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12 noviembre 2026

EUCARISTÍA. El consuelo y la ayuda de la Madre de dolores

El consuelo y la ayuda de la Madre de dolores

«¿Acaso se olvida una mujer de su niño, y no se compadece del hijo de sus entrañas? Pues aunque hubiera una mujer que se olvidase, Yo nunca me olvidaré de ti» (Is 49, 15). Así habla Dios por boca del profeta Isaías. Y aún añade: «Mira: te he grabado en las palmas de mis manos, tus murallas están siempre ante mí» (Ibid., 16). La expresión de la misericordia y de la ternura divina por su pueblo, alcanza en estas palabras la cumbre que las ha hecho justamente célebres y que ha abierto a muchos corazones el camino del retorno a Dios.
El Omnipotente se sirve del parangón con la conducta de las madres, para revelar cómo procede Él. Llegada la plenitud de los tiempos, actúa más aún; no recurre ya a una comparación, sino que da a los hombres una Madre verdaderamente a la medida de su corazón, les entrega su propia Madre. Santa María, por obra del Espíritu Santo, ha engendrado al Verbo en la carne y ha sido capaz de velar por el Hijo de Dios; también con la gracia del Paráclito que la asiste, es capaz de velar por cada uno de esos otros hijos que le han nacido por gracia, por querer de Dios. Ella puede exclamar, como la mujer del Cantar: «Mi corazón vela» (Ct 5, 2). La Virgen nos mira siempre vigilante, atenta a lo que pueda necesitar cada uno, a lo que su Hijo espera de cada discípulo.
El papel de María en la lucha espiritual del cristiano se identifica con el de una madre; por eso, como explica san Josemaría, «la relación de cada uno de nosotros con nuestra propia madre, puede servirnos de modelo y de pauta para nuestro trato con la Señora del Dulce Nombre, María» (Es Cristo que pasa, n. 142). No lo dudemos: los hombres necesitan una madre en el orden sobrenatural que les ayude a ser hijos de su Padre Dios, y que les enseñe a llamarle «papá», como hacen todas las madres con sus hijos; que les haga comprender que son hermanos de sus hermanos y, sobre todo, hermanos de Jesús; que les ayude a poner cariño en el trato con Dios, esa ternura y ese afecto que las madres transmiten con su agradable sabiduría en el ámbito familiar; que les auxilie para huir de envaramientos, rigideces y dramas, nacidos de olvidar que son pequeños y débiles. Una madre en el orden sobrenatural que, como las madres de la tierra, acuda al lado del hijo doliente y lo conforte, lo consuele, lo sostenga.
Como Jesús, también la Virgen Madre sale hoy al encuentro de los discípulos, especialmente cuando más les cuesta acompañar al Maestro, cuando se alza ante ellos el instante de la prueba y de la tribulación. Son famosas las exhortaciones de san Bernardo: «Si se levantan los vientos de las tentaciones, si tropiezas en los escollos de las tribulaciones, mira a la Estrella, llama a María (...). No te descaminarás, si la sigues; no desesperarás, si le ruegas; no te perderás, si en Ella piensas» (San Bernardo, Homilías sobre la Anunciación II, 17).
La hora del dolor de un cristiano ha de estar fuertemente marcada por una doble presencia: la de la Eucaristía y la de la Virgen; la del Hijo envuelto en los velos sacramentales y la de la Madre espiritual. Jesús y María se hallan juntos en ese tiempo singular de cada discípulo, como ha sucedido a lo largo de su paso por esta tierra y como están ahora en el Cielo. No se pueden separar. Cabe preguntarse: ¿cómo se relacionan entre sí estas dos presencias? María participa de la única mediación del Redentor (Lumen gentium, 62): lo hace de varios modos, unidos y relacionados entre sí, sobre todo con el ejemplo de su vida y con su intercesión materna.
Dios nos ha dado por Madre a María, especialmente para que nos lleve a Jesús, para que nos acerque a la Eucaristía, para que nos anime a alimentarnos con el pan que viene del cielo y a alegrarnos con el vino que redime a la humanidad. Así cumple María su función materna de criar y educar a los hijos de Dios. Ese camino, siempre que se requiere, pasa antes por la reconciliación en el sacramento de la Penitencia; por eso, como escribe san Josemaría, « a Jesús siempre se va y se «vuelve» por María» (Camino, n. 495).
La piedad mariana madura de verdad cuando desemboca en devoción eucarística. San Josemaría lo afirmaba con seguridad plena: «Para mí, la primera devoción mariana (...) es la Santa Misa (...). Cada día, al bajar Cristo a las manos del sacerdote, se renueva su presencia real entre nosotros con su Cuerpo, con su Sangre, con su Alma y con su Divinidad: el mismo Cuerpo y la misma Sangre que tomó de las entrañas de María. En el Sacrificio del Altar, la participación de Nuestra Señora nos evoca el silencioso recato con que acompañó la vida de su Hijo, cuando andaba por la tierra de Palestina. La Santa Misa es una acción de la Trinidad: por voluntad del Padre, cooperando el Espíritu Santo, el Hijo se ofrece en oblación redentora. En ese insondable misterio, se advierte, como entre velos, el rostro purísimo de María: Hija de Dios Padre, Madre de Dios Hijo, Esposa de Dios Espíritu Santo» (San Josemaría Escrivá de Balaguer, Artículo La Virgen del Pilar, en « Libro de Aragón»).
JAVIER ECHEVARRÍA