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En la hora del dolor: «tome su cruz y sígame»
«Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (Mt 16, 24). Llevar la Cruz de Jesús se identifica espiritualmente con lo que materialmente cumplió Simón de Cirene. Nuestra cruz hoy, ahora, se presenta en el esfuerzo por vencer las pasiones desordenadas, por cumplir acabadamente el propio deber, por observar los mandamientos de la Ley de Dios. Cruz es también el trabajo y el sufrimiento por dar a conocer a Jesús como Hijo consustancial del Padre; por confesar sin ninguna vergüenza -con la palabra y con la conducta- la propia filiación divina; por colaborar con Cristo en la salvación de los hombres.
La Eucaristía nace en la hora de Cristo (cfr. Mc 14, 41; Jn 2, 4; 12, 27), la víspera de su Pasión: fue la hora de su dolor, de sus padecimientos físicos y muy especialmente de sus sufrimientos morales: cuando judas lo traiciona, los discípulos lo abandonan, Pedro lo niega; cuando su pueblo lo rechaza como rey y lo pospone a un bandolero asesino; cuando los jefes de Israel se mofan de Él y le escupen. La Eucaristía nace cuando Jesús va a experimentar el desgarrón de la separación de los que ama, cuando se dispone a contemplar la tristeza en el rostro y el corazón de los suyos, sobre todo de su Madre. Nace en esa hora, porque es el sacramento del dolor del Dios-hombre, del sufrimiento de la Persona divina en su Humanidad Santísima. Nace para explicar a los discípulos -siempre que lo necesiten- el sentido del dolor, y de este modo ayudarles a que lo abran al amor.
La Eucaristía, el sacramento de la hora de Cristo, de la verdad de su identidad en el momento de tribulación máxima, nació cuando se aprestaba a confesar su Filiación divina, sabiendo que -por declararla- le condenarían a muerte (cfr. Lc 22, 70-72). Y se nos ofrece también como el sacramento al que debe acudir el cristiano cuando se presenta la necesidad de mostrar que se sabe verdaderamente hijo de Dios. De modo muy especial, ha de recurrir a la Eucaristía para tomar fuerzas, cuando la manifestación de su identidad cristiana implique el riesgo de perder o de comprometer bienes materiales, la salud, la posición social, o incluso de encontrar la muerte.
En el sacramento de su sacrificio, Jesús enseña a los suyos que cargar con la Cruz entraña un dolor que prescinde del tiempo y apenas cuesta, porque su yugo es suave y su carga ligera (cfr. Mt 11, 30). En los momentos del dolor de sus fieles, momentos que Él ha incorporado al suyo, Jesús nos pregunta, como en Getsemaní a Pedro, Santiago y Juan: «¿No habéis podido siquiera una hora velar conmigo?» (Mt 26, 40). En la Eucaristía, con voces calladas, el Señor paciente y glorioso a la vez, pide a los cristianos que unan sus sufrimientos a los de su Pasión: así podrán entender que una hora de sufrimiento supone muy poca cosa en comparación con la felicidad que se deriva de la fidelidad a Dios; que resulta muy breve una hora de fatiga, si se piensa en la cosecha de paz y de gloria que Dios ha preparado para sus hijos.
¡Cuántos cristianos, a lo largo de la historia, han hallado en el diálogo con Jesús sacramentado la fuerza para arrostrar las consecuencias de su compromiso bautismal! ¡ Cuántos han superado situaciones de injusticia, de calumnia, de injuria, y han sabido perdonar y obrar noblemente, gracias a la participación en el Sacrificio del Altar! ¡Cuántas lágrimas han vertido los hijos de Dios ante el Sagrario o después de recibir la Sagrada Comunión, pisoteando su sensualidad, su orgullo, su ambición, para marcar un nuevo rumbo a su vida y ponerla en línea con la conducta del Hijo del hombre! ¡Cuántas confidencias con el Maestro de dolores, oculto en el tabernáculo, han madurado en decisiones de entrega, de aceptar una enfermedad o una separación definitiva, de encajar una situación familiar o profesional dolorosa!
No sabremos nunca cuán numerosas han sido y serán esas ocasiones. Juan Pablo II nos confió que, en su caso, habían sido muchas (Ecclesia de Eucharistia, 17-1V -2003, n. 25). Conocemos sólo -y esto nos basta- que, desde el sagrario y desde el altar, desde el pecho de quien le ha recibido sacramentalmente, el Maestro continúa adoctrinando y sosteniendo con sus palabras de luz eterna, para que los hijos de Dios actúen con enteriza fidelidad, pisando su senda con reciedumbre y alegría, llevando cada uno a diario ese pedacito de Cruz que Cristo pone sobre sus hombros, para que resuciten con Él y vivan su misma vida (cfr. Lc 9, 23-25).
Cuando el día va de caída: «tomad y comed»
La Eucaristía se nos ofrece como viático; ayuda para recorrer la vía que lleva a la casa del Padre, como explica santo Tomás de Aquino (Suma teológica, 111, q. 79, a. 2 ad 1). Sin este alimento, nos faltarían luces y fuerzas para entender y abrazar el padecimiento que supone conducirse como el Hijo de Dios; para comprender la eficacia y el valor de comportarse glorificando al Padre, olvidado de sí y procurando activamente la salvación de los demás.
Hoy, Cristo se hace compañero del cristiano por las sendas del mundo para curar las dolencias espirituales de los hombres y mujeres, de modo análogo a como, tras la Resurrección, se unió al caminar de los dos que iban hacia Emaús, desesperanzados y tristes, abandonada la ilusión de seguir y trabajar con el Mesías. Ellos le reconocieron al partir el pan; ahora, la fe del que se sabe hijo de Dios se encenderá al contemplar su inmolación en la Santa Misa y, como aquellos dos, aceptará plenamente sus palabras, que invitan al sacrificio y encienden el corazón (cfr. Lc 24, 24-32).
Jesús eucarístico es siempre alimento del peregrino en la tierra, pero de modo muy especial cuando anochece y declina la jornada terrena del cristiano. Cuando llegue esa hora, el Rey de la gloria partirá de nuevo el pan y se lo ofrecerá por medio de un ministro suyo. El sacramento de la Eucaristía, recibido bajo forma de viático, mantendrá al fiel en el Camino que es Cristo clavado en la Cruz y Resucitado, le iluminará con su Verdad y le abrirá definitivamente las puertas de la Vida.
Se muestran claramente insensatas las protestas de quienes temen asustar -así dicen- a los enfermos y a los moribundos, si se presenta el ministro de Cristo para administrarles la Unción de los enfermos y el Viático. El hecho puede impresionarles, pues les coloca ante la seriedad de su situación y de la resolución de su vida. Pero más que esa reacción sentimental importa la ayuda que reciben y la alegría que les queda, cuando se unen con el Señor de la vida y de la muerte en su pecho y en su alma.
JAVIER ECHEVARRÍA