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4 noviembre 2026

JOSE. Se instalan en Nazaret

Se instalan en Nazaret
La paz volvía al país, y su vida en Nazaret se parecía a la vida callada y tranquila que habían llevado en la tierra de Gosen.
Se instalaron en la misma casa que José había preparado antaño para Miriam. La familia de Cleofás vivía al lado: su esposa, sus hijos e hijas. José se puso a trabajar en su antiguo taller y pronto la noticia de la presencia de un excelente naggar en Nazaret se divulgó por toda la ciudad y sus alrededores. Como otrora, no le faltaban pedidos. Eran mucho más numerosos, ya que muchos objetos de uso diario habían sido destruidos en los incendios durante la guerra y ahora, al reconstruirse toda la comarca, se notaba la necesidad de aperos para el campo y de herramientas para las viviendas. Era incluso muy difícil deshacerse del aluvión de gentes que asediaban el taller.
Jesús ayudaba cada vez más a José. Los dos trabajaban mucho. Gracias a su trabajo, la casa estaba provista de todo lo necesario. Cuando ya no faltaba nada, José volvió sobre el tema de la educación de su Hijo.
Fue a visitar al jefe de la sinagoga y, después de hablar con él, le mandó a Jesús para que el jefe y el hazzan pudieran hacerse una idea de Su capacidad. Los exámenes duraron varios días. Luego el jefe hizo llamar a José.
—Hice lo que querías, José, hijo de Jacob —dijo—. Junto con el hazzan hemos interrogado a tu Hijo. Es como dijiste: sabe mucho. Los muchachos que estudian en nuestra escuela no tienen más conocimiento al terminar sus estudios. E incluso, voy a serte sincero: saben menos que El. Porque, no es solo que recuerda muchas cosas, sino que es inteligente y sabe pensar. ¿Tal vez convendría realmente que se le forme para escriba? Pero aquí no le enseñaremos nada. Sólo en Jerusalén podrían encontrar una enseñanza adecuada para El. Llévale allí, déjale en manos de algún maestro. Hillel vive aún, pero ya es muy mayor. Sus discípulos también enseñan. Se dice que el nieto de Hillel heredó el gran saber de su abuelo. También están los discípulos de Shamay, y el más famoso de ellos, Johanan ben Zakkay. Está Josué, hijo de Ananías, de quien se dice que, de niño, llevó su cama al Templo para poder participar en las disputas. Llévale con ellos. Aquí en Nazaret no le enseñaremos nada nuevo.
Mientras volvía, después de la charla con el jefe de la sinagoga, José se sintió repentinamente enfermo. Ya desde esa misma mañana le molestaba una extraña debilidad. Apenas tuvo fuerzas para subir hasta la casa. Miriam le ayudó a acostarse y empezó a cuidarle con cariño.
Los dolores y el sofoco tardaron varios días en desaparecer. Se sentía muy débil. Ni soñando podía pensar en volver a su taller. Venía la gente para recoger los objetos que habían encargado y José se disculpaba explicándoles con voz débil por qué no había cumplido con el plazo estipulado. Estaba tan acostumbrado a terminar puntualmente todos los encargos, que el incumplimiento le producía una dolorosa humillación. Durante toda su vida había sido fiel a cada una de sus promesas, tanto en los asuntos pequeños como en los grandes y con cada persona. Con esta seriedad se ganaba a todo el mundo en cualquier parte donde estuviera.
Jesús podía realizar algunos trabajos más sencillos. Desde su lecho, José observaba con atención al Muchacho inclinado sobre el banco. Sabía mucho, por cierto, era mañoso, le gustaba trabajar con madera. Pero tardaría, no era más que un muchacho. Dentro de un año recibiría el bar mizwá —la madurez religiosa—, ¿Pero cuánto le faltaba aún para estar totalmente maduro para la vida?
¿Qué ocurrirá si me quedo sin fuerzas antes de que se pueda mantener a sí mismo y a su madre? ¿Qué ocurrirá con ellos si me muero? El pensar en la muerte se le presentó de improviso. No era viejo, hasta entonces nunca estuvo enfermo. Los miembros de la estirpe de David, generalmente, vivían mucho tiempo. ¿Seré yo como Moisés —se le planteó inesperadamente a José— que, tras sacar a Israel de Egipto, tenía que morir en el mismo umbral de la Tierra Prometida? ¿Significa esto que no he cumplido con la tarea que me ha sido encomendada?
Estaba echado con la cara hundida en el lecho, abrumado por el peso de estos pensamientos, cuando oyó encima de su cabeza la voz de Miriam.
—José, te he traído caldo de pollo. Tienes que beber para reponerte. Esta enfermedad te ha dejado completamente sin fuerzas.
Se sobresaltó, levantó la cabeza. Sus ojos encontraron los de Miriam. Tuvo que haber notado ansiedad y tensión en su mirada.
—Me parece —dijo él— que he cumplido mal el papel que me encomendó el Altísimo. Y por esta razón me ha dejado sin fuerzas.
—¿Por qué tratas de adivinar Sus designios? —se sentó a su lado sobre el lecho—. Él tiene Su manera propia de hablar al hombre. ¿Tal vez, al mandar una debilidad, quiere precisamente que el hombre saque fuerzas de flaqueza? Bebe lo que te he traído y rechaza estos pensamientos innecesarios.
—Pero, Miriam...
—¡Recházalos! ¡Te lo digo! —hacía tiempo que no oía tanta determinación en su voz—. Sé quién te los envía. Lo intuyo... Oh, José, sabes muy bien que los peligros no se han alejado. Necesitamos fuerzas para afrontarlos.
—Tú las tienes.
—Las tenemos los dos, pero solo las que Él nos quiere dar. Unas veces apoya a uno y otras al otro... Y creo que cuando nos apoyamos mutuamente entonces Él se mete imperceptiblemente entre nosotros y ayuda al más débil a través del más fuerte. Quiere que todo se haga por el hombre. Bebe, por favor —le pasó el cuenco—. ¿Qué te hace creer que has cumplido mal con tu papel?
—Me faltan tantas cosas por enseñarle...
—Le has enseñado mucho. ¿Qué más podemos darle nosotros, gente sencilla? Nuestra obligación es servirle y, cuando haga falta, entregarlo todo por El... Quizás sea más importante preguntarnos: ¿Hemos aprendido nosotros bastante de Él?
—¿Cómo se te ha ocurrido eso?
—Le miro y me parece que Él nos enseña más a nosotros con su vida que nosotros le enseñamos a Él. Nosotros estamos preguntando siempre, El no pregunta...
—Yo sí que hago preguntas, tú no...
—Yo también pregunto. Solo que de otra manera. Pero intento no preocuparme. Él me ha escogido como soy... Tenemos que recordarlo, José. Hay alguien que quiere que lo olvidemos. Quiere que creamos que hemos sido los padres de Jesús no por la gracia del Altísimo, sino por nuestras propias virtudes...
—Yo soy solo una sombra...
—Esto también te lo sugiere él ¡No le hagas caso! Cada hombre es sólo una sombra. Pero el Altísimo da vida también a las sombras.
La salud volvió finalmente. José se sentía todavía muy débil, pero ya podía trabajar un poco en el taller. Cosa extraña: él, siempre tan entusiasmado por el trabajo y con todo el corazón puesto en su trabajo, sentía ahora una especial languidez. Miraba también su trabajo con ojos diferentes. Antes, aunque la gente alababa sus trabajos, él siempre se quedaba con la duda de si eran buenos de verdad. Ahora tenía plena conciencia de ello. Se daba cuenta de que en su oficio había alcanzado la maestría. Y sin embargo le era totalmente indiferente.
Ahora no corría como antes ya desde el alba a su taller, sino que prefería dar primero un paseo y meditar. El tiempo no se le hacía largo durante su meditación: había tantas cosas que ordenar con calma en la cabeza.
Aquél día, con las primeras luces del alba, tomó el sendero para subir hasta el prado que había en la ladera. Le gustaba ir allí: Habían ocurrido tantas cosas precisamente aquí: aquí le había pedido a Miriam que fuera su mujer, aquí le había ella revelado su voto, aquí —en la dolorosa noche de la tribulación— había oído la voz que le mandaba convertirse en sombra. Sobre la ladera inclinada recubierta de hierba frondosa, frente al extenso paisaje que se extendía desde el mar azulado en la lejanía hasta la corona blanca de los montes, se sentía extrañamente cerca del Altísimo.
Caminaba despacio entre los fragmentos de roca desperdigados por la hierba, cabizbajo y pensativo, cuando se dio cuenta de repente, que no estaba solo en el prado. Allí donde la ladera caía en el precipicio había alguien de rodillas. Instintivamente quiso retroceder. Pero se percató de que reconocía al adolescente por su espalda esbelta y su pelo hasta los hombros. Estaba sorprendido. Al salir de casa, suponía que Jesús estaba durmiendo. ¿Entonces mientras los padres andaban de puntillas sin hacer ruido pensando que el Muchacho descansaba, Él se escurría de casa para rezar aquí en la soledad?
Conocía realmente muy poco al Hijo. Un día Jesús dejó de ser el niño que hablaba a José de sus cosas infantiles y le preguntaba por el mundo que le rodeaba. Ahora se quedaba a menudo pensativo y callado. Tenía su círculo de compañeros, sus primos y otros muchachos de su edad, con los que jugaba, paseaba, iba de pesca. Pero no había escogido a ninguno de los chicos para amigo particularmente cercano, y con frecuencia se aislaba de sus compañeros buscando la soledad. Muy serio hablaba con los mayores que venían al taller de José. En estas conversaciones nunca se olvidó del respeto debido a los mayores. No hacía alarde de inteligencia. Hacía más bien preguntas, pero eran preguntas que cogían a veces de sorpresa a los interrogados, poniéndoles en un aprieto, porque iban al meollo mismo de la cuestión. Tenía un interés muy pronunciado, no por los chismorreos nazarenos, sino por todo lo referente a los problemas más importantes de la vida. Cuando los otros le contestaban, El invocaba las palabras de la Escritura que, bien aprendidas y repasadas a menudo, estaban profundamente grabadas en Su memoria, y sopesaba las palabras oídas como granos a través de una criba.
Sin embargo, aunque hablaran menos últimamente, José sentía que no había perdido el amor del Muchacho. Ya se había dado cuenta, cuando estaban allá en Egipto, de que su amor por el Hijo adoptivo, que había brotado lentamente sobre las ruinas de sus sueños irrealizados, era correspondido con un profundo sentimiento por parte del Muchacho. Si él amaba al Hijo de Miriam como si fuera su propio hijo, Jesús le respondía con un amor verdaderamente filial, aunque no era ningún secreto para El, lo que José realmente era. Si tuviera un hijo propio, no habría podido nunca ser más entregado, más obediente y amarle tanto. A lo largo de los años nunca salió de Su boca ninguna palabra falta de respeto. Tampoco nunca reveló a nadie el secreto de José.
Y José sentía que ahora también —a pesar del silencio, que se levantaba entre ellos— Jesús seguía queriéndole como antes. Era un consuelo para José, porque le permitía pensar que el silencio que se había establecido antaño entre él y su padre, tampoco había sido sentido por Jacob como falta de amor de su hijo.
Comprendía que la relación de Jesús con el Altísimo era absolutamente particular. Todos los días recitaban juntos el qaddish y las oraciones del día, veía al Hijo rezando con todos en la sinagoga, a veces componiendo berakoth en común. Pero estaba convencido de que cuando se quedaba meditabundo, hecho frecuente en Jesús, había también oraciones con las que se dirigía El solo al Altísimo. Nunca había oído estas oraciones. No tenía la menor idea de cómo este Muchacho, nacido milagrosamente, podía rezar al Altísimo.
Ahora Jesús rezaba y pronunciaba su oración en voz alta. Se entabló en José una lucha entre la timidez fruto del sentimiento de respeto para otro hombre que hablaba con el Altísimo y el profundo deseo de oír tan sólo un fragmento de la conversación secreta. Este deseo se impuso. Avanzó algunos pasos. Y entonces pudo oír las palabras:
—Padre —decía el Muchacho—, ¿tendré que esperar mucho todavía esa hora? ¡La deseo tan ardientemente! ¡Estoy tan impaciente! Sé que será dolorosa, y Yo temo el dolor. Pero sé que te dará a conocer a ti, Tu misericordia y tu amor. ¡Oh, Padre, lo deseo tanto! Ellos no saben cómo eres. Te temen, pero no te aman. Quiero que seas amado. Este deseo me devora. Manda que se cumpla el tiempo que has indicado. Pero, Padre, que en todo se haga sólo tu voluntad. Quiero someterme enteramente a ella. Que se haga lo que ha de suceder cuando Tú lo exijas...
Retrocedió. Las palabras que le había sido permitido oír eran alucinantes. Descubrían tal profundidad... ¿Qué valor tenían a su lado todos los combates que había librado en cualquier tiempo en su corazón? ¡Qué poco valor tenían todos los sacrificios que había hecho hasta entonces!
Descendió la ladera despacio. El sol iba subiendo en el cielo. Su propia sombra, que pisaba mientras andaba, iba reduciéndose. Parecía derretirse. De repente se sobresaltó. Sintió dolor en el pecho. Breve, no muy agudo. Y sin embargo este hecho le permitió descubrir la relación inesperada entre la enfermedad que acababa de padecer con las palabras oídas de la oración. Entendió: Antes de que llegue la hora por cuya llegada rezaba Jesús, la sombra tendrá que haber desaparecido por completo...
Pero este descubrimiento no le produjo tristeza. Al contrario, una gozosa serenidad inundó a José. Le pareció descubrir no la Omnipotencia, sino el Amor que rebasa todos los límites.
JAN DOBRACZYNSKI