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25 noviembre 2026

JOSE. Búsqueda de Jesús

Búsqueda de Jesús

Le buscaron el día entero sin resultado. Cien veces se abrieron paso por las callejuelas atiborradas, yendo y viniendo para arriba y para abajo; preguntaban a la gente, dejaban informes de sus pesquisas en posadas y tiendas. Luego volvían otra vez a las mismas posadas y tiendas. Pero ya desde lejos los dueños les hacían señas de que el Muchacho no había ido y que no tenían ninguna noticia esperanzadora.
La ciudad seguía repleta de gente. Todavía no se habían acabado de ir los peregrinos, cuando ya volvían al trabajo los operarios que reconstruían las casas destruidas. Innumerables peregrinos pasaban entre los grupos de trabajadores, los cánticos piadosos se fundían con el golpeteo de los martillos.
Miriam, con el pelo sin recoger, se abría paso entre la gente febrilmente. A José le costaba mucho seguirla. No quería comer nada, no quería descansar. Cuando tropezaba con algún conocido, ella era quien hacía preguntas, quien imploraba ayuda.
¡Cómo habría querido cargar él con esa angustia! Pero ella ni siquiera prestaba oídos a sus palabras. Por esto, todo su empeño era seguirla, apretándose con disimulo la mano contra el pecho, en el que, de cuando en cuando, notaba el dolor que ya conocía.
Y el día pasó en esta búsqueda. Hasta el anochecer no abandonaron la ciudad, cuando sonaban las trompetas que anunciaban el cierre de las puertas. Agotados, volvieron al sitio donde habían dejado el asno. Jesús no les estaba esperando allí. José, aunque muy cansado por las indagaciones, montó la tienda. Por primera vez en su vida, Miriam no le ayudó en nada. Estaba sentada en el suelo con la cara oculta entre las manos.
Después de montar la tienda, encendió el fuego e intentó preparar algo de comer; cuando la comida estuvo lista se la trajo a Miriam. Pero ella negó con la cabeza.
—Miriam —le rogaba—, Miriam..., come algo. Tienes que comer. He hecho lo que he podido, pero se puede comer... Come, por favor. Yo te comprendo. Lo sé... créeme...
Ella apartó las manos de la cara. Tenía los ojos secos pero en su mirada había una expresión de sufrimiento indecible.
—¡Oh José! —dijo—, qué bueno eres... Te lo agradezco. Pero perdóname, soy incapaz de comer. No consigo entender... ¿Cómo ha podido ocurrir? ¿Cómo ha podido El permitirlo...?
—Siempre era yo el que se hacía esa pregunta. Y tú eras la que tenía la contestación...
—Hoy no puedo. Lo veo todo tan oscuro, desierto... No comprendo. Es como si el Altísimo hubiera desaparecido con El...
—El Altísimo no desaparece. Sólo se oculta.
—¿Por qué? ¿Por qué, José?
—No lo sé... De El sé menos que tú...
—Me sacó de la nada. Me lo dio todo. Y ahora me lo ha quitado todo...
—Quizás no te lo ha quitado...
—¿Entonces por qué ha ocultado a Jesús?
—No lo sé...
—¡Hablas como si no le quisieras!
No contestó, herido por sus palabras impetuosas. Mas ella dijo inmediatamente:
—¡Oh, perdón! ¡Perdóname, José! ¿Cómo pude haber dicho algo semejante? A ti, que has entregado toda tu vida... No sé cómo disculparme...
José le cogió los dedos en su mano, apretándolos con delicadeza.
—No tienes por qué disculparte. No estoy enfadado y no sería capaz de enfadarme. Mi amor por Él no es nada comparado con el tuyo. Está visto que cada uno de nosotros tiene que tener sus momentos de oscuridad. Hasta hace poco era yo quien estaba en la oscuridad...
—¿Ya no lo estás ahora? ¡Qué bien...!
—Si pudiera ayudarte...
—¡Entonces ayúdame! ¡Enséñame a confiar ciegamente!
Apretó con fuerza los dedos de José y se apoyó contra él.
Dejaron de hablar, pero José sintió que Miriam se tranquilizaba, que superaba su congoja. Se quedó sentado mucho tiempo sin moverse, hasta que por fin oyó su respiración acompasada. Se había dormido. Él no dormía. Estaba totalmente entumecido, porque no quería cambiar de postura. El dolor volvía a despuntarle en el pecho.
Muy de mañana, se pusieron otra vez a buscar. El sosiego que había experimentado Miriam al anochecer había desaparecido. José notaba que hacía esfuerzos para dominar su angustia, pero la angustia podía más que sus esfuerzos. De nuevo aceleraba el paso, casi corría, tropezaba con la gente. A él se le hacía cada vez más difícil seguirla.
De nuevo se abrían paso por las mismas calles congestionadas, visitaron una tras otra todas las posadas y todos los puestos donde ya les conocían. Jesús no había aparecido por ninguno, no había dado señales de vida.
Pasó el mediodía y ellos seguían buscando. Ambos em¬pezaron a quedarse sin fuerzas. Incluso Miriam ya no corría tan febrilmente. José la seguía con dificultad. No se sabe cuántas veces habrían pasado por el puente sobre el valle del Tyropeon, cuando José oyó que alguien le llamaba.
—¡Eh, hombre de Galilea! ¡Para!
José se volvió. Vio al rabbi Jehudá.
—La paz sea contigo, venerable —le dijo.
—La paz también contigo. No me acuerdo cómo te llamas, pero tú viniste a verme para que presentara tu hijo al venerable Johanan ben Zakkay, ¿verdad?
—Es como has dicho, venerable.
—¿Es tu hijo el que está hablando con los escribas en el Lisqat-ha-Gazit?
—¿Mi Hijo? ¿Has visto, venerable, a mi Hijo?
—He visto a un Muchacho galileo, que hizo una pregunta a los venerables doctores, y ellos con mucha benevolencia accedieron a contestarle...
—¿Dónde? ¿Dónde le has visto, venerable?
—Está en la sala de las Piedras Labradas. Los escribas han visto que es inteligente y están hablando con El. Han sido muy considerados. Quién sabe si alguno de los venerables querrá tomarlo como discípulo suyo... Se cumpliría así tu deseo.
—Dinos, venerable, cómo podemos llegar a la Sala de las Piedras Labradas. No sabíamos dónde estaba nuestro Hijo y estábamos muy preocupados...
—Id por allí —indicó con la mano—. Y si os para el guardia decidle que sois los padres del Joven a quien los muy venerables han honrado con su conversación.
—Que el Altísimo te muestre Su gracia, rabbí, por la noticia que nos ha consolado. Que dé luz a tu mente para que sigas siempre Su camino...
Se acercaron a la entrada que les mostró Jehudá. El centinela, al oír que eran los padres del Muchacho con el que conversaban los escribas, les abrió respetuosamente la puerta. La sala estaba medio a oscuras. Los poyos formaban un semicírculo, en medio había un pequeño pulpito y un pequeño armario decorado,-para guardar los rollos de la Sagrada Escritura.
Los bancos estaban ocupados por los ilustres doctores enfundados en sus balandranes. Ante ellos, en actitud de discípulo, estaba Jesús.
Los escribas hablaban despacio. Llenos de unción. Cuando alguno tomaba la palabra, hacía primero una reverencia a los demás. Cada uno de los oradores empezaba diciendo: «Así dijo el venerable rabbí...-, así se expresó el ilustre rabbí...». Las citas largas se entremezclaban en los discursos que fluían de sus labios. De cuando en cuando, alguno de los escribas se dirigía al Muchacho. Entonces Él le contestaba. Hablaba normalmente, de modo conciso. A veces empezaba diciendo: «Dice la Escritura». Algunos sabios chasqueaban los labios con aprobación después de sus respuestas.
José y Miriam se detuvieron en la puerta intimidados. Pero Miriam, al ver a su Hijo, no pudo contenerse. Corrió hasta Jesús, lo abrazó. Exclamó:
—¡Hijo! ¡Hijo! ¡Estás aquí! ¡Te hemos buscado tanto! ¡He temido tanto por ti!
Se interrumpió al notar de repente la mirada de los escribas fija en ella. Las miradas benévolas que habían otorgado al Muchacho se apagaron de inmediato. Ahora en sus ojos brillaba el desprecio y la ira.
—¿Quién dejó entrar aquí a esta mujer? —preguntó alguien.
—¡Echadla! —gritó otro.
José se adelantó unos pasos. Juntó implorante las manos.
—No os enfadéis, venerables —dijo—. Somos los padres de este Muchacho. Lo habíamos perdido y llenos de ansiedad lo estuvimos buscando. Nos hemos alegrado al encontrarle aquí...
—¡En este caso —dijo uno de los hombres—, coge al Muchacho y a esta mujer y largaos de aquí! ¡No es sitio donde puede entrar cualquier am-ha'arez ¡Marchaos! Vuestra irrupción ha perturbado los pensamientos de los venerables sabios. ¡Bueno! ¡Idos más deprisa! —dijo impaciente, golpeando el suelo con el pie.
Miriam no retiró ni por un momento el brazo de los hombros de su Hijo. José les seguía por detrás. El centinela que antes les había abierto la puerta, les gritó ahora con ordinariez. No hablaron hasta llegar al atrio. Sólo entonces Miriam le reconvino dolorida:
—¿Qué has hecho, Hijo? ¡Nos has causado tanta alarma y zozobra! ¡Los dos hemos estado muy asustados! Te hemos buscado temblando... ¿Cómo pudiste portarte así?
No bajó la cabeza como quien se siente culpable. José, mirando de reojo al Hijo, percibió un fulgor en Su mirada; el mismo misterioso fulgor que ya había visto una vez.
—¿Me habéis estado buscando? —dijo—. ¿Habéis temido por mí? ¡Teníais que haber sabido que mi sitio está en la casa del Padre!
El tono de voz era sereno, pero lo que decía sonó a reproche. José vio palidecer a Miriam y cómo le temblaron los labios. Ella no dijo nada. Sin mediar palabra, se dirigieron hacia el puente.
Salieron de la ciudad, llegaron a su tienda. Jesús, sin haber pronunciado todavía una sola palabra, empezó a recoger el equipaje. Preparó los fardos, los puso sobre el asno. Mientras trabajaba, ellos le observaban atentamente a hurtadillas.
—No te preocupes —le susurró José—. Vendrá con nosotros. Todo seguirá como antes.
—Así parece —le contestó ella en voz baja—. Yo temía que... Pero, José, ¿por qué ha dicho eso?
Ya tenía en la punta de la lengua: «Para que te acuerdes cuando llegue el momento de la verdadera separación...» Pero no lo dijo. No quiso presumir del conocimiento que le había sido infundido. Sus caminos se separaban. Ella iba a seguir; él, la sombra, iba a desaparecer. Por eso, ella no comprendía todavía lo que él había comprendido. Por primera vez él se le había adelantado...
—Todo listo para el camino —dijo el Muchacho, plantándose delante de ellos—. Si lo mandas, abba, podemos partir.
—Vamos —asintió él con la cabeza.
Ayudaron a Miriam a montar en el asno. Jesús tomó las riendas y José, viéndolo, no alargó la mano para cogerlas. Por primera vez era el Hijo quien iba a conducir la montura de la madre.
Anduvieron un trecho, cuando preguntó:
—¿Qué opinas, Hijo, de la ciencia de los grandes doctores? Sabes que quise hablar por ti con el venerable Johanan. No tenía tiempo para charlar conmigo. Pero hablaron contigo... Díme, ¿quieres que vayamos otra vez a la ciudad santa y que le pida al rabbi Johanan que te tome por discípulo?
Notó que Jesús sacudió vigorosamente la cabeza. Luego el Muchacho se volvió hacia José y dijo:
—Si me permites, abba, que diga lo que pienso, lo diré, No deseo estudiar con los doctores. Estos hombres son sabios de palabras, pero no ven la vida. Quieren discutir acerca del cielo, y no vislumbran la tierra...
—Pero el Altísimo habita en el cielo —señaló José.
—También dice: levanta una piedra y me encontrarás, da un corte a un árbol y allí estoy...
Se sobresaltó. No recordaba las palabras citadas por su Hijo.
—El está oculto aquí —seguía diciendo el Muchacho— y ahora quiere venir para quedarse con los hombres... Permíteme que no vaya a estudiar con ellos. Me quedaré con mamá. Cuidaré de ella.
En las últimas palabras había un afecto tan profundo como si un momento antes no hubiesen sido pronunciadas aquellas otras palabras llenas de reproche. Vio que la mano de Miriam se posaba cariñosamente sobre el brazo del Hijo y que El frotó la mejilla contra esa mano. Se miraron mutuamente y vio cómo se sonreían.
Era feliz viendo su amor. No sentía soledad ni envidia. Sabía que el amor de Miriam y de Jesús era como un cántaro rebosante, que esparcía el agua a su alrededor. Donde empapaba la tierra, brotaba la vida. El dolor cosquilleaba en su pecho, pero también él iba sonriendo.
JAN DOBRACZYNSKI