-
Caná: la premura de la Madre
En Caná de Galilea, al principio de la vida pública de Jesús se celebraba una boda. María se hallaba presente, y también Jesús con sus discípulos. Todo se desarrollaba normalmente, según las costumbres populares, hasta que se acabó el vino antes de lo previsto. María enseguida lo advirtió. La situación era comprometida, pues podía provocar la interrupción de los festejos y el desatarse de las lenguas, criticando el descuido de los novios. ¡No era un buen modo de comenzar la construcción de una familia! La Virgen acudió a su Hijo para que pusiera remedio: le insinuó que proporcionara vino a los invitados. Jesús se excusó, alegando que no había llegado su hora; la Madre respondió invitando a los siervos a obedecer las órdenes de Cristo. Y llegó el vino, estupendo y abundante; no murió la alegría de los comensales; nació, en cambio, la fe de los discípulos, porque Jesús, a ruegos de su Madre, había adelantado la manifestación externa de «su hora» (cfr. Jn 2, 1-11).
A estas alturas de la historia, ya siempre se cumple «la hora» de Jesús, porque todos sus discípulos nos encontramos - en mayor o menor medida- metidos en fatigas y tribulaciones por serle fieles y cumplir la misión que a cada uno nos ha encomendado. Y siempre la Virgen intercede por nosotros ante Jesús, para procurarnos el vino estupendo y abundante de la gracia divina.
Cuando faltan virtudes, cuando la correspondencia a la gracia escasea; cuando la esperanza apenas alumbra el camino y se descubren mil motivos para no actuar con fidelidad a Cristo y a los demás; cuando falta el vino de la fe que obra animada por la caridad, allí se hace presente María. Cuando el desconcierto provocado por la Cruz aparece con toda su crudeza; cuando llegan crisis y desfallecimientos; cuando decae el amor conyugal y comienza a resquebrajarse la paz del hogar; cuando la penuria económica flagela un hogar y los que se llamaban amigos se comprueba que no lo eran tanto, siempre cabe el recurso de acudir a la intercesión de María. Cuando irrumpen la injusticia profesional, la calumnia, el desprestigio social; cuando crecen los obstáculos que el enemigo pone en el camino del hijo de Dios y amenazan con hacerlo fracasar, entonces, María no deja de intervenir ante su Hijo y consigue que Él arregle lo que estaba perdido. La Sierva que respondió con un fíat incondicional a la petición divina es la Señora de los imposibles. Jesús no niega nada a quien le ha respondido siempre que sí y se halla completamente identificada con Él.
También hoy María se desvive por los hijos que Dios le dio, y les socorre en sus necesidades espirituales y materiales. Con su mediación materna, empuja constantemente a sus hijos espirituales a que obedezcan a Cristo (cfr. Jn 2, 5), que les ha mandado que se amen, que se sirvan unos a otros, que hagan memoria eucarística de su sacrificio. Los orienta hacia el Altar, hacia la Comunión, hacia el Sagrario: los lleva al Misterio eucarístico, donde Jesús les proporcionará la comida y la bebida que necesitan. La devoción mariana mueve siempre a intensificar la fraternidad y el trato con el Señor en el Santísimo Sacramento; los que aman a María tendrán siempre el pan y el vino que precisan para ser fieles y felices, aun en los momentos de dolor. Lo expresaba así un discípulo de san Efrén: «La Vid virgen ha dado un racimo cuyo vino es dulce; por él recibieron consuelo Adán y Eva mientras lloraban; gustaron de ese fármaco de vida y se consolaron en su aflicción» (Pseudo-Efrén, Himnos sobre María, I, 14).
San Ireneo, Clemente Alejandrino, san Cipriano, san Cirilo de Jerusalén y muchos otros han interpretado en clave eucarística el primer milagro de Jesús, relacionándolo directamente con su hora de dolor y de exaltación. La transustanciación eucarística está prefigurada por la conversión del agua en vino, obrada por Cristo en Caná de Galilea. Juan Pablo II ha descrito también la analogía entre el mandato de Cristo en el Cenáculo y el consejo de la Virgen en Caná. « Repetir el gesto de Cristo en la última Cena, en cumplimiento de su mandato: "¡Haced esto en conmemoración mía!", se convierte al mismo tiempo en aceptación de la invitación de María a obedecerle sin titubeos: "Haced lo que Él os diga" (Jn 2, 5). Con la solicitud materna que muestra en las bodas de Cana, María parece decirnos: "no dudéis, fiaos de la palabra de mi Hijo. El, que fue capaz de transformar el agua en vino, es igualmente capaz de hacer del pan y del vino su cuerpo y su sangre, entregando a los creyentes en este misterio la memoria viva de su Pascua, para hacerse así pan de vida"» (Ecclesia de Eucharistia, 17-1V-2003, n. 54).
El milagro de Caná alude también a los efectos de la Eucaristía, pues la gracia de este sacramento evita el fracaso de lo que empezó bien, esto es, que la vida comunicada en el Bautismo no llegue al término querido por el Señor; asegura la alegría de los hijos de Dios, amenazada por sus defectos y descuidos. Jesús sacramentado, por intercesión de la Virgen, sigue obrando el milagro de cambiar el agua simple y pobre de nuestra vida humana en vino de vida sobrenatural, que consuela a Dios y alegra a los hombres. «En cuanto Cristo cambió manifiestamente el agua en vino gracias al propio poder, todo el mundo se llenó de alegría encontrando agradabilísimo el gusto de aquel vino. Hoy podemos sentarnos al banquete de la Iglesia, porque el vino se ha cambiado en la sangre de Cristo, y nosotros la sumimos en santa alegría, glorificando al gran Esposo (...). Altísimo, Santo, Salvador de todos, mantén inalterado el vino que hay en nosotros» (Romano el Cantor, Himno sobre las bodas de Caná).
JAVIER ECHEVARRÍA