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Ignacio Domínguez
El premio eterno
Santa Teresa de Jesús, en el libro de su vida, habla del cielo: «Ibame el Señor mostrando más grandes secretos... Quisiera yo poder dar a entender algo de lo menos que entendía, y pensando cómo puede ser, hallo que es imposible; porque en sola la diferencia que hay de esta luz que vemos a la que allí se representa, siendo todo luz, no hay comparación, porque la claridad del sol parece cosa muy desgastada. En fin, no alcanza la imaginación, por muy sutil que sea, a pintar ni trazar cómo será esa luz, ni ninguna cosa de luz que el Señor me daba a entender como un deleite tan soberano que no se puede decir; porque todos los sentidos gozan en tan alto grado y suavidad, que ello no se puede encarecer, y así es mejor no decir más».
Pero sí lo que santa Teresa sabe repetir son las palabras que, con tanta claridad, había oído a Jesús: «Díjome: Mira, hija, qué pierden los que son contra mí. No dejes de decírselo».
Los que fremuerunt et meditati sunt inania, los que astiterunt et convenerunt in unum adversus Dominum et adversus Christum eius... ¡Cuánto pierden los que son contra Dios! No dejes de decírselo.
San Pablo fue arrebatado hasta el tercer cielo: vio cosas arcanas que no sabe describir: ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el corazón del hombre sospechó lo que tiene Dios preparado para aquellos que le aman (1 Cor 2, 9): ¿los destinatarios?: aquellos que le aman; ¿el premio?: un estado eterno de bienaventuranza, donde se da el logro de todo bien sin mezcla alguna de mal: la gozosa compañía de todos los bienaventurados y la posesión fruitiva de Dios Trinidad.
También san Juan tuvo una revelación del cielo, de esa ciudad santa, la Jerusalén celestial, que bajaba de arriba, de cabe Dios, radiante con la gloria de Dios: los fundamentos de la ciudad estaban hermosamente labrados con toda clase de piedras preciosas: jaspe, zafiro, calcedonia, esmeralda, ónice, cornalina, crisólito, berilo, topacio, ágata, jacinto y amatista... Y las doce puertas eran doce perlas... Y las calles de la ciudad, oro puro como vidrio transparente. Y templo no vi en ella, pues el Señor Dios Omnipotente es su templo, lo mismo que el Cordero Inmaculado. Y la ciudad no tiene necesidad de sol ni de luna para que alumbren en ella, pues la gloria de Dios la ilumina y su antorcha es el Cordero... Y no entrará en ella nada profano, nada abominable, nada mentiroso: sólo entrarán allí los que están escritos en el libro de la Vida (Apoc 21, 18).
Beati que habitant en domo tua, Domine: perpetuo laudabunt te (Sal 83, 5): dichosos los que habitan en tu casa, Señor: te alabarán eternamente.
Este gozoso vivir en la casa de Dios, esta beatitud, empieza aquí en la tierra: beati qui confidunt in Deo: dichosos los que confían en Dios, los que se entregan confiados —totalmente, plenamente— en las manos de Dios.