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TODO ES BUENO
En ocasiones, acontece que decir que sí a Dios supone decir que no a las criaturas, aunque éstas sean buenas, precisamente por ser criaturas de Dios. «Todo me es lícito», decía San Pablo. Pero como, al parecer, algunos corintios habían interpretado mal esta frase destinada a eliminar ciertos escrúpulos de los judíos, añade el Apóstol en su primera epístola a aquellos de Corinto: «mas no todo me conviene» Todo es bueno en tanto criatura de Dios, pero no todo me conviene. Aunque sea buena en sí, una cosa puede ser no conveniente (mala) para mí en absoluto, o para mí aquí y ahora. La manzana es una fruta buena, agradable a los ojos y sabrosa al paladar. Pero no siempre es bueno comer una manzana, porque podemos estar ya hartos y una manzana más puede producir el empacho. O una manzana determinada puede estar podrida y, aunque no esté ya harto, puede producirme una indigestión o quizá la muerte. No siempre las cosas buenas lo son en cualquier momento. Y, a veces, las cosas ordinariamente buenas, pueden incluir una maldad. Tal como nos narra la Escritura, a Eva —y luego a Adán— le sedujo lo apetitoso de la famosa manzana del Paraíso. Siguiendo la alegoría (reveladora de un acontecimiento histórico), podemos decir que quedó hechizada precisamente por el único fruto prohibido del Paraíso, que no le convenía en absoluto, habiendo muchos otros y más sabrosos que aquél. Y se produjo la mortal indigestión.
Todo lo apetitoso, lo es precisamente porque en sí es bueno. Lo mismo sucede con el placer: place porque es bueno, si exceptuamos aquellos «placeres» que sólo pueden aparecer como tales a personas psicológicamente deformes (masoquistas, sádicos, etc.), y, aun en estos casos patológicos, no se puede excluir la referencia a algún bien en sí. Igualmente claro es el hecho de que no todo lo placentero y apetecible es bueno para mí (en absoluto o aquí y ahora). Si tengo una úlcera de estómago, no puedo comer chorizo, por muy bueno que en sí sea. Si, con el pretexto de que es cosa buena, lo tomo, me desangro. Es bueno comer y beber, pero no lo es que esté comiendo y bebiendo todo el día y cualquier cosa. Todo placer es bueno en general, pero no para todos, ni en cualquier momento, ni conseguido a cualquier precio.
Así también, el placer genital es bueno, lim¬pio y santo en el matrimonio legítimo, en el lugar, momento y modo oportunos. Pero no es bueno, ni limpio, ni santo, fuera de estas debidas circunstancias y, por ello, si éstas no se dan, Dios lo prohibe. No porque Dios no sea bueno o no quiera al hombre, sino porque es infinitamente bueno y nos ama infinitamente. Por eso Dios prohibe determinadas cosas apetitosas y placenteras, porque al abocarnos a ellas nos convertirían en seres repugnantes, asquerosos, deformes del espíritu, ya que perturbaríamos más o menos gravemente el orden de la Creación, ofendiendo con ello al Creador, y nuestro destino eterno no podría ser otro que el infierno.
Así, pues, ante la tentación de sensualidad, hay que decir un no rotundo, pronto y definitivo. Y todo lo que despierte esa sensualidad extemporáneamente (fuera de las circunstancias aludidas), hay que mantenerlo lo más lejos posible: la propia imaginación, impulsos des¬ordenados u otras cosas como imágenes, modas, personas... Esas cosas, si es posible, como sucede tantas veces, hay que eliminarlas, aunque sea drásticamente, por ejemplo, con una ducha de agua bien fría, con un buen par de bofetadas —si es otro el que provoca—, poniendo o quitando la televisión, según los casos, etc. ¿Es malo el placer sensual? En sí, no. Dios lo crea con el fin primordial de facilitar la ardua tarea de la procreación. Por ello es bueno cuando se somete al fin perseguido por Dios. No es bueno cuando ese fin se excluye voluntariamente (ni si se busca fuera del contexto que le es propio).
Ese placer del que ahora hablamos, para los que tienen vocación matrimonial, pero aún no el sacramento, no es bueno todavía; han de esperar, procurando —con la ayuda de la gracia— ese dominio sobre los propios actos que define la verdadera libertad, raíz del amor verdadero. Para los que hemos recibido una vocación distinta, el placer sensual nunca será bueno, aunque apetezca por ser bueno en sí. Y no nos sentimos desdichados por ello, pues al prescindir (no nos gusta la palabra «renunciar») de ese placer, gozamos de otros menos sensibles, pero más altos y más hondos, y por tanto, más satisfactorios para el que tiene un poco de «tacto espiritual»; gozamos, por ejemplo, del «apetitoso conocimiento» del especial Amor que Dios nos tiene y que nos manifiesta de mil modos, también pidiéndonoslo todo.
Nuestra Madre, la Virgen, ha gozado y goza como nadie de ese placer espiritual. ¿Se puede decir que Ella «renunció» a algo? Yo más bien diría que escogió o eligió o se decidió por lo mejor. Esto suponía, desde luego, decir no a otras cosas, sin duda, de menos valor objetivo. Y, en este sentido, lo mismo nos pasa a los que prescindimos del matrimonio por amor a Dios y a los hijos de Dios. Si suspiráramos por esos placeres que son buenos para otros, además de malos, seríamos tontos: demostraríamos tener muy poco sentido común y ningún sentido sobrenatural. Si alguien que me lea se encuentra en este caso, por amor de Dios, que haga examen y pida confiadamente a Dios y a la Virgen que aumenten su fe.
ANTONIO OROZCO