-
Ignacio Domínguez.
«vincenti dabo... stellam matutinam» Los premios del vencedor
¡Comprometidos!
El reino de Dios es un reino eterno; y todos los reyes del mundo le rendirán vasallaje.
Hemos llegado al final de nuestros comentarios, siguiendo el hilo del Salmo 2. Y ahora hacemos esta plegaria: Señor, escucha nuestra oración, y llegue a ti nuestro clamor.
Vamos a pedirte algo, algo muy importante: Y sabemos perfectamente a qué nos compromete esta petición.
Queremos, Señor, que todos los hombres del mundo, dispersos a causa del pecado, se sometan al yugo suavísimo de Cristo.
Esta es nuestra súplica; éste, nuestro clamor.
Para ello, para conseguirlo, estamos dispuestos a poner todos los medios que sean necesarios. Sabemos que el enemigo no duerme: y siembra cizaña aprovechando nuestro sueño malo; que los hijos de las tinieblas proceden con astucia para lograr sus objetivos de maldición; que hay lobos disfrazados de ovejas, y falsos profetas con visos de verdad.
Pero no importa. Tú has querido instaurar todas las cosas en Cristo —Omnia in Christo instaurare voluisti—; y nosotros hemos de esforzarnos por secundar tu querer.
Nos comprometemos a ello.
El premio
El ambiente no es propicio ciertamente. Pero hay que luchar.
Por eso, podemos empezar recordando unas palabras de san Juan, en el Apocalipsis, en las que hace referencia al Salmo 2:
Y al ángel de Tiatira, escribe:
Esto dice el Hijo de Dios, el que tiene los ojos como llama de fuego y los pies como el oriámbar:
Conozco tus obras, y tu caridad, y tu fe, y tu paciencia, y tu ministerio; y sé que tus últimos trabajos son aún mejores que los primeros.
Pero tengo contra ti que dejas actuar a Jezabel, que se dice profetisa, y enseña y seduce a muchos, llevándolos por caminos de impureza y fornicación...
A vosotros todos, los que no seguís esas doctrinas si os metéis en los abismos de Satán, no os pido otra cosa que la fidelidad a lo que tenéis.
Al vencedor, al que se mantuviere fiel hasta el fin, yo le daré potestad sobre las naciones a las que apacentará con vara de hierro y quebrará como a vasija de alfarero, y le daré además un brillante lucero (Apoc 2, 18-28): "dabo illi potestatem super gentes, et reget eas in virga ferrea, et tamquan vas figuli confringet eas, et dabo etiam stellan matutinam".
Hay que mantener a toda costa las virtudes que Dios alaba en los fieles de Tiatira: la fe, la caridad, la perseverancia, el ministerio («diaconía», dice el texto griego) en su doble dimensión de sacerdocio ministerial y servicio de caridad, y la doctrina («didajé», dice san Juan, usando un término técnico: «La enseñanza de los Apóstoles»).
Además, hay que dar la batalla de la santa Pureza; una lucha firme y decidida, poniendo a su servicio todas nuestras fuerzas de la juventud y de la madurez, con la mortificación de los sentidos y la guarda del corazón, sin dejarnos engañar por ingenuidades: «Aunque la carne se vista de seda... Te diré, cuando te vea vacilar ante la tentación, que oculta su impureza con pretextos de arte, de ciencia..., ¡de caridad!
»Te diré, con palabras de un viejo refrán español: Aunque la carne se vista de seda, carne se queda» (Camino, n. 134).
Los premios del vencedor son dos:
Uno, asumir las promesas que se encierran en el Salmo 2: al recibir la filiación divina, se recibe la potestad para reinar con Cristo, y gobernar las naciones in virga ferrea —en la fuerza que brota de la Cruz— et confringere eas tamquam vas figuli —romper sus aires de suficiencia, y traerlas, heridas de amor, a los pies de Dios.
El otro premio es «un lucero brillante», que simboliza la alegría de Dios por la fidelidad de sus santos.
Desde que el hombre pecó —dice san Gregorio—, «los ángeles nos consideraban extraños a su compañía, nos negaban su amistad, tenían presentes los motivos de la discordia. La culpa original y nuestros pecados cotidianos nos habían alejado de su luminosa pureza...».
Pero esa situación ha cambiado. «Desde el momento en que nosotros hemos reconocido a nuestro Rey, ellos ya no tienen inconveniente en considerarnos amigos».
Acurrucados en torno a un altar están los ángeles de Dios: está el ángel de la justicia y el ángel de la bondad, el ángel de la paciencia y el de la misericordia, al ángel de la prudencia y todos —todos— los demás. Es el día de su fiesta. Campanas a voleo cantan a gloria en el corazón enamorado.
Desde entonces, san Rafael —«medicina de Dios»— sigue conduciendo a Tobías, y curando los ojos de tantos y tantos para que se abran a horizontes insospechados de amor; san Gabriel —«fortaleza de Dios»— prepara nuevas anunciaciones, vocaciones nuevas de entrega total; y san Miguel —«¿quién cómo Dios?»— enseña lecciones de lucha ascética para triunfar del enemigo y poner a Cristo Rey en la cumbre de todos los quehaceres humanos.
Todos los ángeles —ellos, según Orígenes, los em¬pezaron a recitar— llevan en sus manos los versos del Salmo 2. Y los reparten a sus amigos, a la vez que les hacen entrega de un cetro de hierro —cayado de buen Pastor—, y ponen en sus frentes un brillante lucero —destello sublime de la claridad infinita de Dios—.
Virgen María, «Madre compasiva, trono de la gracia: te pedimos que sepamos componer en nuestra vida y en la vida de los que nos rodean, verso a verso, el poema sencillo de la caridad, quasi flumen pacis (Is 48, 18), como un río de paz» (Es Cristo que pasa, nº 187).