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Con María al pie del altar
Si en Caná todo habla de la alegría de unas bodas, el Calvario nos coloca ante la muerte. Pero las dos escenas se hallan estrechamente relacionadas con la «hora» de Jesús, y en las dos se encuentra presente María.
Ahora la contemplamos junto a la Cruz donde su Hijo sufre y muere. La acompañan un grupo de mujeres fieles que seguían a Jesús ya desde Galilea, y Juan (cfr. Jn 19, 25-27). La Virgen conduce a los que están con Ella hasta la Cruz de Cristo. Lo hizo entonces y lo hace ahora: quienes se unen a María por el amor y la devoción, están también unidos a Cristo en el Calvario.
La ternura y la dulzura que se atribuyen a la Virgen están sobradamente justificadas -cabría afirmar incluso que se encomiarán siempre poco-, y podrían dejar en penumbra la reciedumbre y determinación con que cumplía siempre y en todo la Voluntad de Dios. En María no hay -¡es la llena de gracia, la inmaculada!- componendas con el pecado, disimulos ante conductas equivocadas o trabajos mal realizados. Sin embargo, quizá alguna vez no caemos bien en la cuenta de que la Virgen actuó en todo momento como una mujer extraordinariamente valiente, decidida, generosísima y fuerte. De la compasión y de la delicadeza con que trata a sus hijos espirituales, no debe concluirse que nuestra Madre fuese persona de carácter blando y acomodaticio. Al contrario, su temple superaba el de las grandes heroínas que aparecen en la Biblia -Débora, Judit, Esther...-, que la anunciaban de lejos sin igualar su entereza.
Por eso, la devoción a la Virgen, como enseñaba san Josemaría, «no es algo blando o poco recio: es consuelo y júbilo que llena el alma, precisamente en la medida en que supone un ejercicio hondo y entero de la fe, que nos hace salir de nosotros mismos y colocar nuestra esperanza en el Señor (...).
»Porque María es Madre, su devoción nos enseña a ser hijos: a querer de verdad, sin medida; a ser sencillos, sin esas complicaciones que nacen del egoísmo de pensar sólo en nosotros; a estar alegres, sabiendo que nada puede destruir nuestra esperanza» (Es Cristo que pasa, n. 143).
La devoción a la Madre de Dios no ha de imaginarse como una escapatoria para resolver de modo barato las exigencias de la vida espiritual, conservando intactos el apegamiento al pecado, la comodidad, la indiferencia ante las necesidades ajenas, el desinterés por las cosas de Cristo y de la Iglesia, el descuido por evangelizar a todas las gentes. «Nuestra Señora -explica san Josemaría-, sin dejar de comportarse como Madre, sabe colocar a sus hijos delante de sus precisas responsabilidades. María, a quienes se acercan a Ella y contemplan su vida, les hace siempre el inmenso favor de llevarlos a la Cruz, de ponerlos frente a frente al ejemplo del Hijo de Dios. Y en ese enfrentamiento, donde se decide la vida cristiana, María intercede para que nuestra conducta culmine con una reconciliación del hermano menor -tú y yo- con el Hijo primogénito del Padre» (Es Cristo que pasa, n. 143).
Lo extraordinario de María consiste en que dulzura y reciedumbre marchan juntas, a pesar de poseer ambas en el máximo grado posible a una criatura. La Virgen lleva al discípulo hasta Jesús, moviéndole a luchar por vivir como Él y darlo a conocer; empujándole a cultivar las virtudes teologales y las humanas, incitándole a rechazar las ocasiones de pecado y a recuperar la amistad con Dios si la ha perdido por la ofensa grave; animándole a negarse a sí mismo y a cargar con la cruz, para ayudar a los demás en sus necesidades espirituales y materiales. Pero le conduce a esas cimas altas, volviendo dulce y amable la entrega. Consigue todo esto acercándolo al sacrificio sacramental de su Hijo: la Madre del Cielo acompaña a sus hijos a la Misa, los pone junto a sí al pie del altar, de modo semejante a como, el día de la Muerte del Señor, trajo consigo a Juan hasta el pie de la Cruz.
En la Santa Misa, que hace presente sacramentalmente el Sacrificio del Calvario, la Virgen actúa de alguna manera. Lo explicó así Juan Pablo II: «"Haced esto en recuerdo mío" (Lc 22, 19). En el "memorial" del Calvario está presente todo lo que Cristo ha llevado a cabo en su pasión y muerte. Por tanto, no falta lo que Cristo ha realizado también con su Madre para beneficio nuestro. En efecto, le confía al discípulo predilecto y, en él, le entrega a cada uno de nosotros: "¡He aquí a tu hijo!". Igualmente dice también a todos nosotros: "¡He aquí a tu madre!" (cfr. Jn 19, 26.27).
»Vivir en la Eucaristía el memorial de la muerte de Cristo implica también recibir continuamente este don. Significa tomar con nosotros -a ejemplo de Juan- a quien una vez nos fue entregada como Madre. Significa asumir, al mismo tiempo, el compromiso de conformarnos a Cristo, aprendiendo de su Madre y dejándonos acompañar por ella. María está presente con la Iglesia, y como Madre de la Iglesia, en todas nuestras celebraciones eucarísticas. Así como Iglesia y Eucaristía son un binomio inseparable, lo mismo se puede decir del binomio María y Eucaristía. Por eso, el recuerdo de María en la celebración eucarística es unánime, ya desde la antigüedad, en las Iglesias de Oriente y Occidente» Ecclesia de Eucharistia, 17-1V -2003, n. 57).
Acompañar a la Virgen por el afecto y la devoción significa, pues, seguirla hasta la Cruz, hasta la Misa, que se convierte así en la primera y principal manifestación de la piedad mariana. Con Ella, el hijo de Dios aprende -de forma suave pero eficaz- a unirse al sacrificio de Cristo por la compasión y el amor, que se traducen en obediencia y completa abnegación de sí para servir a los demás y ayudarles en el camino del Cielo.
El ejemplo y la intercesión de Nuestra Señora nos invitan a tratar con más sinceridad a Jesús sacramentado; inclinan a que nuestro Amén al Señor -oculto bajo las apariencias de pan y de vino para ser nuestro compañero en el camino y en la hora del dolor- se exprese con más fuerza en adoración incesante al Verbo encarnado, realmente presente en las especies eucarísticas; disponen a una obediencia fina al querer de Dios, en atención afectuosa y efectiva a todos los hombres, empezando por los más cercanos. De esa manera, también, nos llevará al gozo, porque como aseguraba san Josemaría, « darse sinceramente a los demás es de tal eficacia, que Dios lo premia con una humildad llena de alegría» (Forja, n. 591).
El trato con Jesús sacramentado y con su Madre canaliza el dolor y la tribulación de los hijos de Dios hacia la identificación filial con la Voluntad del Padre, hacia el descubrimiento profundo de la propia filiación divina. La realidad del dolor, patente a todos, no ahoga la alegría de un hijo de Dios, que se levanta sobre las lágrimas como el sol sobre la lluvia en primavera. Un hijo de Dios, bien centrado en la Eucaristía y agarrado de la mano de su Madre, podrá, sí, experimentar cansancio, agobio físico, dolor, penas; pero se quedará triste. Consideremos, pues, para terminar, estas palabras de san Josemaría, comentando la Ascensión del Señor al Cielo:
«El Señor no nos impulsa a ser infelices mientras caminamos, esperando sólo la consolación en el más allá. Dios nos quiere felices también aquí, pero anhelando el cumplimiento definitivo de esa otra felicidad, que sólo Él puede colmar enteramente.
»En esta tierra, la contemplación de las realidades sobrenaturales, la acción de la gracia en nuestras almas, el amor al prójimo como fruto sabroso del amor a Dios, suponen ya un anticipo del Cielo, una incoación destinada a crecer día a día. No soportamos los cristianos una doble vida: mantenemos una unidad de vida, sencilla y fuerte en la que se funden y compenetran todas nuestras acciones.
»Cristo nos espera. Vivamos ya como ciudadanos del cielo ( Flp 3, 20), siendo plenamente ciudadanos de la tierra, en medio de dificultades, de injusticias, de incomprensiones, pero también en medio de la alegría y de la serenidad que da el saberse hijo amado de Dios» (Es Cristo que pasa, n. 126).
JAVIER ECHEVARRÍA