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5 noviembre 2026

EUCARISTÍA. Sentido filial del sufrimiento

Sentido filial del sufrimiento

Las lecciones sobre el dolor alcanzan su culmen cuando se permean del sentido de la filiación divina. Alimentado con el pan eucarístico, el discípulo va afinando progresivamente su «paladar espiritual», conformándolo con el de su Maestro, hasta decir verdaderamente con Cristo: «Mi alimento es hacer la Voluntad del que me envió y completar su obra» (Jn 4, 34). Llegada la hora del sufrimiento y de la prueba, Jesús en la Eucaristía impulsa a entender que el dolor forma misteriosamente parte del plan divino; y el hijo de Dios se llena de esa paz que el mundo no puede dar, rezuma una alegría silenciosa pero honda que el mundo tampoco puede quitar y que, por eso mismo, es compatible con el padecimiento (cfr. Jn 16, 22).
Entonces el cristiano aprende lo que enseña la Carta a los Hebreos: «Lo que sufrís sirve para vuestra corrección. Dios os trata como a hijos, y ¿qué hijo hay a quien su padre no corrija? Si se os privase de la corrección, que todos han recibido, seríais bastardos y no hijos» (Hb 12, 7-8). Desde esta perspectiva de fe, se comprende que el sufrimiento nos trae una bendición, un instrumento del que Dios se sirve para identificarnos con su Hijo, para acrisolar nuestra participación en la Filiación eterna del Verbo. Así lo explicaba san Josemaría durante una meditación ante el Sagrario: «Tú has hecho, Señor, que yo entendiera que tener la Cruz es encontrar la felicidad, la alegría. Y la razón -lo veo con más claridad que nunca- es ésta: tener la Cruz es identificarse con Cristo, es ser Cristo, y por eso, ser hijo de Dios» (San Josemaría Escrivá de Balaguer, Apuntes tomados de una meditac3ión, 28-1V-1963).
En las cimas de la transformación personal que lleva a la plena identificación del cristiano con Cristo, rendidamente unido a la Voluntad del Padre hasta beber el cáliz de la pasión hasta las heces (cfr. Lc 22, 4), el discípulo asimila hondamente esa dinámica, como también san Josemaría explicaba con detalle, que nos viene revelada por la oración de Cristo en Getsemaní: «Jesús ora en el huerto: Pater mi (Mt 26, 39), Abba, Pater! (Mc 14, 36). Dios es mi Padre, aunque me envíe sufrimiento. Me ama con ternura, aun hiriéndome. Jesús sufre, por cumplir la Voluntad del Padre... Y yo, que quiero también cumplir la Santísima Voluntad de Dios, siguiendo los pasos del Maestro, ¿podré quejarme, si encuentro por compañero de camino al sufrimiento?
»Constituirá una señal cierta de mi filiación, porque me trata como a su Divino Hijo. Y, entonces, como El, podré gemir y llorar a solas en mi Getsemaní, pero, postrado en tierra, reconociendo mi nada, subirá hasta el Señor un grito salido de lo íntimo de mi alma: Pater mi, Abba, Pater,... fiat. (V ia Crucis, VI estación, punto 1).
El proceso culmina en tal identificación con el Maestro que el cristiano no sólo acepta rendidamente el dolor, sino que lo agradece de corazón dirigiéndose filialmente a su Padre: «Dios mío, gracias, gracias por todo: por lo que me contraría, por lo que no entiendo, por lo que me hace sufrir» (Via Crucis, VI estación, punto 4). Ha comprendido hasta el fondo que «los golpes son necesarios para arrancar lo que sobra del gran bloque de mármol. Así esculpe Dios en las almas la imagen de su Hijo. ¡Agradece al Señor esas delicadezas!» (Via Crucis, VI estación, punto 4).
Este sentido filial del dolor resulta necesario en el camino interior del hijo de Dios en esta tierra; y queda reforzado por la presencia de la Madre de Dios al lado del cristiano, cuando se presenta el momento de sufrir por Cristo. En la hora de Jesús está presente su Madre que, al pie de la Cruz, confirma plenamente su fiat -hágase- que pronunció cuando el Arcángel le comunicó los designios del Altísimo (cfr. Lc 1, 38). San Juan, que ha recibido la noche anterior el pan eucarístico y está ahora unido al dolor de su Maestro en cuanto le es posible, también junto a la Cruz recibe a María como Madre (cfr. Jn 19, 27). La Tradición de la Iglesia ha entendido siempre que, en Juan, todos los hombres -y de modo más pleno los cristianos- han acogido a la Madre de Dios como Madre suya. En todos los momentos de la Cruz, no falta jamás la Madre de Cristo, que nos ayuda a cargar con la Cruz y a mostrarnos así, con decisión optimista -aunque cueste- hijos de Dios.
Tres grandes dones de Cristo a la humanidad se relacionan con su sufrimiento: el Espíritu Santo, que nos envía con el Padre y desde el Padre, como fruto de la Cruz; la Eucaristía, donde Él mismo se nos da en su sacrificio, bajo las apariencias de pan y de vino; y su Madre Santísima, que nos entrega desde la Cruz como Madre nuestra, para le abramos nuestras puertas y la introduzcamos en nuestra vida.
Tres dones que cambian íntimamente a las personas humanas, pues nos empujan a que seamos, nos sepamos y actuemos como hijos de Dios. El Espíritu Santo nos cristifica y nos ayuda a clamar en Cristo: Abba! ¡Padre! Jesús en la Eucaristía nos enseña e impulsa a desarrollar la maravillosa realidad de nuestra filiación divina, aumentando nuestra unión con Él. María, con su mediación materna, nos auxilia para que reconozcamos a Jesús como hermano, para que le sigamos y nos asemejemos más y más a Él. La devoción filial a María se relaciona íntimamente con el sentido de la propia filiación divina; con ese tratar a Dios, no como un ciego que ansía la luz y gime aún entre las angustias de la oscuridad, sino como un hijo consciente de que su Padre le ama (Es Cristo que pasa, n. 142).
JAVIER ECHEVARRÍA