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17 noviembre 2026

COMENTARIO AL SALMO II. La esperanza del cielo

Ignacio Domínguez
La esperanza del cielo

Ciertamente conversatio nostra in coelis est (Filip 3, 20): nuestra morada es el cielo: Y hacia allá nos dirigimos como a nuestra meta definitiva, deseosos de darlo todo, de gastarnos y desgastarnos, de rendir al máximo en nuestra carrera, para conseguir el premio: la corona de gloria que no se marchita (1 Cor 9, 25). «Para nosotros, y para todas las almas que quieran amar, la aspiración máxima es llegar hasta Dios: la gloria del cielo» (Escrivá de Balaguer).
Pero mientras estamos en este mundo camina¬mos en fe y no en visión (2 Cor 5, 7), con temor y temblor vamos realizando la salvación que nos viene de Dios (Filip 2, 12), esforzándonos por estar de pie, cuidadosos de no caer (1 Cor 10, 12).
Cuando los hombres que se levantaron contra Dios y meditaron cosas vanas, intenten apartarnos del camino;
cuando las propias miserias personales se nos hagan tan patentes hasta que nos parezca que somos omnium peripsema: basura de todos;
cuando la idea de la reprobación eterna intente atenazarnos el alma para llevarla a la desesperación...
Es la hora de pensar en algo realmente extraordinario que cuenta de sí mismo el santo Cura de Ars: «Mi tentación no es la vanidad: no me cuesta nada convencerme de que no soy yo quien hace esto. Mi tentación grande es la desesperación: me da miedo ser hallado falto de peso delante de Dios».
Y más adelante añadía:
«Cuando estoy ante el altar, voy derecho a la Consagración, pero cuando ya tengo al Buen Dios en las manos, no sé terminar. Me asalta la idea de que, a lo mejor, puedo condenarme: y quisiera tenerlo el mayor tiempo posible entre mis manos».
terminaba diciendo:
«Si tuviera la desgracia de ser reprobado, quisiera llevarme conmigo al Buen Dios».
ya para terminar nuestra oración, una idea de san Gregorio Magno, en la que el santo Pontífice nos dice que, en la Santa Misa, a la hora de la Consagración, hay como una irrupción de la vida del cielo en el mundo. En efecto —dice— la palabra del sacerdote, al momento de consagrar la Eucaristía, pone en conmoción a la creación entera: un inmenso rasgón se produce en el techo del mundo, y bajan los ángeles para adorar a Dios presente en el altar; cielo y tierra se dan un apretón de manos, y lo divino se hace cercanía milagrosa penetrando por entero las realidades humanas.
El mundo entero se pone de rodillas ante este admirable sacramento: Y el hombre, en quien se resumen todos los elementos creados, reconoce, en la fe, que la Santísima Eucaristía es alimento para ser comido, misterio para ser meditado, presencia para ser adorada, sacrificio para ser asumido.
En la Eucaristía, mens impíetur gratia, et futurae gloriae nobis pignus datur, nos llenamos de la divina gracia, y recibimos en prenda la gloria del cielo.
La Virgen María es Ianua coeli: puerta del cielo.
Y va bien recordar aquí, un sueño que tuvo san Francisco de Asís: Veía a unos hombres esforzándose en escalar una montaña —la que sube al cielo— por una ladera muy empinada y difícil. Y, sin embargo, al lado mismo, había una escalera blanca, suave, llevadera... en cuyo extremo superior estaba la Virgen, Regina Coeli, Reina del Cielo.
San Francisco, desde entonces, comprendió claramente su misión: enseñar a los hombres el amor a la Virgen, que es el camino más fácil y el más corto para la salvación.