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La oración, camino de libertad
La oración, camino de amor, Jacques Philippe
La fidelidad a la oración es un camino de libertad. Nos educa progresivamente para que busquemos en Dios (y encontremos, pues el que busca encuentra, asegura el Evangelio) los bienes esenciales que deseamos: el amor infinito y eterno, la paz, la seguridad, la felicidad...
Si no aprendemos a recibir de la mano de Dios estos bienes que nos son tan necesarios, corremos el riesgo de ir a buscarlos en otra parte, y de esperar en vano de las realidades de este mundo (las riquezas materiales, el trabajo, las relaciones...) lo que ellas no nos pueden dar.
Nuestras relaciones con el prójimo son a veces decepcionantes porque, sin darnos cuenta, esperamos de ellos más de lo que pueden dar. De una relación privilegiada se espera una felicidad absoluta, un reconocimiento pleno, una seguridad perfecta. Ninguna realidad creada, ninguna persona humana, ninguna actividad, puede satisfacernos plenamente en esa espera. Como esperamos demasiado, y no recibimos, nos amargamos, decepcionados, y acabamos aborreciendo terriblemente a los que no han respondido a nuestras expectativas.
No es culpa de ellos, sino de nuestra espera desmesurada: pretendemos obtener de una persona los bienes que solo Dios nos puede conceder.
Al decir esto, no pretendo descalificar las relaciones interpersonales ni las diversas actividades humanas. Creo en el amor, en la amistad, en la fraternidad, en todo lo que podemos recibir unos de otros en nuestras relaciones. El encuentro con una persona y los lazos que nos entretejen con ella pueden ser a veces un magnífico regalo de Dios. Con frecuencia Él se complace en manifestarnos su amor a través de la amistad o de la solicitud de una persona que pone en nuestro camino. Pero es preciso que Dios siga siendo el centro, y que no exijamos de una pobre criatura humana, limitada e imperfecta, que nos procure lo que solo Dios puede darnos.
Tampoco digo que los bienes a los que me he referido (paz, felicidad, seguridad...) se nos vayan a conceder de modo inmediato en cuanto nos pongamos a hacer oración. Pero sigue siendo cierto que la fidelidad a la oración indica de manera concreta que orientamos hacia Dios nuestra espera de esos bienes, en un movimiento de fe y esperanza, y que esperamos de su misericordia que nos los vaya concediendo poco a poco. Eso es un elemento fundamental de equilibrio en las relaciones humanas, y evita que exijamos a los demás lo que no pueden dar, con todas las consecuencias, a veces dramáticas, que pueden originarse de semejante actitud.
Cuanto más sea Dios el centro de nuestra vida, y más lo esperemos todo de Él, y solo de Él, más oportunidad habrá para que nuestras relaciones humanas sean justas y equilibradas.
Esperar de una realidad cualquiera lo que solo Dios puede concedernos tiene un nombre en la tradición bíblica: la idolatría. Se pueden idolatrar muchas cosas sin darnos cuenta: personas, trabajo, la adquisición de un título, el reconocimiento de algunas competencias, el éxito, el amor, el placer... Pueden ser cosas buenas en sí mismas, pero no debemos pedirles más de lo que es legítimo pedirles. La idolatría nos hace perder siempre una parte de nuestra libertad. Los ídolos decepcionan; se acaba con frecuencia por odiar lo que antes se adoraba. Dios, en cambio, no nos decepcionará nunca. Nos llevará por caminos inesperados y a veces dolorosos, pero colmará nuestras expectativas. Solo en Dios está el descanso, alma mía (Ps 62, 2).
La experiencia lo muestra: la fidelidad a la oración, aunque pase a veces por fases difíciles, momentos de aridez y de prueba, nos conduce progresivamente a encontrar en Dios una paz profunda, una seguridad, una felicidad que nos hacen libres respecto a los demás. Si encuentro mi felicidad y mi paz en Dios, seré capaz de dar mucho a mi prójimo, y también de aceptarlo tal como es, sin distanciarme de él cuando no responde a mis expectativas. Dios basta.
Añadiría que el hecho de encontrar en la oración un contento, incluso un cierto placer, diría yo, nos hace más libres respecto de esa búsqueda ansiosa de satisfacciones humanas, que es nuestra tentación permanente. Nuestro mundo sufre un gran vacío espiritual, y me impresiona ver cómo este vacío interior impulsa a una búsqueda frenética de satisfacciones sensibles. No tengo nada contra los placeres legítimos de la vida, las comidas apetitosas, las botellas de Bordeaux o los baños relajantes. Son un don de Dios, pero es preferible usarlos con mesura. Hay a veces en nuestro mundo una necesidad insaciable de sentir, de saborear, de experimentar emociones y sensaciones nuevas y cada vez más intensas, que puede conducir a comportamientos destructores, como se comprueba en los dominios de la sexualidad, de la droga, etc. La búsqueda de sensaciones cada vez más fuertes acaba a menudo por conducir a la violencia.
Cuando falta el sentido, se busca sustituirlo por la sensación. «¡Llene el depósito de sensaciones!», dice un anuncio reciente de automóviles. Pero es una calle sin salida, que no produce más que frustraciones, es decir, autodestrucción y violencia. Mil satisfacciones no hacen una felicidad...
Última consideración sobre este punto de la oración como camino de libertad: como veremos más adelante, la fidelidad a la oración nos hace experimentar poco a poco que los verdaderos tesoros son interiores, que tenemos dentro de nosotros el Reino y su felicidad. Este descubrimiento nos hará más libres respecto a los bienes de la tierra, nos liberará poco a poco de la necesidad excesiva de posesión, de esa tendencia actual de llenar la vida con una multitud de cosas materiales que terminan por complicarnos y endurecer nuestro corazón.
JACQUES PHILIPPE