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La oración como respuesta a una llamada.
La oración, camino de amor, Jacques Philippe
Lo primero que debe motivarnos y animarnos para entrar en una vida de oración, es que el mismo Dios nos lo pide. El hombre busca a Dios, pero Dios busca al hombre mucho más. Dios nos llama a tratarle, pues desde siempre, y mucho más de lo que podemos imaginar, desea ardientemente entrar en comunión con nosotros.
El fundamento más sólido de la vida de oración no es nuestra propia búsqueda, nuestra iniciativa personal, nuestro deseo (tienen su valor, pero pueden a veces faltar), sino la llamada de Dios: Orar siempre y no desfallecer (Lc 18, 1). Vigilad orando en todo tiempo (Lc 21, 36). Orando en todo tiempo movidos por el Espíritu (Ef 6, 18).
No oramos ante todo porque deseemos a Dios, o porque esperemos de la vida de oración unos beneficios estupendos, sino sobre todo porque es Dios quien nos lo pide. Y, pidiéndonoslo, sabe lo que hace. Su proyecto supera infinitamente cuanto podemos suponer, desear o imaginar. En la vida de oración hay un misterio que nos supera por completo. El motor de la vida de oración es la fe, en cuanto obediencia confiada a lo que Dios nos propone. Sin que podamos imaginar las inmensas repercusiones positivas a esta respuesta humilde y confiada a la llamada de Dios. Como Abrahán, que se puso en camino sin saber adónde iba, y que se convirtió así en padre de una multitud.
Si se ora a causa de los beneficios que se espera alcanzar con la oración, se corre el riesgo de desanimarse cualquier día. Esos beneficios no son inmediatos ni medibles. Si se ora en una actitud de humilde sumisión a la palabra de Dios, se tendrá siempre la gracia de perseverar. Escuchemos estas palabras de Marthe Robin:
Quiero ser fiel, muy fiel a la oración cada día, a pesar de las sequedades, los aburrimientos, los disgustos que pueda tener... ¡a pesar de las palabras disuasorias, desanimantes y amenazantes que el demonio pueda repetirme!... En los días de turbación y grandes tormentos, me diré:
Dios lo quiere, mi vocación lo requiere, ¡eso me basta! Haré la oración, me quedaré todo el tiempo que me han prescrito en oración, haré lo mejor que pueda mi oración, y cuando llegue la hora de retirarme me atreveré a decir a Dios: Dios mío apenas he rezado, apenas he trabajado, poco he hecho, pero os he obedecido. He sufrido, pero os he mostrado que os quería y que quería amaros.
Esta actitud de obediencia amorosa y confiada es la más fecunda que puede darse. Nuestra vida de oración será tanto más rica y bienhechora cuanto más animada esté, no por el deseo de conseguir esto o lo otro, sino por esta disposición de obediencia confiada, de respuesta a la llamada de Dios. Dios sabe lo que es bueno para nosotros, y eso nos debe bastar. No podemos tener una visión utilitarista de la oración, encerrarnos en una lógica de la eficacia, de rentabilidad, que lo pervertiría todo. No tenemos que justificarnos ante nadie por el tiempo que dedicamos a la oración. Dios nos invita, por decirlo así, a «perder el tiempo» con él, eso basta. Será una «pérdida fecunda», diremos con palabras de Teresa de Lisieux [4]. Hay una dimensión de gratuidad que es fundamental en la vida de oración. Paradójicamente, cuanto más gratuita es la oración, más fruto reporta. Se trata de confiar en Dios y hacer lo que nos pide, sin necesitar otras justificaciones. «¡Haced lo que él os diga!» (Jn 2, 5), dijo María a los sirvientes en las bodas de Caná.
Salvaguardando siempre este fundamento de gratuidad, quiero exponer un conjunto de razones que legitiman el tiempo dedicado a la oración. San Juan de la Cruz afirma: Quien huye de la oración, huye de todo lo bueno. Expliquemos por qué.
JACQUES PHILIPPE