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LA HORA DE LA LEALTAD
Al comienzo —cuando uno ha descubierto su vocación y ha resuelto abrazarla para siempre—, Dios suele poner, con el deseo, un estímulo claro para atraernos hacia El, por ese camino previsto, que es el mejor para nosotros. Uno se casa porque quiere de verdad, porque está «enamorado», y por ello se entrega a su mujer o a su marido con un amor que irá —debe ir— creciendo con el paso de los años. El deseo fundamental de compartir con el otro alegrías y sinsabores irá arraigando más y más. Pero Dios puede permitir que surjan obstáculos imprevistos —imprevistos para el hombre, no para Dios—, y aquel enamoramiento puede agostarse. Dios lo quiere —eso hemos de pensar— para que surja el amor puro o puro amor, que va más allá del sentimiento, más allá de la muerte. No se olvide que dar la vida es la máxima manifestación del amor. «No hay amor más grande que el de aquel que da la vida por sus amigos». Palabras de Jesús que es quien sabe de veras lo que es amar. Dar, más que recibir, es amor. El amor no se sostiene recibiendo, sino dando, que quiere decir, renunciando de algún modo. Y, a veces, el amor exige renunciar al placer, a la comodidad, a las compensaciones; y excluye, desde luego, ir a buscar esas cosas en otra parte. Es la hora de la lealtad, de decir que sí al verdadero amor, a la propia vocación, a la llamada de Dios. Es la hora del «hágase», porque «hacer» (yo) parece —y es— imposible.
Dios no revoca su llamada por el hecho de que aparezcan esas circunstancias que se nos antojan perturbadoras de nuestro primer amor. El las tenía previstas. No hay razón para abandonar, al contrario. Es el momento heroico que era de esperar, y que es muy de agradecer, porque nos ofrece la oportunidad de una profunda purificación interior que nos aproxima a aquella pureza inmaculada que es meta de nuestra vida. Como es lógico —divinamente lógico— es un momento para mirar a María, la Virgen fiel, la que más sabe de lo que cuesta ir contra corriente, y la que tiene en sus manos toda la gracia —fuerza de Dios— para sostenernos en el camino emprendido por una iniciativa de nuestro Dios. Nunca, por tanto, hallaremos excusa o justificación de la infidelidad.
«La falta de fidelidad a la propia vocación impide el desarrollo armonioso y verdadero de la personalidad y puede incluso hacer al hombre extraño a sí mismo. Si no realiza, porque es libre de no realizarlo, el designio que Dios tiene sobre él, su vida ha fracasado, porque sólo siendo fiel a Dios puede el hombre alcanzar todos los bienes a que está llamado y en¬contrar la fuerza y el fundamento para ser fiel a todos sus compromisos particulares. Por eso la fidelidad constante en lo pequeño y ordinario le conduce a Dios. Bien, siervo bueno y fiel, porque has sido fiel en lo poco, yo te constituiré sobre lo mucho (Mt 21, 23)».
Por lo tanto, ¿qué sentido cristiano puede tener la palabra «realizarse»? «Realizarse» querrá decir, para un cristiano, fidelidad a la propia vocación, que es tanto como realizar —hacer real en la propia vida— el designio eterno de Dios por lo que a uno se refiere, en lo que a uno toca. Otra cosa sería tanto frustrar un proyecto divino como abocar en la frustración la propia personalidad. En este sentido, no estaremos plenamente realizados hasta que Dios —gratuitamente y en atención a nuestra correspondencia a la gracia— nos eleve a la visión beatífica. Cuanto más fieles a la gracia, más gloria a Dios daremos y más gloria conseguiremos por toda la eternidad. El camino a esa plenitud que nos espera, es el mismo que recorrió la Virgen: un sí constante radicado en el Amor. Siempre hay que tener un sí a flor de labios para Dios, puesto que en cualquier momento puede llamar a las puertas de nuestro corazón («He aquí que estoy a tu puerta y llamo»). Y no es cosa de decir que no a Dios, ni siquiera de tenerle a la puerta esperando. No podemos hacerle esto a nuestro Padre.
ANTONIO OROZCO