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Ignacio Domínguez
El que esté de pie, cuide de no caer
La posibilidad de ser infieles a la vocación, existe: el que esté de pie, ¡cuidado!, no sea que caiga (1 Cor 10, 12). Por eso, es indispensable tener en cuenta las cautelas, los avisos, los consejos, las normas —elementos esenciales de la disciplina— en orden a la buena marcha de la vida espiritual y el apostolado.
La vocación es el don más grande que hemos recibido de Dios: tesoro escondido, perla de gran valor.
Hay que cuidarla.
Ahora bien, este cuidado no es miedo paralizante, no es angustia de perderla, no es siquiera el temor del que lleva un precioso jarrón de porcelana, constantemente preocupado de que se le caiga y se rompa en mil añicos. No; es más bien —lo he pensado muchas veces— el cuidado y el mimo del sacerdote que lleva la comunión a un enfermo: El Santísimo en el portaviáticos, éste en la cartera, y la cartera, bien apretada contra el pecho.
No es temor a que se caiga y se rompa: es amor cuidadoso, es fe en una presencia viva, es detalle de enamorados.
Así, la actitud del hombre con su vocación: no es el miedo a perderla, es el amor de tenerla.
Pero, del mismo modo que llevamos nuestra vocación cuidadosos, así, de la misma manera debemos cuidar la vocación de los demás, de los que puso Dios en nuestro camino.
El ejemplo del buen Samaritano es perfectamente válido en este momento: Muchos son los hombres que caminan desde Jerusalén a Jericó —camino de su vida corriente— y no es irreal el peligro de caer en manos de los ladrones: es decir, de aquellos a quienes Monseñor Escrivá llamaba «salteadores de la vida interior», que dejan las almas medio muertas, desangrándose en mitad del camino.
Para que no perezcan —ne pereant de via iusta— es necesario que cada uno de nosotros se sienta responsable como el buen Samaritano: No pasar de largo indiferentes al mal.
Padre santo, guarda en tu nombre a estos que me has dado, para que sean uno como nosotros somos uno... Yo les he dado tu palabra, y si el mundo los aborreció es porque no son mundanos: como tampoco yo soy mundano... Pero no sólo ruego por éstos, sino por todos los que crean en mí, movidos por su palabra... (Jn 17, 11). Así discurría la oración de Jesucristo en la última Cena pidiendo por sus discípulos. Y su oración ha sido infinitamente fecunda.
Los mártires de Tebaste, la continuaban así: «Señor, cuarenta entramos en la batalla, cuarenta coronas te pedimos».
Ganar la última batalla: Ganarla con el auxilio de Dios.
Por eso, rezamos cada día: Salvos fac servos tuos, Deus meus, sperantes in te: Salva a tus siervos, Dios mío: mitte eis auxilium de sancto: envíales la fuerza de tu omnipotencia salvadora.