-
En Egipto
Transcurrieron ocho años desde que se asentaron en la tierra de Gosen. Ni se dieron cuenta de cómo pasaban los años.
Los primeros meses de su estancia habían sido pródigos en disgustos y dificultades. Llegaron a Egipto tras una caminata agotadora a través del desierto, durante la cual pensaron a veces que no llegarían nunca. La comida encontrada en el saco del soldado muerto no podía haber durado mucho tiempo. Luego encontraron gente y para conseguir comida tuvieron que venderles el asno. Cuando entraron en Egipto eran pobres, carentes de todo recurso.
Pero en la antigua tierra de Gosen había todavía muchos Judíos viviendo, que auxiliaron a los recién llegados. José empezó a trabajar y, gracias a su habilidad, al cabo de un año estaban bastante bien instalados. Poseían una casita pequeña y adosado a la casa un taller. Alquilaron también un campo pequeño. Estaba ubicado en el límite mismo de las tierras cultivables y necesitaba ser irrigado continuamente con agua bombeada de un canal. Miriam y Jesús se encargaban de esta labor. José trabajaba en el taller fabricando objetos, que llevaba luego al mercado a la cercana Heliópolis.
Aprendieron a vivir como campesinos egipcios. Se olvidaron casi del aspecto de la montaña. Sus ojos se acostumbraron a las llanuras. En el horizonte veían únicamente las torres erguidas de los palacios y, al otro lado del Nilo, las pirámides de Keops, de Khefren, de Mykerinos, de Zoser. La tierra exigía trabajo, pero producía abundante cosecha. El país era rico, por lo que, cuando por fin levantaron cabeza, pudieron vivir sin agobios.
Miriam no cambió en absoluto durante estos años. Cuando miraba su silueta doblada mientras trabajaba la tierra o muy erguida mientras movía con los pies la noria que bombeaba el agua, tenía la sensación de seguir viendo a la muchacha que descendió hasta él, bajo el arco de piedra del pozo de Nazaret. Su cara también seguía siendo joven, de adolescente, muy serena. Las fatigas y los peligros no apagaron aquel reflejo, que la traspasaba toda, semejante a una candela encendida en su interior. Había cambiado en una sola cosa: se volvió como más seria. Esta seriedad no disminuía su alegría, la hacía sólo distinta, más serena, aún más compenetrada con la bondad.
Era difícil creer, cuando estaba al lado de Jesús, que este mozalbete de diez años, tan inverosímilmente parecido a ella, fuera su Hijo. Parecía más bien su hermano menor. Era un chico alto, esbelto, fuerte y guapo. Lo mismo que sus padres, trabajaba mucho en casa: araba, bombeaba el agua y empezaba a adquirir cada vez más conocimiento del trabajo en el taller de José. El padre podía encomendarle los trabajos más sencillos. Los días prescritos acompañaba a sus padres a la sinagoga. A partir de los cinco años frecuentaba regularmente la escuela de la sinagoga y, sentado horas enteras en el suelo, recitaba con los demás niños, en voz alta después del maestro, las palabras de la Torah. Las repetía luego en su casa, muchas, muchas veces, como si la repetición de estas palabras le produjera alegría. Sabía de memoria una cantidad innumerable de versículos, y a menudo entremezclaba palabras de la Escritura con lo que decía. No era solo capaz de repetir cada cita cuando le interrogaba el hazzan, sino que sabía también comentarla y explicarla. «Tenéis un Hijo inteligente —decía el maestro a los padres de Jesús, cuando venían para interesarse por los progresos del Chico en los estudios—. ¡Qué inteligente! Los demás chicos, incluso cuando recuerdan las palabras no entienden lo que significan. El las comprende siempre. Y qué bien sabe explicarlas. Yo creo que podría ser rabino. Deberíais ir con El a Jerusalén. Aquí no le enseñaremos gran cosa. Pero allí en la Ciudad Santa tendría la posibilidad de oír a los grandes maestros...».
El hazzan repetía estas palabras cada año, y volvió sobre el asunto de modo especialmente firme en los últimos tiempos. «Nosotros no le enseñaremos nada más en nuestra escuela —decía—. No tiene por qué seguir viniendo aquí. El necesita otra escuela. Os lo digo, llevadle a Jerusalén. Sólo tenéis un hijo, ¿verdad? Entonces tenéis que cuidar de Él».
Las palabras del hazzan despertaron las preocupaciones de José. Los años habían transcurrido tranquilos y sin ruido, tal como a él le gustaba. Después de aquellos años de angustias, había llegado una época de gran descanso. Estaba de nuevo rodeado de respeto y reconocimiento. Acaso la salud empezaba a fallar. No advertía ningún malestar concreto y, sin embargo, se sentía cada vez más débil. Pero esto no le hacía sufrir: era objeto de tantas atenciones por parte de Miriam, que casi le producía alegría cuando se sentía rodeado de sus continuos cuidados.
Su amor hacia ella no había disminuido. Perdió únicamente su carácter impaciente. Lo que al principio producía en él rebeldía, se consumió por completo. Ahora ya no esperaba ningún cambio. Lo único que deseaba era tenerla continuamente a su lado, tal como era ahora: entregada, serena y ardientemente enamorada.
No, no deseaba ningún cambio. Dejó de pensar para siempre que el Hijo estaba entre él y Miriam. Amaba a aquel Muchacho como si fuera realmente su propio Hijo. Con alegría le transmitía todos sus conocimientos profesionales. A veces se sorprendía a sí mismo pensando que Jesús sería pronto un hombre maduro, que se casaría, que traería a Su esposa a casa y él, en compañía de Miriam, serían testigos gozosos de Su felicidad. ¿Y sí —se le ocurrió pensar— el hazzan tuviera razón? Quizás fuera necesario que Jesús aprendiera más de lo que le pueda enseñar una escuela comunal. Los años de estancia en Egipto permitieron a José olvidarse de que no era más que la sombra del Padre. La preocupación le llevaba a preguntarse: ¿cumplo bien el papel al que he sido llamado?
—Miriam —le dijo un día después de una jornada calurosa de trabajo, mientras descansaban en la sombra—, ¿no crees que el hazzan tiene razón? Quizás tenemos realmente que regresar a la tierra de nuestros padres para que Jesús pueda conocer y aprender algo más. Está llegando a la madurez. Dentro de poco estará obligado por el precepto a visitar el Templo todos los años... Yo me digo que estará sometido a la obligación, porque creo que debería vivir como todos los Judíos ortodoxos...
Miriam aprobó con la cabeza, y en su cara apareció un reflejo de alegría. José pensó que ella se había adaptado con más dificultad a la vida en Egipto. Y sin embargo no lo demostró ni una vez en el transcurso de los años, ni con una palabra ni con una alusión.
Dijo ella:
—Probablemente tengas razón, José. ¿Sabes cómo están las cosas en Palestina?
A decir verdad, no lo sabía. Había estado totalmente indiferente a lo que allí había quedado. Quizás, de un modo inconsciente, no había querido saber nada... Solo al cabo de vivir un año en Egipto mandó, por medio de una caravana que se dirigía a Galilea, la noticia a Cleofás de que estaban en Egipto. Después de algunos meses recibió contestación. Escribió otra vez después de un año o dos y le volvieron a contestar. Cuando por última vez —hacía cosa de un año— mandó noticias a su cuñado, le contestó Simón, el hijo mayor de Cleofás. Su cuñado había muerto, pero la familia seguía viviendo en Nazaret.
—Sé —le dijo— que Herodes murió cuando estábamos caminando a través del desierto. Luego me dijeron que el trono fue ocupado por su hijo Arquelao. Dicen que es tan cruel como su padre.
—¿Y sigue reinando?
—No lo sé. Creo que tendría que ir a hablar con la gente para enterarme. Me contó Symque, sabes, aquel comerciante, que justamente había llegado ayer una caravana de Jericó... Iré allí y trataré de hablar con esa gente...
No le apremiaba. Sin embargo advertía cada vez más que Miriam tenía un gran deseo de regresar. Sabía callar, pero ahora se había roto la barrera que le imponía ocultar sus deseos. Pero yo no deseo en absoluto este regreso —pensaba él—. Aquí estoy bien. Vivo una vida tranquila al lado de la mujer que quiero con toda el alma. Aquí todo transcurre con naturalidad. Allí, lo presiento, nos esperan problemas que destruirán nuestra paz...
JAN DOBRACZYNSKI