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JUNTO A LA PUERTA DEL CIELO
Al acabar estas páginas, pensadas y escritas mirando a María, nada mejor, a mi parecer, que considerar una vez más unas sugerentes palabras del Fundador del Opus Dei: «Te aconsejo —para terminar— que hagas, si no lo has hecho todavía, tu experiencia particular del amor materno de María. No basta saber que Ella es Madre, considerarla de este modo, ha¬blar así de Ella. Es tu Madre y tú eres su hijo; te quiere como si fueras el hijo único suyo en este mundo. Trátala en consecuencia: cuéntale todo lo que te pasa, hónrala, quiérela. Nadie lo hará por ti, tan bien como tú, si tú no lo haces».
¿Ves? Somos insustituibles. Nadie puede querer a la Virgen en tu lugar. La Madre de Dios tiene un lugar importante para ti en su Corazón. Si tú no lo llenas con tu cariño, nadie lo hará por ti, quedará un vacío, para siempre. ¿Podría llenarlo Dios? Por supuesto que sí. Pero aun en este caso le faltaría a la Virgen el amor de un hijo que hubiera podido aumentar su alegría eterna.
¡Dios mío!, ayúdame a llenar por entero el lugar que me corresponde en el Corazón de nuestra Madre. Que se haga inmenso mi amor. Quisiera amarle con tu Corazón —ese Corazón de carne, tuyo, que Ella engendró—; quisiera que mi corazón entero fuese para Ella, que así sería también, entero, para Ti. ¿Y por qué no he de meterme en tu Corazón, para desde ahí amarle como quiero?
¿No es bueno «materializar» lo espiritual en la imaginación para conocerlo y vivirlo mejor? Dice Santo Tomás que «pensar que los objetos sensibles no nos son necesarios para acercarnos a Dios por medio del conocimiento y del amor, equivale a olvidar que somos hombres».
A mí me encanta el caso de aquella graciosa niña, de la que habla Juan Ramón, «que se imagina que Dios anda por las nubes con su gatito negro que ella se encontró muerto en la calle y que, según le dijo su madre, se había ido con Dios. Yo le pregunto siempre que la encuentro: 'Qué ¿has visto a Dios con el gatito negro?' Ella me dice unas veces que sí y otras que no. 'Hoy —me dijo una vez—, como está el día tan bueno, lo llevaba.' Y otro día de gran tormenta verde por las altas nubes, con el sol bajo, me dijo que estaba viendo a Dios paseando por el arco iris, pero que no llevaba el gatito y que dónde lo habría dejado. Para esta niña encantadora, por ejemplo, Dios tiene ángel y duende; esta niña —concluye el poeta— es poética y sería también pintora más o menos sobrerrealista».
Yo añadiría que la niña hacía exquisita oración, y que se hallaba más próxima a la verdad que los sesudos y conspicuos «sabios» que se desgañitan negando a Dios los ojos y las manos y hasta el corazón. No es extraño que ésos se sonrían con indulgencia al escuchar, de labios de una criatura, que ha visto a Dios paseando por el arco iris. Y negarán incluso el fondo mismo de la visión: la verdad que atisbo la niña y en su saber quiso expresar. Nosotros podemos afirmar —porque lo hace la Sagrada Escritura— que hemos visto a Dios paseándose por el jardín del Edén, al frescor de la alborada; y decir que «el rumor de su paso» es ligero y blando como la brisa, y solemne como el movimiento de un mar sereno. Y que en su rostro hay una sonrisa eterna, con mil matices diversos, y una mirada penetrante que lo invade todo de ser; su voz es como el rumor de muchas aguas, como el susurro de la playa; su pálpito es hondo, fuerte, apasionado. El es Amor —ya rigurosamente hablando—, es puro Espíritu, pero Dios condesciende con nosotros y toma la iniciativa de revelársenos de modo adecuado a nuestra imaginación: con ella nos acercamos más a El, nos allegamos mejor a su verdad inefable.
Pero cada uno habrá de recorrer su camino interior, y escoger su imagen de la Virgen, sabiendo que ningún artista ha podido reflejar en puridad su excelente hermosura. Tú también hallarás un modo tuyo, personal de querer a la Madre de Dios. No hay métodos prefabricados para amar. Tu corazón es único, lo más singular que hay en ti. Lo importante es que lo pongas entero, como es, en la Virgen. El Espíritu Santo será tu Maestro. A mí me ha servido mucho, para encontrar mi camino —alegre y amenísimo—, un pequeño gran libro que he citado ya varias veces: se trata de Santo Rosario, escrito por un sacerdote santo que amó —ahora ama más aún— a la Virgen de un modo extraordinario.
Vamos a hacer un propósito que nos puede ser útil hasta el final de nuestra vida terrena: embellecer cada día nuestras costumbres mañanas. Como el artista que nunca está satisfecho de su obra última, porque ansia una mayor perfección, mayor expresividad, una nueva dimensión de la belleza. Es preciso que pongamos el «alma de artista» que todos llevamos dentro en nuestras relaciones con la más bella de las criaturas.
¿Hay cosa más hermosa que el amor de un hijo por su madre? Sí, el amor de la madre por su hijo. Por tanto, con sencillez, con naturalidad, con ternura, vamos a embellecer nuestro trato con la Virgen, poniendo cada día más intensidad, más perfección, un mayor cuidado en los detalles. En una palabra: más amor.
Si vivimos siempre con esa maravillosa inquietud, puedes estar persuadido de que nos encontraremos un día en aquel Hogar inenarrable de la Trinidad Beatísima que llamamos Cielo. Para entrar en ese espacio infinito de Amor que es Dios, hay que cruzar una Puerta: Cristo. Y para acceder como conviene a Cristo, es preciso pasar por María: Félix coeli porta, Puerta feliz del Cielo, que así se le llama en un himno litúrgico. Estar en la puerta, es estar a un paso de la Gloria, de la paz y del gozo de los bienaventurados. Estar con María, es, en efecto, una incoación de la felicidad eterna, compatible con la cruz inevitable de aquí abajo.
Ella es Ianua coeli, la Puerta del Amor. Si tu corazón está frío, como lejano de Dios, llama a esa Puerta, que te abrirá Quien está llena de Amor. Y te invitará a pasar adentro, en su Corazón, tan unido al de Cristo, y morirás de Amor; mejor: ¡vivirás de Amor! Y luego te preguntarás: ¿es posible vivir sin ese Amor? ¿Se puede vivir sin estar así enamorado? Y dirás: «¡No hay más amor que el Amor! ».
Rezaba así San Ambrosio: «Abrenos, Señora, las puertas de la gloria, ya que Tú tienes las llaves». Y San Buenaventura nos confirma: «A todos los que confían en la protección de María se les han de abrir las puertas de Cielo». Y San Bernardo nos dice que María es vehiculum ad Coelum, carroza que nos traslada al Paraíso.
En las noches limpias, cuando mires a lo alto, piensa que las estrellas son el polvo que levanta el carro de oro de la Virgen, que espera acogerte y subirte al Hogar santo, donde reinan la paz, la luz y la alegría de Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo; donde habita la que es Madre, Hija y Esposa de Dios. Confiados en su intercesión omnipotente, nos decimos: ¡hasta pronto!, ¡hasta que nos veamos en el Corazón de Dios!
ANTONIO OROZCO