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11 noviembre 2026

JOSE. Jesús perdido y hallado en el Templo (1 de 2)

Jesús perdido y hallado en el Templo (1 de 2)

La ciudad estaba tan llena de peregrinos, que apenas se podía circular por las callejas estrechas. En el atrio, las personas apretadas unas contra otras formaban una masa compacta. Una multitud ingente asediaba las mesas de los cambistas y los puestos de los vendedores de animales para el sacrificio.
Las fiestas de Pesahim habían atraído aquel año una innumerable cantidad de fieles. Después de haber sofocado la insurrección de Judas de Gamala, la paz había vuelto a reconstruirse y la cuestión del censo, que había levantado tanta oposición, pasó al olvido. Los Romanos trataban de ganarse a la población. El Gobernador Coponio se mostraba benévolo en todas las ocasiones. Había propiciado él mismo la reconstrucción de los pórticos del Templo. El tema de la reposición del águila romana en el frontispicio del Santuario ni se planteó. En lugar del águila antigua, destruida por un grupo de jóvenes fariseos en los días postreros de la vida de Herodes, volvió sobre el frontispicio el racimo de uvas fundido en oro. Las divisiones romanas estacionadas en la ciudad tenían la orden de mostrarse sin sus insignias, que llevaban las cabezas de los emperadores como remate; se trataba de evitar cualquier ofensa a los sentimientos religiosos de los hebreos. El gran sacerdote recibía oro para ofrecer en nombre del emperador un sacrificio anual a Yahvé.
Se anunciaba una época de paz y de bienestar y todo aquel que pudo hacerla realizó ese año la santa peregrinación.
Para José y Miriam, que no pudieron cumplir durante varios años con el precepto prescrito de visitar el Templo, era un día de enorme alegría. El año anterior habían ido a Jerusalén solos, sin Jesús. Este año le llevaron consigo. Jesús hacía la peregrinación ya no acompañando a Sus padres como niño, sino como hombre maduro, cumpliendo una obligación religiosa.
Iban a ofrecer un sacrificio y, aprovechando la oportunidad, José quería hablar de la instrucción de Jesús con alguno de los grandes maestros. Había que tomar una decisión definitiva en este asunto. A decir verdad, la anterior eficiencia de José no había vuelto: seguía resintiéndose de cierta pesadez, se cansaba fácilmente, le costaba trabajar. Pero se sobreponía y trabajaba. No podía hacer mucho, a pesar de todos sus esfuerzos. Disminuyeron los ingresos, el trabajo de Jesús era imprescindible ahora. El muchacho tenía que suplir al padre con mucha más frecuencia. José sentía, no obstante, que no podía gravar, por su incapacidad, el porvenir del Hijo.
Durante muchas semanas estuvo luchando dolorosamente consigo mismo. Al principio pensaba que recuperaría su anterior capacidad de trabajo. Se sobrepuso a su impaciencia. Pero fueron pasando las semanas y los meses y las anteriores fuerzas no volvían. Por fin comprendió que la enfermedad, aunque oculta, seguía latente y ya no recuperaría su antigua eficacia. Ahora tenía que luchar con la amargura. Se sentía tan enormemente responsable por la familia, quería tanto su trabajo. Una voz machacona le susurraba al oído que, ya que había sido privado de tantísimas cosas en la vida, debería por lo menos haber conservado su capacidad para trabajar y proteger a los suyos. Venció a la tentación después de una lucha terrible. Se convenció a sí mismo de que esta debilidad demasiado temprana le había sido mandada por el Altísimo. El que le había confiado un encargo le retiraba ahora la posibilidad de realizarlo. Esta era evidentemente Su voluntad, como siempre misteriosa. Oponerse a ella habría sido una rebelión. Dejó de pensar si era culpable de algo ni si su estado era un castigo. Quiso aceptar la voluntad del Altísimo con humildad y en silencio. No se permitía ahora ninguna queja. Se esforzaba por estar sereno y sonriente.
No sabía cómo encajar esta debilidad suya con el proyecto de mandar a Jesús a estudiar a Jerusalén. Discutió del asunto en una conversación con Miriam. Planteó claramente el problema: Si dejamos que Jesús se forme con alguno de los doctores, será aún más difícil para nosotros, porque vivirá alejado.
Por las palabras de Miriam dedujo que el alejamiento de su Hijo le preocupaba más que las dificultades materiales. No parecía estar muy convencida con la idea de que su Hijo debería instruirse para convertirse en escriba experto en la Escritura. Estaba sin embargo dispuesta como siempre a cualquier sacrificio. Estuvo de acuerdo con José en que era preciso resolver el asunto de los estudios de Jesús durante su estancia en Jerusalén.
En la ciudad llena a rebosar, el tradicional banquete pascual tenía que hacerse por turnos. Los procedentes de Galilea, debido a su gran número, habían obtenido permiso de los escribas para comer el cordero la víspera de la Pascua. La gente se reunía en grupitos para preparar juntos la cena solemne. Inmediatamente después de cenar, dejaban el local para el grupo siguiente. Pero los había que no pudieron encontrar sitio dentro del recinto de la ciudad y éstos tuvieron que acomodarse para la cena en las tiendas montadas fuera de las murallas.
Jesús, Miriam y José vivían en una tienda durante esa semana festiva, pero alquilaron en la ciudad una habitación para el banquete. Iban a comerlo juntos con la familia de Cleofás y otra más procedente también de Galilea. Todo se desarrolló conforme a la tradición. En la mesa hubo: un cordero asado entero, pan ázimo, hierbas amargas, salsa vegetal roja. José, siendo el mayor del grupo, cuidaba del orden. De pie con el bastón en la mano recitaron el salmo: Cuando Israel salió de Egipto, la casa de Jacob de un pueblo bárbaro, Entonces hizo de Judá su Santuario y de Israel su reino...
Luego empezaron el banquete. Comían y bebían vino en una copa común, que pasaba de mano en mano. A la tercera ronda volvieron a levantarse, para cantar un himno alegre: Alabad, siervos del Señor, el nombre del Señor. Bendito sea su nombre ahora y por los siglos, desde la salida del sol hasta el ocaso... Cantando unidos por las manos, se movían rítmicamente, como en un baile. Era un himno de alegría y fraternidad. Llenaron otra copa más y luego empezaron rápidamente a recoger la mesa. Había terminado el tiempo de que disponían. Otros esperaban ya para entrar con sus cubiertos.
En silencio devoto, meditando las palabras de los salmos cantados, volvían a sus tiendas por la ciudad llena de alboroto festivo. A pesar de la hora avanzada, nadie dormía. Había cantos en las terrazas, luces por todas partes, gente vagando por las calles. Las puertas de las casas, conforme a la tradición, estaban señaladas con sangre de cordero. En lo alto, por encima de los tejados, se alzaba el Templo. El Santuario estaba rodeado por una guirnalda de antorchas y de linternas encendidas. Parecía un inmenso monte de luces.
Tres días más tarde, la peregrinación procedente de Nazaret y de Séforis se preparaba para el regreso. Acordaron reunirse todos unos estadios fuera de la ciudad, en la carretera de Jericó. Reunirse en la ciudad aún llena de gente era imposible.
Hasta el último día José no consiguió dar con el rabbí Jehudá ben Guerim, que era amigo del famoso Johanan ben Zakkay. El jefe de la sinagoga de Nazaret le había dado para él una recomendación. El fariseo, impaciente, escuchó a José con un pie en el aire, y luego alzó los hombros con indiferencia. Ciertamente, aseguró, podía hablar del Muchacho con el rabino Johanan, puesto que se lo pedía el jefe de la sinagoga de Nazaret. Sin embargo, no podía darles esperanzas de que el resultado de esta conversación fuera que el gran rabino estuviera dispuesto a acoger al Muchacho para formarle. El sabio Johanan tenía muchos discípulos que prometían mucho y procedían de conocidas familias fariseas. El, Jehudá, no creía que el Hijo de un naggar de Nazaret (torció la boca al pronunciar el nombre de la ciudad) tuviera oportunidad de brillar entre los otros. Además, si había de hablar del Muchacho al gran rabbí, no lo haría enseguida. Las fiestas no habían terminado y los escribas estaban ocupados con algo más importante que los asuntos de unos muchachos que querían estudiar con los grandes maestros. Por otra parte, el rabbí Jehudá sabía que el excelente doctor Johanan meditaba en este momento cierto versículo y, mientras no llegara a una explicación adecuada del significado de las palabras del salmo: «Hablaré en parábolas y explicaré los misterios eternos», no se le podía molestar.
No había, por lo tanto, esperanzas de solucionarlo por ahora. José y Jesús consiguieron llegar hasta el Pórtico Real, lugar donde se sentaban los eminentes escribas para discutir públicamente sobre algunos problemas. Un grupo de jóvenes fariseos formaban cerco delante de los sabios y sólo desde detrás de sus espaldas apenas si se podía ver y oír un poco... Ocurría a veces que alguien del público levantaba la mano, se ponía de pie y pedía humildemente a los sabios rabinos que se dignaran explicarle algún problema. Los doctores, sin embargo, se mostraban solo de vez en cuando interesados por las preguntas. En ese caso, llamaban al hombre a su lado, le hacían preguntas y ante él discutían a fondo del tema. La mayoría de las veces no hacían ningún caso del interlocutor y cuando éste empezaba a hablar, los fariseos jóvenes le hacían callar con un amenazador: ¡cállate!
JAN DOBRACZYNSKI