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18 noviembre 2026

JOSE. Jesús perdido y hallado en el Templo (2 de 2)

Jesús perdido y hallado en el Templo (2 de 2)

José perdió a Jesús en el atrio del Templo. Sin embargo no le dio importancia. El Muchacho paseaba solo por la ciudad y volvía siempre con sus padres. Se dio también el caso de que llegó a pernoctar fuera de la tienda: igual que millares de personas, pasaba una breve noche envuelto en el manto en algún sitio junto a la muralla, para poder con las primeras luces del alba, cuando las puertas de la ciudad estaban todavía cerradas, tomar parte en las oraciones de la apertura del Santuario.
Tampoco estaba preocupado por la ausencia de Jesús cuando desmontaron la tienda. En realidad aparecía siempre cuando había algo que hacer y podía ayudar a Sus padres, pero seguía siendo un niño y pudo haberse olvidado de todo viendo algo interesante. José estaba convencido de que el Hijo iba a aparecer corriendo en cualquier momento. Sensato y serio, pocas veces se dejaba llevar por un espíritu de independencia juvenil y nunca se olvidaba de que Su madre podría estar preocupada por El.
Sin embargo, no vieron a Jesús en el lugar de la reunión. Pero tampoco ahora ninguno de los dos mostró preocupación. En una multitud de varios centenares de personas no era fácil encontrar a alguien. Fueron de los últimos en llegar, en el momento en que el grupo iniciaba la marcha en medio de alegres cantos. Se unieron presurosos a los grupitos de los que llegaron tarde a la reunión.
No anduvieron mucho ese día. Se detuvieron para pernoctar y sólo entonces José se puso a buscar al Muchacho. Encontró a la mujer de Cleofás y sus hijos. Pero Jesús, no estaba con ellos.
—¿No le habéis visto? —preguntó, ahora ya preocupado.
—No, tío —dijeron—. No le hemos visto desde ayer.
—¿No sabéis con quién podría estar?
—No, cuando da una vuelta lo hace solamente con nosotros, o solo.
Con el corazón inquieto volvió a donde estaba Miriam. Se atormentaba pensando cómo hablarle de la ausencia de Jesús. Miriam estaba ocupada en preparar la cena. Estaba sentada sobre la albarda con una escudilla en el regazo amasando pasta. Apenas se hubo parado José delante de ella, levantó violentamente la cabeza. Por la expresión de sus ojos supo que adivinaba la noticia que traía.
—¿No lo has encontrado? —en su voz percibió un temblor.
—No...
—¿Dónde estará? ¿José, dónde estará?
—No lo sé... Nadie le ha visto... Tiene que haberse quedado en la ciudad.
Miriam movió los labios, como para exclamar algo, pero ninguna palabra salía de su boca. Sus mejillas se cubrieron de palidez. Respiraba jadeando. La escudilla se deslizó de sus manos y cayó al suelo. No se agachó para recogerla. Preguntó:
—¿Qué vamos a hacer?
—Volveremos. Lo encontraremos.
Ella se puso de pie de un salto.
— ¡Vamos!
—¿Quieres ir en seguida? ¿Ahora? Se hará de noche dentro de un momento.
—¿Podemos dejarle solo?
No intentó detenerla. Volvieron a poner con prisa las albardas sobre el asno y se pusieron en camino sin tocar la comida. Anocheció, no había nadie en el camino. Andaban deprisa. Miriam abría la marcha. José, que la seguía, oía su respiración acelerada. Nunca hasta entonces la había visto en ese estado. Él era quien solía temer, asustarse, preocuparse, presentir, imaginarse lo peor. Ella estaba siempre serena y dueña de sí. Incluso cuando sentía miedo, no lo dejaba transparentar.
Se acercaba la hora de tercia de la guardia nocturna, cuando vislumbraron sobre el fondo todavía oscuro del cielo la mancha centelleante de los fuegos encendidos. El Templo en las alturas parecía una constelación suspendida sobre el horizonte. A medida que se acercaban distinguían más y más luces.
Estaban cansados por la marcha rápida. Iban corriendo en la oscuridad, los pies ensangrentados por los tropezones con las piedras.
Las puertas de la ciudad estaban cerradas. No quedaba más remedio que esperar hasta el amanecer. Fueron al sitio donde habían estado pernoctando, con la esperanza de encontrar al Muchacho allí. Pero Jesús no estaba. No montaron la tienda, solo aliviaron al asno de las albardas y se acostaron en el suelo envueltos en sus mantos. Permanecían en silencio. Miriam no decía nada. José no se atrevía a tomar la palabra, preocupado por el comportamiento inusitado de ella. Acostado sin poder conciliar el sueño, José oía a su lado la respiración irregular de Miriam, que le indicaba que ella tampoco dormía.
Con una congoja que aumentaba por momentos, pensaba en lo que había ocurrido; Jesús había sido siempre extremadamente cariñoso con su madre. Desde su infancia se cuidaba de no causarle el menor disgusto. No, era imposible pensar que se hubiera entretenido hablando o mirando algo. Tampoco era de esos niños que solían perderse. Entones ¿qué había ocurrido?
Cualquier preocupación que experimentaba despertaba en él muy fácilmente su imaginación: ¿Qué podía haber sucedido? Antes se daban casos de raptos de niños y de niñas, realizados por unos individuos que abastecían a la corte de Herodes con los raptados. Se hablaba también de raptos de muchachos por bandidos de Perea, que los vendían luego en los mercados orientales. Durante la guerra había toda clase de violencia, pero desde que los Romanos impusieron la paz en el país, todos se sentían seguros. Un muchacho de doce años no desaparece así como así; además, ¿cómo hubiera podido perderse en la ciudad, si el Templo se veía desde cualquier sitio?
¿Y si se tratara de aquel viejo asunto? Herodes había muerto, sus hijos ya no eran reyes de los hebreos. ¿Habrá alguien todavía que se acuerda de la visita de los sabios partos? Los únicos que podrían recordarlos eran los habitantes de Belén... Sí, ellos no lo habrán olvidado sin lugar a dudas. Alguno de sus parientes pudo haberle visto y espiado. Le odiaban seguramente. Deseaban vengarse. ¿Entonces alguno habría ido a denunciarle a los Romanos? Los partos eran enemigos, los contactos con ellos podrían ser considerados como una traición... Pero pudo haber ocurrido otra cosa: alguno de aquellos locos que soñaban con sacudirse el dominio romano pudo haber pensado que le sería más fácil levantar la bandera de la rebelión teniendo en las manos al heredero de la estirpe de David.
Estos desvaríos se hacían más y más inquietantes: el pensamiento, excitado por la imaginación, no dejaba de elucubrar. No había manera de controlar su carrera calenturienta. Miriam al menos, pensaba él, no es víctima de estos desvaríos. No suele imaginarse situaciones inusitadas. Pero cuando teme por el Hijo, todo su ser resiente el dolor. Es como si le arrancaran una parte de su cuerpo.
¿O tal vez, pensaba él, sufre por sentirse culpable de lo ocurrido? El mismo había experimentado aquello en más de una ocasión en su vida. Tenía tendencia a autoacusarse. Después de los años transcurridos al lado de Miriam, comparando la serenidad de su esposa con su propia intranquilidad, empezó a comprender de dónde le venía a él esta inclinación. Durante toda su vida deseaba servir, pero necesitaba sentir que podía servir. El Altísimo le llamó, pero no lo confió todo a sus fuerzas. Le permitía actuar para luego coger El mismo las riendas en Sus manos. Esto producía en José amargura, y esta amargura se tornaba en reproches contra sí mismo. Se acusaba, no atreviéndose a acusar al Inconcebible...
Miriam no se acusaba nunca. Era toda humildad y amor. No esperaba nada de sí misma. Estaba convencida de que todo lo había recibido gratuitamente, por caridad. Y tampoco debía reprocharse nada ahora. Sencillamente sufría, sin divagar, sin imaginarse nada, sin tratar de comprender.
En alguna ocasión José se había dicho a sí mismo que sería ella y no él quien marcaría el rumbo de sus vidas. Intentaba imitarla a menudo. No se veía culpable de lo ocurrido, y tampoco se culpaba ahora. Pensaba únicamente: todo lo que tengo lo he recibido por voluntad del Altísimo.
Debía ser una sombra. Cuando el sol está en su apogeo, la sombra desaparece. ¿Tal vez Él quiere darme una señal de que el momento se acerca? Tal vez Él ha desaparecido para que yo sepa que ha llegado el momento de mi desaparición.
Los desvaríos calenturientos y la angustia disminuyeron. Sabía que en cuanto se hiciera de día, correrían a buscar a Jesús y le buscarían sin descanso. Lo harían todo para encontrarlo. Pero lo encontrarían únicamente si el Inexpresable quería que lo encontrasen. Porque puede que se esté acercando la hora por cuya llegada había rezado Jesús. Y ésta será la hora en la que el padre terreno dejará de ser necesario...
Apoyó la cabeza en su manto enrollado y se durmió.
JAN DOBRACZYNSKI