacía todo. Los pequeños la querían con locura: apenas la veían, acudían corriendo. Los cuidaba, les contaba cosas. Los separaba cuando se peleaban. Los acallaba cuando gritaban. Cuando la miraba, aumentaba su convencimiento de que ella era exactamente la joven esperada. Ella, sólo ella, podía ser su esposa, su amiga, su compañera. Sentía que nunca dejaría de quererla y de admirarla.
Cerca de la casa de Cleofás había una casita cuyo dueño había abandonado la ciudad. José compró la casita, montó en ella su taller y empezó a trabajar. Desde el primer momento, en cuanto colgó encima de la puerta la viruta de madera, insignia de su oficio, llovieron los encargos. Cada día algún nuevo cliente aparecía por el taller de José. En muy poco tiempo adquirió prestigio. Al pedir la mano de Miriam a Cleofás podía no tan solo apelar a la recomendación de Isabel, sino también apoyarse en su trabajo.
Ahora, mientras caminaba al lado de la joven —buscando en vano las palabras con las que expresarle sus intenciones—, comprendía mucho mejor las vacilaciones de Cleofás. Es probable que él también sintiera una continua timidez ante la hermana de su esposa. Esta joven corriente, sonriente, tan sencilla en apariencia y casi infantil, tenía algo dentro de sí, que imponía hablarle con respeto, casi con timidez. Desde el primer momento vio en sus ojos simpatía y aprecio. ¿Pero era esto amor? Los sentimientos de José eran tan grandes como acuciantes. Si se sentía con el deber de pedirle a Miriam su consentimiento aun en contra de las costumbres, era porque deseaba que el amor de Miriam no fuera menos ardiente que el suyo.
Evidentemente se daba cuenta de que la joven tenía una vida interior propia, desconocida para él, en la que se sumergía a veces olvidando todo lo que la rodeaba. Olvidándose, pero sin perder contacto con todo ello. Regresaba al mundo sonriente, afable, sin impaciencia, y el resplandor que se trasparentaba en su cara parecía provenir de las profundidades de su ser como el agua que brota de una fuente. Miriam no se parecía a las demás muchachas que vivían únicamente con vistas al matrimonio. Pero esto no le restaba fuerza a los sentimientos de José. Consideraba que Miriam era superior a él. No se sentía por eso humillado. Ofrecía amor y sólo deseaba amor.
Recorrieron gran parte del prado en silencio. Ella no le alentaba a hablar con sus palabras. Su caminar reposado y su respiración inalterable no denotaban ni impaciencia ni excitación.
—Escucha, Miriam —acabó decidiéndose por fin—, le he pedido tu mano a Cleofás.
Se interrumpió afectado por las palabras que acababa de pronunciar. Miriam no decía nada. José prosiguió.
—Me enamoré de ti desde el primer momento que te vi en el pozo. Eres para mí como Rebeca que, apenas la vio el siervo de Abraham, la escogió para Isaac.
Volvió a callar. Seguían caminando sin hablar. Una ligera brisa acariciaba la hierba llena de anémonas rojas; era como una alfombra que pisaban ligeramente sus pies desnudos.
—Ocurre normalmente —empezó otra vez— que el varón pide al tutor la mano de una muchacha y el consentimiento del tutor decide de todo. Esta es la costumbre antigua. Pero yo quería —y Cleofás también lo quiere— que tú misma, libremente, dijeras si quieres ser mi esposa. Te quiero demasiado, para poder obligarte a algo que quizás no sea de tu gusto.
El rebaño se detuvo ante una mata de hierba jugosa y también ellos se detuvieron. Las ovejas comían deprisa, masticando ruidosamente. Con sus pezuñas daban golpecitos en el suelo y con los rabitos se batían los flancos. Unos grillos cantaban entre la hierba. La joven seguía parada en silencio, la cabeza agachada, como si esperara oír algo más.
—Cleofás —siguió José— me mandó para preguntártelo. No lo hice sin su consentimiento. Díme ¿quieres ser mi esposa? Porque si hay alguien... alguien... —tartamudeó—. Te amo y deseo tu felicidad, la tuya ante todo...
—Eres bueno, José —dijo ella finalmente en voz baja. Su voz no temblaba, hablaba con tranquilidad—. Me alegro de que me quieras. Porque yo también me enamoré de ti. Entendí inmediatamente que tú, solamente tú, podrás entender...
—¿Entender qué? —preguntó.
Levantó lentamente la cabeza, que tenía bajada hasta entonces. Vio sus ojos muy abiertos, profundos, llenos de resplandor. El fuego que se escondía en su interior arreboló de repente su cara. Leyó en su rostro el ruego no expresado por la boca.
—Entenderás —susurró sonriendo feliz—, porque sabes amar. Sabía que vendrías. Tenías que venir para ser mi marido...
JAN DOBRACZYNSKI